Homenaje a Adolfo Bioy Casares
Por Ruddy Orellana



A la memoria del maestro
Adolfo Bioy Casares,
la esencia de La Hora Cero
"Ojalá pudiera vivir cien años, pero por lo que veo que les pasa a los
demás, la gente tiene la costumbre de morirse a mi edad"
Adolfo B. Casares

"Adiós Nonino" es una melodía melancólica pero profundamente vital. Astor Piazzola la compuso en esa etapa de su vida que él mismo llamó "los tres años más difíciles de mi vida".
El bandoneón incesante me traslada de inmediato hasta esa sensualidad que tienen las calles de Buenos Aires, de las que Ernesto Sábato, Osvaldo Soriano, Julio Cortázar y Jorge Luis Borges hablaban con frescura y admiración, en las que también, a contrapelo, nacían y morían los amores infalibles y los desencuentros lacerantes. Astor Piazzola imaginaba La Hora Cero como ese instante, ese momento justo e inviolable después de la medianoche, "una hora de absoluto final y absoluto comienzo". Justo esa hora en la que Soriano, el mismo Piazzola, Cortázar y Borges tocaron el cielo para marcar con infinita vitalidad el fin de su esencia mortal y el principio de su obra inmortal.
Una vez más La Hora Cero. Adolfo Bioy Casares ha muerto, ese mismo, el inventor de "La invención de Morel", el soñador de "El sueño de los héroes", el creador de escenarios mágicos vividos "En viaje, 1967", ese amigo inseparable de Jorge Luis Borges que, desde 1932 hasta el deceso del autor de El aleph, se mantuvo como una unidad vigorosa, entre la amistad perpetua, la conversación obligada con un café de por medio y la genialidad del escritor. El que siempre mantuvo esa estirpe de caballero seductor donde la luz de su talento se Dormía al Sol con la certeza de que al despertar la visión pesimista que tenía de la vida le hiciera ver que las mañanas eran milagrosas. Tal vez pretendía redimir de su cotidianeidad esas palabras tan profundamente oscuras que también a César Vallejo le obligaban a Dormir al Sol. "Hoy me gusta la vida mucho menos, pero siempre me gusta vivir: ya lo decía. Casi toqué la parte de mi todo y me contuve con un tiro en la lengua detrás de mi palabra (.). Me gusta vivir siempre, así fuese de barriga, porque, como iba diciendo y lo repito, ¡tánta vida y jamás! ¡Y tántos años, y siempre, mucho siempre, siempre siempre!".
Acaso La Hora Cero sea una figuración obligada para los que siempre se van, esos que, a lo largo de su existencia, simplemente fueron lo que nunca dijeron de ellos mismos. Bioy Casares tenía el silencio de pocos, la sencillez de algunos y el talento inequívoco de él mismo.
Tras la muerte de Adolfo, todavía queda inmóvil en los sentidos esas ansias de abrir los ojos, alzarlos hasta el cielo y ver cómo la noche se cubre de estrellas. Yo diría agitadas por la inexpugnable presencia de los que se paralizan en el instante más preciso, justo ahí cuando su energía en la palabra es de las más exquisitas e inmortales. Cierto, la Hora Cero es dual, porqué no, también fatal, así como tiene un fin tiene un principio, justo esos que hacen que los que como Casares se doblen en dos partes, mitad ausentes, mitad presentes, nosotros, los que quedamos con esas presencias permanecemos inertes, como cuando por una cuestión de sosiego nos vemos retraídos, retrasados en el tiempo para admirar la belleza de las cosas o, más aún, la incomparable vitalidad de las palabras, la dicha infatigable de leer los amaneceres y sentir la necesidad paradójica de creer que la vida se nos acerca con mirada risueña para ser ella misma quien nos aleje de ese vínculo tan profundamente esencial como es la riqueza en la creación.
Para Bioy Casares la vida siempre fue halagüeña, aunque en medio estaba ese pesimismo que compartía con Borges, sobre todo cuando la imaginación se trasladaba hasta sus conversaciones interminables, donde la palabra se aferraba a la idea devoradora del pesimismo y, claro, sucumbía ante esa visión lúcida que tenían por la literatura haciendo que su esencia como creadores se fuera fortaleciendo en la escritura o, más bien, la escritura se fortaleciera en la esencia de sus genialidades. La obra de Casares es sabrosa, inteligente y vital, en medio yacen elementos que interceden en la visión extremadamente humana que Bioy no sólo siente sino que también transporta hacia el tacto de quienes la leen, hasta ese límite tan fulminante cuando "En viaje, 1967 describe a su esposa e hija con absoluta naturalidad y sencillez sus espacios vacíos, a veces completos y casi siempre circunstanciales de todo ese itinerario que en virtud a su visión cosmopolita le toco vivir en ese tiempo. "Mis queridas: Por fin salió el sol. Como no se fue el frío, sino que se reanimó, estuve en la playa, pero no en el mar. Después, almorcé juiciosamente en el restaurante Georges: arvejas nature, un bife con papas cocidas, gruyère; en una cafetería de la vuelta me compré un helado de frambuesa y concluí mi almuerzo".
Me es difícil disociar a Borges y Casares en su esencia literaria, son tan parecidos y, sin embargo, tan distintos en el momento de discurrir sobre sus propias formas de enfrentar la vida. Bioy decía que lo que más les gustaba a ambos era contarse los argumentos de las novelas y cuentos que estaban por escribir, y de los libros que habían leído. Decía que les gustaba mucho el cine, y que había una época en la que Borges ya estaba ciego y seguía yendo al cine y encontrando placer en eso. Compartían el recuerdo de haber leído con pasión a Kafka, haber estado seducidos por la literatura de José María Eca de Queiros, ese que conservaba una suerte de melancolía: un aristócrata pobre que había estudiado Derecho en la Universidad de Coimbra y que una vez terminada su carrera, desempeñó un cargo mediocre en una mediocre provincia y, por supuesto, decir que Stendhal era para Casares uno de sus escritores preferidos.
En definitiva, desviando un poco la máxima de Borges, éste y Casares se quisieron con la dicha del amor que inspiran las personas que se aman en los fracasos, las enfermedades, las manías; esencialmente no sería mentira decir que no se alejaron nunca el uno del otro, tan próximos a ser Dos Fantasmas Memorables, Un Modelo para la Muerte. Casares tenía la sutileza del humor fino y delicado, cuando hablaba parecía como si la construcción de las oraciones se alinearan a la orden de sus palabras, su firmeza para decir las cosas se apoyaban en la fuerza de sus convicciones, a veces ese pesimismo del que jamás se separó, paulatinamente se convertían en impulsos para seguir empujando la vida, su vida y el deseo de vivir cien años, pese a las pocas luces que le auguraba a este mundo, seguramente imaginando esa Hora Cero que obviamente se convierte en una dualidad implacable en el instante fatal de asumir la vida y la muerte como un fin irracional y definitivo y un inicio reflexivo e inmortal de la obra maestra en la literatura. Siempre creí que la vida y la muerte son amantes tormentosos, así como se repugnan se reconocen a la hora de la verdad, así como se ensombrecen se aclaran sus caminos cuando existe la necesidad de transitar en ellos.
Parece que los elegidos siempre se van más pronto que ninguna otra flor de primavera, se van, siempre se están yendo hacia una vida más ligera, menos pesada donde sus palabras ya no son escuchadas, sino recordadas, como siempre sucede con los que nos quedamos, aquí en este otro lado de la existencia.
Pasearse con los fantasmas de la existencia por otros lares, hacerse un plagiador de la vida declarando no haber vivido lo suficiente como para contarlo y dejar que el silencio recobre libertad en la sepultura, decir que se nació un día que Dios estuvo enfermo, aferrarse a la idea de que no se tiene ganas de vivir corazón, permitir que la oscuridad talle a su antojo otra forma de vida. Separar las manos de la integridad recia de la pluma. Ya ser dos cosas distintas, una tan lejana de la otra. Esas son formas de sucumbir ante la trayectoria dual de la vitalidad. Hora Cero, todavía escucho "Adiós Nonino", es una melodía melancólica pero profundamente vital, tan próxima a ese tiempo del final definitivo, tan lejana a la presencia vigorosa de su voz queda y delicada. Adolfo Bioy Casares ha muerto, ése mismo, el inventor de "La invención de Morel", el soñador de "El sueño de los héroes", el creador de escenarios mágicos vividos "En viaje, 1967", el que se duerme al sol, el que conquista el perfume de mujer sin palabras, el maestro, el último seductor.
(.) "Ayer la temperatura fue: mínima -1º; máxima +1º. Almorzaré a las once; a las doce tomaré el taxi para la gare Saint Lazare; a la una y veinte saldrá el tren, que llegará al Havre a las 4:30; a las ocho el barco parte.
Allá voy, deseando abrazarlas."
("En viaje, 1967")

Ruddy Orellana V. es egresado de la carrera de
Comunicación y Periodismo de la Universidad Católica Boliviana