Areito
por Luis Martínez


Recuerdo la tarde de plomo intenso del humano sol. Esa tarde creo que nunca la olvidaré. Areito, la pintora más prolífica del país, presentó su exhibición; la primera y la única en el museo de artes moderno. El mismo hijo del presidente esperaba con tanto anhelo formar parte de tal evento artístico. Todo el mundo artístico sabía que la desconocida Areito era una gran pintora. Hasta el mismo arte esperaba conocerla. Y todo pasó como tendría que pasar. Ella exhibió cuarenta de doscientos cuadros que tenía a su disposición; diez en acuarela, diez en aceite, diez en tinta y diez en lápiz. Las bocas de todos los críticos se abrieron, sorprendidos; no podían creer lo que estaban presenciando. Los demás pintores (hombres todos) negaban con sus ojos la grandeza de Areito. Empezaron a mal hablar los cuarenta cuadros: a gente del periódico, de revista, televisión, radio y arte histórica. Ella no habló ni presentó su obra; decidió callar; dejó que su mundo mágico escribiera, contara, lo que tenía que decirse. El hijo del presidente, el señorito De La Vega, siempre usando cualquier oportunidad para obtener publicidad, demandó decir unas palabras y siendo rey entre muertos, felicitó a la señorita De La Cruz por su gran aporte al arte. Pero todo esto era una cara, una actuación de teatro, y Areito lo sabía. Aunque estaba contenta de por fin exhibir, un aire de arrepentimiento llenaba su corazón.

Su pintura expresaba algo sumamente humano. Pero como todo lo perfecto estaba en ojos de ciegos, muy pocos podían entender la maestría de Areito. El tao de la señorita De La Cruz crucificaba, aunque ella mismo lo negaba, el país donde había nacido. Y cada paso de su pintura era eso, una bofetada al pueblo intelectual del mundo. El hombre, creyente del progreso social, no supo como reaccionar cuando se encontró con su plástica. Si después de su exhibición fue matada, no lo sé. Lo cierto es que, desde esa tarde, nadie la volvió a ver. Fue como si la tierra se la hubiese tragado. Después de unos meses de infecunda busca, sus padres decidieron abrir un pequeño museo. Allí puede usted encontrar los cuarenta cuadros que exhibió. No, no quiso vender ningunos; aunque compradores fueron los que menos faltaron. Hizo la exhibición para simplemente enseñar, mostrar, su arte. También puede usted encontrar el resto de su pintura. Es el museo más distinguido del tercer mundo donde vivimos. Los gringos, franceses, alemanes, españoles e ingleses, han tratado inútilmente arrastrar a sus centros de cultura una que otra pintura. Tratan, gestionan al gobierno, pero al final la mano fuerte del padre de Areito (quien vive en el país aún conociendo la verdadera razón de la desaparición de su hija) niega rotundamente trasladar su mundo artístico.
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Aunque Areito trataba de olvidar, no podía borrar de la memoria la noche que robó su luna y hasta su desnudez. Sólo era una chica de dieciocho años cuando estalló la fuerza en su vientre. El chico, negado tres veces, no pudo controlar su instinto animal, y descargó en ella todas las calamidades de la patria. Él era un chico abusivo; nunca estudiaba, no lo necesitaba; sus padres tenían el sol en las manos. Cuando notó su belleza primaveral, su cuerpo de mar y su color taíno, juró que la tendría en sus brazos. Pero Areito salió ser del tipo que no esperaba. Su inesperada disposición llenó de rabia el mar de fuego que el señorito traía en los bolsillos de su alma.

A esa edad el mundo de Areito consistía de su pintura, los libros y sus padres. No quería caer en esa red. Tropezar con ese abismo impediría lo que ella tanto soñaba. Ingresó en la universidad para complacer al viejo.

Iba y venía del centro universitario como brisa de ciclón; la mayoría de su tiempo lo dedicaba a su mundo de colores. Desde chica su padre le había preparado un cuarto de pinturas; allí se encontraba consigo. Siempre se sintió afortunada. Siempre; hasta esa marcada noche. Cuando sus padres la vieron graduada de letras de la Universidad Autónoma de Latinoamérica, Areito, aunque lloraba una pena de mares, no necesitó disimular esa tarde. Sus lloros en los ojos de sus padres estaban justificados; eran de alegría.

Areito nunca ejerció su clase social. Nunca abusó de las relaciones que su padre tenía. Muchos, hombres todos, siempre quisieron ayudarla. Pero se negaba rotundamente. No quería favores. Si pintaba era porque algún día llegaría ese día; esas horas en donde por fin podría exhibir. Lo que le molestaba a Areito de su padre era ese mismo detalle. El hecho de que éste, graduado en Derechos, pudiese ser tan ingenuo, como para no darse cuenta de los verdaderos motivos de sus amigos. Pero ella lo adoraba y lo respetaba.

Nunca su color fue un tema, nunca; hasta que se encontró con el necio prepotente que no cedía, que se imponía como sol a la noche. En sus ojos él era el propio demonio. La maldad relucía claramente en su sonrisa, mirada. Era esclavo del poder; y era triste, pensaba, ya que era joven y guapo. Areito trató las tres veces que le dijo "no," hablarle cordialmente, cariñosamente, pero no comprendía razones. No concebía que una negra "priva gente" se negara a un rubio de ojos azules. Cambiaba de ruta, avenida, pero fue fútil. Él se convirtió en su sombra.

Hoy entiendo porque nunca le dijo nada a su padre. Cuando pienso en esto me da unas rabias; ya que aunque hubiese sabido en ese mismo momento, no hubiese podido hacer nada. En el ayer, el hoy y el mañana, siempre seré un imposible. Quisiera a veces poder cambiar, pero me es en vano.

Esa noche, la del palpitante secuestro, Areito estuvo estudiando hasta tarde en la biblioteca universitaria. El chico molestoso había cedido su pesca. Tenía tres días que no molestaba. Pensaba que el chico había entendido. Así que cuando vio la hora no se preocupó. Tomaría un taxi en la calle principal. Allí siempre había uno o dos, esperando muerte.

Terminado su estudio de la generación del 98, tomó el bolso. Pero éste, antes de haber esperado sus manos, cayó. Un insólito sonido despertó los libros del tercer piso. Creyendo que le llamarían la atención su color se aterrorizó; pero miró a su alrededor y notó que no había nadie. Estaba sola; se compuso, y recogió la bolsa.

Al salir notó el cesar de las luces; pero no le inquietó tal detalle; estaba acostumbrada a los apagones; estos reinaban como el hambre en las casas. Caminó diligentemente hacía la calle de taxis. Su padre la esperaba; él siempre la esperaba. Siempre recordó Areito esa luz de trafico; la que señaló la llegada de un carro negro, con los cristales ahumados. Nunca supo cómo pasó; todo fue tan rápido. El auto se acercó y unas manos mecánicas la arrastraron a su interior. Trató de resistir, pero fue inútil; cuando pudo reaccionar ya estaba bajo el aliento de una pistola y el chico endemoniado. No dijo ni media palabra. Ella, aún a esa edad, sabía cual era el precio.

Era vergonzoso contarle a su padre la horrorosa noche que había sobrevivido. Después de esta marcada experiencia Areito siguió viviendo, aunque únicamente lo hizo detrás de un pincel.

Hubiera sido peor negarse. Combatir el demonio con la carne, era imposible; lo sabía. Esa noche no volvió la luz hasta el tercer día de las patronales. Ni el propio gobierno pudo comprender la ineficacia de las plantas eléctricas. Esa misma temporada, en el campo, la tierra se quedó sedienta, esperando lluvia.
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Su cuerpo consumió toda la lepra del país en ese carro prestigioso. Y después fue arrojada como perro callejero.

Le inventó un cuento a su padre. Fue la única vez que le mintió. Esa noche, bajo el baño de sus lágrimas, acarició de forma prepotente el jabón que la bautizaba. Estuvo más de tres horas bajo el agua cristalina.

Su refugio fue la pintura. Siguió los estudios para no causar alguna sospecha. En su pintura desahogaba todo lo negativo. Rebasaba un mar de lágrimas con tan sólo un broche. Si una vez dudó que era esclava del arte, ahora estaba segura de serlo. Sin su arte ya no podría subsistir.

Sí, recuerdo esa tarde de plomo solar. Ésta está marcada aquí en un cuadro que, aunque percibe todo, no puede con los cinco sentidos. Y lleva una gran vergüenza encima. Detesta lo que representa.

A la señorita De La Cruz no le importaba que mal hablaran sus obras. La exhibición la logró por méritos propios. Sólo quería mostrar su arte. Pero cuando Areito vio al señorito De La Vega, un fuerte dolor quebró su corazón. Era él. El muchacho necio. El que una noche de gritos había matado todos sus encantos.
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Y no pudo más contener su hipocresía. Cuando terminaba de felicitarla, le arrebató el micrófono y exigió que saliera del museo. Su arte no sería manchada. No, no lo iba a permitir esa vez; era preferible la muerte. El señorito, suplicado al oído por los oficiales presidenciales, evitó el enfrentamiento. Sonreía saliendo del salón. Esa misma endemoniada sonrisa la recordó; era la misma de esa marcada noche.
Pude en ese instante ver el canalla que había matado a mi Areito y el porqué yo llevaba el nombre de violación.
 

Luis Martínez