Acerca de pullóveres e hilachas
por Pablo Krantz


Nos habían agarrado merodeando por ahí y nos guardaron en un estante, convertidos en pullóveres.
Yo llegué a lo último y, como no quedaba lugar, ya no pude ser más que hilacha. Es decir que ya no pude recordar nada, ni prestar ninguna atención a las peleas entre los otros prisioneros —casi todos borrachos— porque, como toda hilacha, me quedé inmediata y profundamente dormida.
Tuve entonces un sueño de hilacha, que no estaba hecho más que de presiones y distensiones, entre colores esfumados. Era algo parecido a soñar con estar sumergido en el fondo del mar, preso entre varias corrientes opuestas, y despertar y no ver más que el azul del océano, y entonces querer despertarse otra vez.
Mientras tanto, el hombre que aún quedaba en mí también soñaba y yo, cansado de las puras sacudidas de mi propio sueño (¡Ah, el arduo problema de ser hilacha y a la vez no serlo del todo!), espiaba por momentos el suyo. Iba él por una calle acuosa, chocando contra borrosas figuras con su cuerpo sin fuerzas. Y mientras se tambaleaba recordaba una vida pasada, horas de gloria silenciosa que yo disfrutaba con él, envuelto en mi líquido. Pues es bien sabido que las hilachas no tienen más que presente.
De pronto, uno de los pullóveres me tragó. Ya no podía dormir más, porque ya no era hilacha sino una parte del entramado de un sweater, una pieza más en un delicado mecanismo en el más complejo de los equilibrios.
¡Ah, tenían que habernos visto cómo nos comprimíamos los unos sobre los otros, buscando disminuir en algo los huecos, ya que no eliminarlos! Necesitábamos que todo fuese sólido, no queríamos estar llenos de aire, y entonces nos concentrábamos en imantarnos, para atraer las pelusillas, los pelos y las hilachas sin dueño, o incluso pedazos de los demás pullóveres. ¡Lo que daba lugar a no pocos conflictos, que solían resolverse en auténticas cinchadas!
Había dos problemas fundamentales que impedían mi verdadera inclusión en aquel universo. Por un lado, un trozo mío, una especie de apéndice que había quedado fuera del pullóver, que seguía siendo una simple hilacha a la que no conseguía despertar. Y aparte estaba el hombre que anidaba en mí; tampoco él había interrumpido sus sueños. ¡Seguía tambaleándose por la misma callejuela, embriagado con sus recuerdos, con una patética sonrisa acuosa en su cara! ¡Era algo lastimoso! Yo temía que, en un momento de descanso, mis compañeras lo notasen y se burlasen de mí o directamente me hiciesen expulsar.
Porque no hay que olvidar que también en aquel pullóver anidaba un hombre que dormía. Pero era éste un hombre de verdad, con sueños terribles de batallas y hazañas de estruendoso colorido. ¡Nada que ver con los tristes y tontos recuerdos del mío, ahí sumergido en su submundo líquido! A veces hasta empezaba a brotar agua de entre mis fibras, y yo temía ser descubierta y confundida con un espía enemigo. Pero representaba un esfuerzo tan grande mantener unido aquel caos de aire y lana, que nadie tenía tiempo de ponerse a hacer ese tipo de averiguaciones.
Entonces llegó aquella polilla a anidar en mí. En vano traté de explicarle que ya éramos tres. Ella plantó sus patas de mosca en mi cuerpo, que bajo su peso se arqueó y formó una especie de hamaca en la que ella se columpiaba. Y de pronto devoró la hilacha que sobresalía del pullóver y se echó a dormir.
Veamos: volvíamos a ser tres y, por lo tanto, no podía quejármele. ¡Aunque era bien cierto que, mientras dos dormían, tan sólo yo velaba y luchaba contra el aire! Lo que se hacía aún más difícil bajo el peso de aquella polilla. Mientras dormía, sus alas se sacudían lentamente haciendo fru-fru-fru, como acunándola, dejando caer un polvo gris muy pegajoso, que fue cambiando mi característico azul ultramar por un gris cada vez más ceniciento.
Pero lo más molesto de todo eran los sueños de aquella polilla. Producían una vibración constante en el aire, una especie de vrrrrr-vrrrrr, y no eran en general más que eso. Pero de a ratos despedían extrañísimos olores, muy picantes, de color naranja o amarillo.
Semejantes desbarajustes no podían pasar mucho más tiempo inadvertidos en aquel lugar tan desconfiado, aguijoneado por las penurias, los temores y los sacrificios. Aún entre el estruendo de los combates alguien terminaría oyéndome y, bajo la constante ley marcial, se me expulsaría sin falta y sin demora. ¡Y lo último que yo quería era volver a ser una simple hilacha, y ya no hacer más que dormir y soñar con apretujones! ¡Era como retroceder en la escala zoológica, volver a un limbo que se me antojaba semejante a la muerte, o mucho menos separado de ella que el punto donde ya había logrado llegar!
Es verdad que mi posición en el pullóver era penosa y que sufría mucho. Pero ya empezaba a acostumbrarme a aquel mundo y me daba miedo volver atrás. Y además, lo peor de todo era saber que, apenas volviese a ser hilacha, ya no podría recordar nada de aquél que había llegado a ser. Quedaría totalmente prisionero de ese mundo, sin pasado ni futuro, gastando mi escaso tiempo en entretenimientos baratos.
Pero cuando la polilla se despertó, después de desperezarse,  salió volando para ya nunca volver. Mi hombre ya se había vuelto muy pequeño, y de sus sueños no se distinguía más que un eco difuso en los raros momentos de silencio. ¿Sólo me quedaba entonces la diaria lucha contra el aire? Oh, pero eso era lo que yo siempre había deseado: no tener nada en mí que me separase de mi presente en el pullóver.
En eso estaba cuando la policía abrió el placard y nos soltó a todos. Había sido un error, un procedimiento de rutina; estaba todo en regla y se disculpaban.
Los pullóveres volvieron inmediatamente a ser hombres y a comportarse como tales. Les devolvieron sus relojes y sus cinturones, y ellos se exclamaban de pronto, tomándose la cabeza:
—¡Qué tarde es!
—¡Mi esposa estará preocupada!
—¿Qué voy a decir en el trabajo?
Y se largaban, echándose el sombrero sobre el rostro.
Detuve a aquél en quien yo había anidado, cuando no era más que hilacha, y le dije:
—Señor, quiero agradecerle su hospitalidad.
Me miró, se rascó la mejilla sin afeitar con mirada incrédula y me contestó:
—No, por favor. Usted se equivoca. Hable con el comisario.
—¿Cómo? Mi muy señor mío, ¡cuando yo no era más que una pobre hilacha sin rumbo usted me recogió en su sólido seno de pullóver! ¿No es eso algo meritorio?
—No sé de qué me habla. —me dijo; se calzó el sombrero y se fue.
 
 

Tan sólo ahora, después de varios años, lo comprendo. Una vez fuera, tan sólo las hilachas recuerdan. Los pullóveres bien adaptados no saben nada de lo que les sucede en esas noches en que el aire se vuelve piedra, y los hombres se apilan en los armarios como pullóveres muertos.

Pablo Krantz