Aquel sábado Harry se levantó temprano.
Se tomó un instante —pero sólo un instante— para reagrupar
el rebaño de sus pensamientos que se había extraviado a través
del sueño. Ahí estaba, sólo un pobre y tímido
pastorzuelo gritando: “¡Vamos, mis ovejitas, que el lobo nos espera!”.
En un arrebato levantó el tubo del teléfono, y la risa desquiciada
de su hermana se le echó encima. Pegó un salto, abrió
la puerta del cuarto y gritó:
—¡Necesito el teléfono!
Y entre el acostumbrado vendaval de insultos que
su hermana le lanzaba, Harry, el pobre Harry —“el bueno de Harry”, decía
su madre— sólo pensaba en una cosa: ¿por qué siempre
volvía al mismo punto? Otro teléfono de chica, y la lengua
en su boca que se volvía hélice, o pesada ancla, o sencillamente
colgaba como una enredadera de algas por su cuerpo hasta casi tocar el
suelo. Echó un vistazo a la incomprensible habitación, a
su viejo pijama de cuando tenía diecisiete por cuyos agujeros su
cuerpo de veinticinco escapaba en todas direcciones. A la pobreza. A los
años perdidos.
Siempre su vocación de mujeriego enfrentándose con la
testaruda incredulidad de las mujeres, y con la hostilidad de su hermana
solterona.
De pronto se calmaron los alaridos en el aparato
rojo y negro. Discó seis o siete imposibles dígitos y escuchó
una voz suave e infantil, medio dormida, que dijo:
—¿Hola?
—...
—¿Hola?
Harry respiraba con dificultad. Un error era fatal.
Lo principal era no estar tan nervioso como estaba.
—Hola, ¿Marión?
—Sí, ¿quién es?
—Soy Harry.
—¿Harry? ¿Qué Harry?
—Harry. Nos conocimos el domingo pasado, en una
fiesta en los suburbios. (“Es inútil. No sabe quién soy.
¡Nunca me ha visto y ya me ha olvidado!”)
—¿Suburbios? ¿Qué suburbios?
—De un momento a otro ella iba a colgar. El cuerpo de Harry parecía
a punto de licuarse—. “¡Oh no! ¡Esto es completamente idiota!”
—Allá, en la zona oeste de Wilde, en casa
de J. Faltrógeno.
—¡Ah, sí! ¡Ahora recuerdo! ¿Cómo
estás Harry?
Estaba pálido, jadeante, irreconocible. Había
gastado todas sus fuerzas en superar la primera prueba. Y había
temido tener recuerdos inexistentes, agujeros negros en el cerebro. Vivir
en una dimensión paralela de la que no había forma de regresar
a la realidad.
—¿Yo...? Ah, muy bien, muy bien. ¿Y
vos?
—Perfectamente. ¿Qué hacés
despierto a estas horas?
—Esteee... Bueno, adiestro palomas mensajeras. (“Es
el asesino madrugador el que se queda con la primera víctima, preciosa.”)
—¡Pero yo nunca podré casarme con un
adiestrador de palomas mensajeras! —dijo ella, con sorna—. Mi familia no
lo permitiría. Y no quiero pasarme la vida limpiándote el
negocio. Tenés que buscarte otro trabajo. En un diario, por ejemplo.
—Eso no es problema —contestó Harry. Algo
andaba mal. Algo andaba demasiado bien. ¿Dónde estaba la
trampa? ¿Tenía ella dientes de metal? ¿Así
se comportaban hoy día las jovencitas?— ¿Qué hacés
esta tarde, Marión?
—Nada en particular: peinarme, jugar partidos de
dominó... Sentarme en el balcón a mirar los choques en la
esquina de casa.
—¿Vendrías conmigo a...? —Maldición.
Había olvidado dónde. ¿Tenía ella dientes de
metal?
—¿A...?
(—“¡Al parque de diversiones abandonado! ¡A
los laberintos del tren fantasma! ¡A acostarnos allá arriba,
en las vías de la montaña rusa, donde las águilas
hacen sus nidos!”)
—Al cine, claro —dijo él al fin.
—¿Qué película? —le preguntó
Marión.
—“Los cereales asesinos se divierten”.
—Bueno, no la vi.
—Entonces, a las cuatro en Suipacha y Tucumán,
encanto. (“Mejor que traigas tu M16 si querés salir con vida de
Lavalle, nena.”)
Ella llegó a las cuatro y media. Iba vestida
con un vestido negro y amarillo de vieja, y no necesitaba de las estridencias
de los cosméticos para anunciar su profética belleza.
—¿Tenés ojos amarillos?
—Ah, ¿te gustan? ¡Me los puse especialmente
para vos!
—¿Tenés dientes de metal?
—¡Ay, Harry, sólo alguna emplomadura,
pero muy discreta! Mejor hablemos de otra cosa. ¿A qué hora
es la película?
“A mí no me engaña”, pensó
Harry. Pero lo olvidó todo una cuadra después.
—¿Vamos para el lado del puerto? —propuso
al salir del cine.
—¿El puerto?
—Sí, ese lugar ahí, al lado del río,
lleno de barracones y de barcos. (“Ven conmigo-ven conmigo-ven conmigo”,
susurraba Harry-el-hipnotizador)
—¡Ya sé, tonto! Lo que digo es que
no sé si es lo más adecuado. ¿Por qué no una
confitería? Va a anochecer —y puso cara de “sólo soy una
niñita desamparada”, pero el muchacho era testarudo.
—Bueno, ¡vayamos a alguna confitería
del puerto!
—Sos incurable. Pero hoy estoy bien predispuesta.
Vamos. Espero que sepas comportarte, Harry.
Pero lo que el pobre Harry ignoraba era que ya no
quedan confiterías del lado del puerto. Después de dar muchas
vueltas, cuando ya estaba cayendo la noche, dieron con una choripanería
frecuentada por algunos lobos de mar y un par de policías.
—Esto no es serio, Harry. ¿De qué
libro lituano fuiste a aprender romanticismo? Me parece que lo mejor va
a ser que lo dejemos todo acá y nos digamos adiós.
—No, no, Marión. Todo lugar puede ser romántico.
Incluso un embotellamiento, un pasillo de hospital o un baño público.
Todo depende de cada uno. (“Ahora ella se irá y yo tendré
que jugar mi corazón a las cartas con estos demonios de marinos,
y me perderé solo por alguna dimensión desconocida del remordimiento...”)
—De cada uno de los dementes que me toquen en suerte,
sí, ya veo...
—Sentémonos —dijo Harry, antes de que ella
tuviera tiempo de arrepentirse.
El aire de la noche estaba hecho de rojas y leves
plumas que la luna iba dejando caer. Cosquilleaba a través de las
narices esa extraña alegría sin motivo que a veces da el
simple hecho de estar con vida.
Los marinos jugaban a las cartas a los
gritos, apostando sus sueldos y sus últimos remordimientos. Los
policías, que ya habían perdido todos los suyos en alguna
maniobra anterior, miraban la inmensa noche con la indiferencia desconfiada
de una vieja dama rica.
Harry pidió un par de gaseosas.
De pronto unos veinte marineros chilenos llegaron
al lugar. Ya habían estado bebiendo en el barco, el Concepción
III, un viejo carguero destartalado sin demasiadas expectativas en esta
Tierra. Harry, que —para los que no lo han notado— alberga a unos tres
o cuatro Harrys en su interior (Harry-el-salvaje-de-los-depósitos-del-puerto,
Harry-el-pobre-diablo —el que todos conocen—, Harry-el-paranoico-irrecuperable,
sin olvidar al bueno-de-Harry, por el que su madre tanto ha hecho)... Bueno,
Harry, los cuatro Harrys pensaron a la vez, al ver entrar en escena a aquellos
veinte marineros de Valparaíso:
—“¡Ahora la ataremos como un fiambre con mil
nudos marineros, y entre todos le quitaremos las ganas de venir a hacerse
la mujer liberada!”
—“Ahora ella hará una señal y los
marineros se quitarán los rostros y volverán a ser demonios.
Y ella sacará su afilada lengua de doscientos metros de cable de
acero...”
—“¡Huyamos!” —pensó el-bueno-de-Harry.
—¡Ahora empieza la fiesta! —dijo el-Harry-que-el-mundo-conoce.
Llegaron las chicas, pintarrajeadas como indios sioux en pie de guerra.
Los policías se habían ido quién sabe dónde.
Pusieron música y empezó el baile.
—¡Vamos! —dijo Marión, en un susurro
de aire ardiente—. ¡Esto es mejor que cualquier discoteca!
Antes de ponerse de pie, Harry se puso su rostro
de “buscado-por-asesinato”, encendió un cigarrillo y se encomendó
a Dios. Marión había estudiado danza desde pequeña.
Había sido adiestrada en danzas odaliscas en los tugurios para beduinos
de Mauritania. Se movía como una anguila sensual, como una serpiente
enjoyada, brillando como un aerolito incandescente bajo los sauces de aquella
choripanería bailable de la zona portuaria. Harry se movía
como podía, con sus movimientos endurecidos por los años
de inútil aprendizaje de taekwondo. Y el-bueno-de-Harry pensó:
—“¡Ahora nos matan!”
Sara, la de la pierna ortopédica, bailaba
apretada a un marinero húngaro que le susurraba barbaridades en
un inglés imposible. Cinco chilotes rodeaban a Esther. Querían
ir con ella los cinco juntos, en un número de acrobacia que venían
practicando desde su partida de Puerto Montt en el ballenero de la Concepción,
hacía un año, en las largas noches de altamar. La entrerriana
Esther pedía sumas exorbitantes, agregando los ceros con la candidez
de un remarcador de supermercado.
—“¡Ey, muchachos! ¡No se gasten! ¡Vayamos
los seis, los veinte, los cincuenta, todos los marinos del puerto con Marión,
que yo invito!” —gritó Harry-el-salvaje.
—¡Qué bueno está esto! —gritó
Marión (que, claro está, lo ignoraba todo acerca de los otros
tres Harrys), mientras iban en trencito zigzagueando por todo el local.
La cumbia atronaba hasta los pantanos de la Reserva Ecológica, mil
metros más abajo, donde en extrañas macumbas unos dementes
de blanco estaban degollando un par de gallos.
—¡Sí! —le hizo coro Harry, que la tenía
por la cintura. “Su cuerpo es de mercurio y de azufre, su boca es como
un lanzallamas, y sus dientes son de acero templado, colmillos de diez
centímetros cada uno, con venenos curare prohibidos por la Convención
de Ginebra.” —Aquella era la voz inconfundible del paranoico-de-Harry.
Judith, la puta del millonario Carvel, se zamarreaba
entre cuatro oficinistas portuarios con las corbatas duras como bastones.
Pasó una dulce coreana, una Reina de Java con los ojos rasgados,
abrazada a un rufián de cuello de toro. Unas horas después
moriría aplastada en una Fiesta de San Fermín en la habitación
de un hotelucho de la calle Azopardo. El alcohol de la peor calaña
se servía en jarras, en bidones, en toneles. Había gente
tirada arriba de las ramas de los árboles y redes llenas de peces
plateados decoraban los jacarandáes. ¡Por Dios, señores,
qué ambiente! ¡Una pelea cada diez minutos, rondas de apuestas
y hasta cambios de pareja!
En un cierto momento, Harry tuvo en sus brazos a
la auténtica Ruth Barzala, la decana de las putas bonaerenses. Estaba
más pintada que un Renoir. Y era Marión la flor de lis sacra
y misteriosa que iluminaba la noche de fiesta con su sonrisa de plata —¿o
era acero?—; Harry ya no lograba distinguir nada. Furiosa iba la llama
roja de la noche despertando a vivos y muertos con la cumbia demencial
del infierno bailable.
Y he aquí lo que sucedió a Harry-el-paranoico-irrecuperable:
en un momento en el que su auto-control se había perdido por completo,
Harry-el-paranoico pronunció la palabra prohibida:
—“¡Jesucristo! ¡Qué fiesta, qué
pisco!”
Al oír el Nombre aborrecido, todos los demonios
se quitaron las cabezas marineras, con gorra y todo, y, bajo las órdenes
de Marión, le quitaron a Harry los zapatos, las medias, toda la
ropa, lo llevaron junto al río, tras los pantanos en llamas de Costanera
Sur, y con un cuchillo de quince filos le extirparon el corazón
roto y lo devoraron entre todos —miles y miles de demonios— para así
absorber toda la energía contenida de cientos de fracasos amorosos
y lanzarse con ella a la conquista del mundo.
Y he aquí lo que sucedió a Harry-el-salvaje-de-los-pantanos-de-Wilde: después de tomar ron hasta convertirse en un auténtico pez de las profundidades (de los que van a beber a los galeones hundidos), Harry-el-demente perdió hasta su último gramo de auto-control y, mientras los distraídos marinos jugaban a las cartas, se lanzó sobre Marión como un salvaje de Borneo, al grito de “¡Al abordaje!” le quitó los zapatos, las medias, toda la ropa, y la arrastró hasta el río, mientras ella pataleaba como una cabra desnuda. Y todo para ser detenido en la orilla por agentes de Interpol disfrazados de Umbanda que buscaban a estos últimos por orden de la Sociedad Protectora de Animales. En el juicio se dijo que Harry iba a sacrificarla a su dios-vudú. Marión, furiosa, no dijo nada, y él fue enviado a la silla eléctrica.
Y lo que le pasó al bueno-de-Harry: en su vaso de gaseosa le habían puesto una droga sin retorno que le arrebató todo su celebrado auto-control, y así olvidó llamar a su mamá para avisarle que no iría a comer, puesto que estaba en una orgía marina que se extendería hasta el amanecer. Tuvo que venir su pobre madre a buscarlo en un taxi, lo sacó de una oreja —Marión nunca volvería a dirigirle la palabra— y se lo llevó al cuarto-de-los-años-perdidos, donde lo encerró sin postre ni tevé durante cuatro décadas. Después lo mandó a un asilo de ancianos en el que Harry se dejó morir lentamente de sobredosis de rayos catódicos.
Y, finalmente, lo que sucedió al verdadero Harry: una vez derrotada su infame timidez, Harry besó a Marión por sorpresa, le juró amor eterno y se la llevó hasta la playa desierta. Saludaron a los reconcentrados Umbanda y, entre los afilados peñascos y los restos de gallos sin cabeza y velas rojas, liberados por fin de los restantes e invisibles Harrys —que habían partido cada uno a cumplir con su triste destino—, Harry y Marión se amaron hasta que las olas engulleron al mundo.
Pablo Krantz