El Título Adecuado
por Fernando Parra


     Su gran momento finalmente había llegado. La cuenta sumaba novecientos tres días desde que comenzó a escribir aquella lejana primera página. Se sentía bien, tranquilo, e incluso orgulloso, pero por sobre todo se sentía feliz, demasiado feliz para como acostumbraba encontrarse. Acababa de terminar un arduo trabajo, por el cual más de una vez debió alejarse de la cama por varios días, debió sufrir, llorar, visitar algunos médicos, y odiarse a sí mismo, detestarse como si fuese su propio y peor enemigo.
     Cuántas madrugadas había subido sigilosamente hasta la terraza y quemado decenas y decenas de hojas, con la luna como única testigo y cómplice; papeles llenos de historias, plagados de ínfimos poemas y axiomas de todo tipo y sentido, para al final morir innecesariamente ardiendo en llamas, castigados por un crimen del cual ellos eran tan inocentes como el que nunca los pudo leer.
     Apenas si se consideraba un ignoto y humilde artista, y lo hacía sólo cuando lo acometía la poderosa necesidad de sentirse diferente, de alejarse de ese mundo hostil, lógico y planificado que era la oficina. Odiaba trabajar, ya que le quitaba demasiado tiempo, en el cual probablemente podría haber escrito la mejor novela de su vida, o pintado el mejor cuadro, o leído un buen libro.
     Por eso, a partir de ese fin que escribió en la última página de tantas, comenzaba una nueva historia; ahora, y a pesar de todo, lo había logrado, había contribuido a la humanidad con su pequeña obra, con su pequeño sueño. El único problema que lo acechaba, en medio de todo lo reconfortante, era el nombre, del libro claro.
     Luego de un inusual y frugal desayuno, se sentó en la cama, y al cabo de unos minutos de incomodidad, decidió cambiar de lugar y se puso una bata que nunca usaba para ir a sentarse al balcón, a pensar; y se quedó allí, barajando nombres y analizando uno por uno todos los que en su mente nacían, mientras contemplaba el gris paisaje invernal de Buenos Aires. Después de un rato, su meditación se vio interrumpida por el teléfono; se levantó para atender la llamada, cuando el contestador automático lo comenzaba a suplantar, hecho que lo hizo reflexionar breve y esporádicamente en cuán desdichada puede resultar la tarea humana cuando alguna máquina logra reemplazarla y hasta superarla.
     Del otro lado de la línea estaba Martina, una amiga o algo parecido que había conocido casualmente hace unos años, y que si bien al principio sólo le ocasionó inconvenientes, aún ahí permanecía, en su vida. -Hola Juan, te molesto?.
     -No, no.... estaba en el balcón -respondió con lentitud, como aclarando el porqué de su tardanza y con sus pensamientos aún en torno a algún potencial título para su libro.
     -En el balcón?.
     -Si, estaba descansando...., hoy terminé de escribir.
     -En serio? -contestó Martina sorprendida, dubitativa, demostrando en cierta forma que ya se había olvidado un poco de la existencia del libro, e incluso de la faceta de escritor que Juan por lo general escondía. Él escuchó atentamente las felicitaciones y algunas preguntas de rigor, y pasó a contarle su pequeño problema con el nombre de su recién concluido trabajo.
     Antes de que Juan pudiese notarlo, Martina estaba en su puerta tocando el timbre, luego de haber salteado la etapa del portero eléctrico, pues el encargado del edificio la conocía y la dejaba pasar, aunque no la saludaba, como a casi todos los que entraban. Se sentaron en los cómodos sillones verdes, que en ese momento carecían de una gran porción de su habitual confort por los libros y papeles varios que habitaban en casi toda su superficie. Hablaron un poco, del presidente y su más reciente jocosa acción, del diariero que cada vez llegaba más tarde, de la suciedad de las escaleras, del presidente de nuevo, y por último, Martina le comentó algo acerca de cierta actriz de telenovela que Juan ni siquiera registró.
     Eran casi las diez cuando Juan, mientras preparaba el mate, le confesó algunos títulos que tenía en mente para el libro. A Martina le gustaron todos, situación que llevó a Juan a dudar un poco de ella, al pensar que lo decía por compromiso, aunque segundos más tarde cambiaría de opinión suponiendo que sólo estaba siendo demasiado entusiasta, recordando también algunos pasados momentos en los que ya había expresado esa irritable actitud fervorosa.
     De todos modos, Martina sostuvo que necesitaba leerlo antes de dar una opinión valedera; Juan entendió y estuvo de acuerdo. Por algún extraño motivo -quizá por el afable y poco común día que atravesaba- le entregó las hojas, en su primer y única copia, para que se las lleve y pueda leerlas. Incluso hasta él mismo se sorprendió de su acelerada y apenas analizada decisión, de esa ligereza nunca jamás experimentada por su estupefacta personalidad. Cuando Martina ya estaba lejos, se encontró con un leve arrepentimiento, y notó temeroso que le había prestado su vida entera a una de las personas menos cuidadosas de la tierra.

     Ya al mediodía, mientras Martina se disponía a leer los escritos, Juan iniciaba la confección de una lacónica lista de algunos editores con quienes había hecho un mínimo y casi inexistente contacto, y a los cuales planeaba llamar. Poco antes de la dos de la tarde, tomó el teléfono, y cuando estuvo a punto de marcar el primer número, se detuvo un instante a pensar y decidió tomar una siesta, por cierto merecida; los minutos pasaron y la siesta se hizo más larga de lo planeado, y Juan volvió a abrir los ojos justo treinta segundos antes de las seis y media. Se levantó con un feble fastidio, culpándose y a la vez comprendiéndose al recordar los casi dos días que llevaba en vigilia, hasta hacía unas horas atrás.
     Ese libro para Juan significaba demasiado, tanto y mucho más que horas sin dormir y días sin la más ínfima vida social. Lo comenzó a redactar en un agosto fatal, exactamente dos años atrás, cuando su único amigo en la vida se iba en un trágico accidente en un colectivo de la línea seis, y su esposa lo abandonaba, luego de un frustrado e insípido matrimonio de ocho meses: fueron dos años de noviazgo, un apresurado y poco pensado compromiso, un embarazo, un aborto, millares de peleas y un divorcio casi sangriento. Reconociendo errores, superando tempestades, se dispuso a olvidar.
     Juan se planteó la necesidad de iniciar un cambio radical en su inexplicable vida, e intentar comenzar todo una vez más. Se propuso retomar de una vez por todas la escritura, y no parar jamás. Escribió algunos cuentos como siempre quiso hacer, leyó hasta el cansancio, caminó por calles sinuosas y empantanadas, escaló montañas de las cuales descendía y volvía a subir día tras día, hasta que finalmente le surgió la tormentosa idea de escribir algo sobre la vida de su padre, del que ni siquiera sabía el nombre. Imaginó como podría haber sido su vida, como sería su cara, su altura, que tan parecido podría ser a él. Caviló en sus cavilaciones, en sus irreales consejos, en abrazos, en palabras perdidas y desordenadas que llegaban de algún recóndito e indescriptible lugar. Y así comenzó a escribir, con altibajos y pausas ineludibles, con pasión e ineluctables pozos tormentosos de los cuales le era imposible salir.

     Entonces ahora sí podemos volver a lo anterior: el título adecuado. Rumió algunos simples que no den a entender mucho del contenido, pero no lo satisfacían lo suficiente; se inclinó hacia algunos más extensos que explicasen un poco más, o que al menos den una idea general del relato, tampoco lo conformaron; se extravió entre una bulliciosa multitud de títulos diversos y deformes, y ninguno de ellos le daba la señal que él buscaba, el presentimiento que necesitaba.
     Se sintió famélico y fue hacia la cocina a ver que encontraba; increíblemente había una gran variedad para elegir, pero en ese momento estaba demasiado molesto y confuso como para decidirse por algo.  Se cambió de ropa,  y salió a comer a algún café.  En la escalera escuchó el teléfono sonar, pero prefirió evadirlo y siguió caminando en descenso hacia la calle. Cuando aterrizó en la vereda -la cual le pareció extremadamente sucia-, se preguntó en dónde podría comer, con las manos incrustadas en los bolsillos y anhelando una bufanda o algo que lo proteja del inexorable frío. Aprovechó el instante de indecisión para aguardar un taxi, pero no pudo visualizar ninguno que esté desocupado. Sin muchas más opciones, decidió caminar, ya que estaba realmente desacostumbrado a los colectivos, el subte más cercano era muy lejano, y de todos modos ni siquiera sabía donde ir.
     Cuando se percató, llevaba caminadas más de veinticinco cuadras, había transitado dos barrios y estaba en el medio del tercero: Almagro, en el cual posiblemente había nacido, según lo que decía el registro del orfanato. En un momento se encontró descompaginado, perdido, víctima de una iracunda descompostura, y con la mente aún deslizándose sobre algún título que se adecuara a su maldadosa obra. Pensó con certeza que esto lo estaba enloqueciendo, se ofuscó, y lo volvieron a subyugar esos reiterados y obsesos interrogantes sobre su libro, su sentido, si era bueno, si no era pura basura, si alguien perdería su tiempo leyendo esas inéditas y tristes páginas, si todo ese tiempo de esfuerzo había sido en vano: prefirió no contestarse.
     Ya se habían escabullido más de dos horas, cuando se dio cuenta de que su apetito había desaparecido, y que sus piernas estaban pesando más de lo normal. Emprendió el camino de regreso sin saber con exactitud donde se ubicaba, y con una fuerte sensación de arrepentimiento por el largo trayecto recorrido. Comenzó a llover con levedad. En una esquina, la primera de siete en la que se vio obligado a detenerse por el cruce de un auto, tropezó con una botella sin pico de vidrio marrón y sus gafas -que eran una parte inseparable de su anatomía- cayeron y se despedazaron casi por completo. En derredor no se divisaba nadie más que él mismo, un beodo desmayado a unos metros de distancia, y un perro callejero apagado y moribundo; por esta escena de desolación nocturna, Juan no encontró ningún impedimento para gritar en voz muy alta un par de insultos contra sí mismo por la torpeza demostrada en el tropiezo.
     Frenó su marcha unos segundos y permaneció mirando al cielo con las manos en la nuca; en simultáneo, el borracho se despertaba súbitamente por el intempestivo grito de Juan, y la lluvia crecía en intensidad acompañada de unos fuertes relámpagos, que de cuando en cuando, escamoteaban el negro cielo refulgiendo y reflejando blancas y fugaces imágenes de un día inexistente.
    Respiró profundamente y retomó el camino a casa. Miró su muñeca y se acordó con enojo del reloj olvidado en la mesa de luz. Continuó su lenta marcha, y su visibilidad era cada vez un poco más corta y borrosa. Sentía que todo estaba oscureciéndose, y comenzó a sufrir una leve paranoia que sin dudas estaba creciendo. Siguió caminando, intentaba poner la mente en blanco pero diversos fantasmas diversiformes le invadían la retina interior. No resistía más, necesitaba llegar a casa y olvidarse de esa enfermiza noche, parte de un día que aspiraba a ser perfecto, único y sublime.
     Paranoico, medroso e inmerso en una gigantesca ciénaga de dudas, locura y espanto, aceleró el paso. Percibió a alguien o algo detrás suyo. Giraba para ver pero no lograba ver absolutamente nada. Maldita botella, maldita esquina, pensaba y enloquecía. Volvió a tropezar, esta vez cayendo él mismo y golpeándose el rostro. En un momento, ya corriendo, sólo miraba hacia atrás; pasaban las cuadras, y ninguna se diferenciaba de otra; el camino era aún más largo que el de ida.
     Finalmente, su frenético recorrido hacia la nada se detuvo al chocar contra un hombre, o al menos eso parecía ser; sea lo que fuere, le estaba hablando, más tarde gritando. Juan no entendía una sola palabra, el sonido no era difuso y se alejaba y regresaba y se volvía a ahuyentar. Cuando los gritos aumentaron al máximo posible, notó que ya no podía oír.
     Por segunda vez se encontró con el suelo, en esta oportunidad fue su espalda la perjudicada;
sintió un fuerte golpe en la cara y se desmayó.
     No encontraron huellas digitales en el cuchillo clavado en la frente de Juan, ni tampoco la más irrisoria pista. Creo que determinaron que fue por un intento de robo, y nada más, aunque Juan aún llevaba consigo en uno de sus bolsillos los míseros veinte pesos que había destinado para comer.
     Hoy en día ya nadie recuerda la muerte de este desconocido, y a decir verdad ni siquiera ha pasado mucho tiempo. Yo la recordé ayer, cuando imprevistamente mientras perdía el tiempo en una librería, encontré un libro que despertó mi curiosidad; era diminuto, frágil, y tenía la tapa toda negra con alguna que otra insubstancial línea dorada. Soplé un poco la tierra que lo cubría, y observé que la autora se llamaba Martina, el apellido no lo recuerdo; el título?, no presté atención.

El título adecuado
por  Fernando Parra

"El título adecuado"
Obra registrada en la Dirección Nacional del Autor:
Formulario 02686 - Expediente 980652
17 de mayo de 1999