Caldo de cultivo
por Iván Darío Sierra Vásquez

“Lo triste es así”
PETER ALTENBERG

No fue el canto del gallo el que los despertó ¿Quién puede  fiarse de un gallo viejo que canta a deshoras, sin importar si es de día o si es de noche? A las cuatro de la mañana la familia bebe el líquido contenido en sendas tazas humeantes: café negro los unos, aguapanela caliente los otros.

“Gladiolo”, el perrillo famélico, que jamás los desacompaña, vela mendicante esperando que alguien le arroje un pedazo de arepa antioqueña, manjar preparado con maíz majado en el pilón. Alimento inseparable de los tragos mañaneros.

A esas horas, cuando el alba aun no se insinúa en las paredes incógnitas de la bóveda celeste, el oriente antioqueño suele  cobijarse con una niebla abarrotada de matices blanquecinos, como si las nubes, aprovechando la oscuridad de la noche, hubiesen bajado despaciosas, pero juguetonas,  a retozar con las múltiples jorobas que salpican el paisaje campesino.

El frío entumece los músculos de los madrugadores, la temperatura alcanza, a lo sumo, una decena de grados centígrados por encima de la frontera incierta de la congelación.

Padres e hijos tiemblan de frío como si la energía de un terremoto los estuviera sacudiendo. Las ascuas, asiduas habitantes del fogón,  comparten su calor con los que tiritando se arriman a sus vahos calorosos.

Una vez ingeridos los tragos,  la actividad se hace febril. Juan Angel, el papá, alista las herramientas destinadas a las faenas agrícolas; le sigue, aplicado, un grupúsculo conformado por sus hijos varones: Alveiro el mayor, Jéferson, Jónatan y Esneider; y por sus hijitas: Fátima, Diocelina, Francis y Rosaura.

Anatolia, la mamá, amorosa lava la loza  en la cocina – se dispone a preparar el desayuno - las dos niñas menores, exentas aun de las tareas bajo el disco solar,  atienden, sin embargo, múltiples oficios caseros: barren el piso térreo de la casa de tapia; enjuagan las bacinillas de peltre; doblan las cobijas de retazos o atienden a los infantes que, con sus pañales orinados y sus narices mocosas, berrean clamando la atención.

En el parentesco de los tres bebecillos que habitan en la casa de tierra apretada, se entrelazan dos generaciones en forma inverosímil: uno de esos pelosdefuego, de ombligo aun sanguinolento, es el tío materno de los otros dos apañalados.

Muy poco antes de las cinco de la mañana, Dionisio, el adolescente responsable del ordeño, regresa a la tapia balbuciendo improperios. El balde lechero está vacío. “¡Que diablos!”, exclama. “Anoche el maldito ternero franqueó la cerca”.

Tuvo, el mamoncito, toda una noche para tragarse la tibia leche de  petronia, la vaca patuda. El chocolate espumoso del desayuno tendrá que postergarse hasta el día siguiente. Se hace inaplazable la construcción de un buen encierro para lucifer, el mamífero tumbacercos.

La escuelita veredal abrió sus puertas la semana pasada. Ningún hijo de Juan Angel beberá allí las dulces mieles de las primeras letras. Ninguno. Requiérense manos que empuñen las herramientas para la labranza. El terrazamiento de la tierra negra es afanoso, no da esperas. En esto los bancales se parecen al hambre: apremian hasta el extremo del atosigamiento.

Luego de apurar su  último sorbo de café Juan Angel da unos pocos pasos alejándose de la chambrana del frente de la casona. Sus botas de caucho antipantanos resuenan tac, tac, tac, sobre el  mangón empapado de rocío. Su hipotálamo, diestro en percibir sonidos y olores enquistados en sus genes campesinos, experimenta  una oleada de terror. Y no es que haya escuchado u olido algo que amiede, no.  El hombre extraña, por su ausencia,  el arrullo del frufrú de la mata de cidra y ese, su olor agrio y penetrante. Olor que desde su niñez siempre lo ha desabandonado.

Juan Angel gira su cabeza hacia el lugar donde debería estar el bosquecillo de matas de cidra: Ahora, yace allí un montículo formado por los restos de lo que, en antaño, fue una fértil enredadera: tallos degollados, hojas ajadas,  frutas mordidas con afanes y ese aspecto de desolación que acompaña a los más oscuros presagios.

Juan Angel se resigna: “Son los designios de Dios”, rezonga mientras se da una rápida bendición, retirándose por un instante su sombrero de fieltro. Ese su sombrero anacrónico.

Para llegar a la huerta, donde labora el familión, debe seguirse un caminito sinuoso y escarpado. Juan Angel (o “don resignación” como lo apodan sus pocos amigos) no ha terminado su segundo tabaco, cuando ya el  camino pedregoso se topa con una gigantesca  colcha de verdes. Verdes las matas de lechuga y de repollo; verdes las hojas de las paperas; verdes las matas de alverja y de cebolla; verde la frijolera; verde el pasto de corte importado de Urabá; verde la esperanza de una buena cosecha y de unos buenos precios; verde la huerta toda.

A cada nada su oficio, el de hortelanos, los llena de dicha, pero en las más de las veces los artista, los desencanta, los ahoga en el estercolero de la miseria.

En ese día una nueva plaga les tenía escanciado un buche doble de amargura. Tan amargo, o más, que aquel trago de hiel  ofrecido a Jesús en su madero.

El hombre que se resigna fue el primero en llegar. Es que sus niños avanzan despaciosos, agobiados por la carga que representa los fierros de laborar la tierra; los tanques de esparcir venenos matapestes; los talegos cargasemillas; los botellines chocolateros, en fin todo ese enredijo de utensilios  que en  algo les alivian la jornada. Nada cargan que no les sirva.

En llegadas, a la vega enverdecida, el rostro duro de Juan Angel se estremece. Sus ojos tristones y apagados se abren de par en par. Desmesuradamente, Aterradoramente. La risa burlesca del viento les hace al fin recuperar la calma.  A poco, esos sus ojos lanzáronse esculcosos a hurgar el océano de verdes marchitos.

Los nuevos asaltantes de la verdulería son unos animalejos desconocidos para el  resignado. No son los gusanos trozadores de las raíces, tampoco las orugas que solapadas se esconden en el subsuelo para de noche arrasar, ni las larvas gordas que se nutren de las indefensas hojas y de los frescos tallos.

Los ojos de Juan Angel se  pensaban topándose con un azote familiar; con una plaga que si no vencida, al menos combatida.

Pero no. La nueva calamidad si que es inédita: bulle de negros pajarracos la huertecilla. Vinieron, los emplumados, a perturbar la existencia de las legumbres.

Cuando observan al intruso, los avechuchos enlutados lanzan un ji ji ji burletero y levantan el vuelo perentoriamente, alejándose en bandada  perezosa. La comilona apereza.

El cultivo está destrozado. Se repite la visión del cidral pero, en esta vez, a todo lo largo y ancho de la huerta.

Los poros del resignado se inundan de un sudor lacerante. Tantas ilusiones; tantas manos ampolladas; tantos afanes; tantas veladoras ofrendadas en el  altar de la parroquia; tanto dinero que se adeuda a  las entidades del estado. Dinero: muy mucho, mucho al cuadrado.

Llegan los niños; observan los despojos; lloran sin alharaca. Una oleada de desaliento los invade. Con ésta, son ya cuatro las cosechas seguidas que se malogran. Casi dos años huérfanos de logros.

Juan Angel los consuela tendiendo un manto de esperanza: “mañana sembraremos tomate de aliño. Esa cosecha nos dará para pagar”

Sus hijos lo miraron sin convicción. “ No nos podemos dejar quitar la tierrita”, añade el que se resigna.

Alveiro se aleja trémulo y a poco desaparece entre la niebla de ese amanecer ennegrecido. El eco de un clamor aún retumba entre los faldones de las montañas. Retumba también ahora ese grito sordo,  adentro de  los oídos  cansados de su papá.

Muy pronto la tapia se fue llenando de ausencias. Ya no vive allí Fátima, ni Diocelina, ni Francis, ni Rosaura. Las begonias multicolores se marchitaron. El puebluco, ese si, se ha enriquecido:  hoy se suma a sus  calles cantinescas una que otra nueva meretriz.

¿Y petronia?  ¿y lucifer, el pequeño tumbacercos? Nadie quiso estar presente cuando el carnicero vino por el atado. En llegadas fueron encaramados a un camión y presurosos se los llevaron. Las carencias desaminorábanse y ya dolían en los estómagos vacíos.

En otro día, en medio del ajetreo de las labores sobre la huerta, cuando piernas y manos combaten contra el  terreno terregoso,  Alveiro, sin ningún aviso, arroja lejos su azadón. La rabia y la impotencia se dibujan en sus ojos mustios.

“Basta ya carajo”, dice. “Este trabajo no va más conmigo”.

Su padre lo  mira sorprendido. “¿ Que te sucede hijo?,” Pregunta.

“Esto se acabó padre. De hoy en adelante no le daré un solo golpe más a este suelo malagradecido”.

“No me vayas a decir que ya te están haciendo daño los lampos solares”, dice el padre a guisa de broma, tratando de disimular la oleada de horror que ya invade su cerebro.

“El que quiera su ensalada que venga y recoja mi inútil azadón, yo le regalo las semillas, ¡maldita sea!”, replica el muchacho.

“Baja la voz hijo, que no te escuchen tus hermanos”. Suplica enérgico Juan Angel.

Alveiro, en un tono apagado, murmura como confesándose con su padre: “Antes de que el último fogonazo de la tarde desagonice, me habré marchado”.

“ No vaya a cometer una locura hijo”

“Locura es la que hoy estamos cometiendo papá: continuar bregando con la agricultura”

Juan Angel, desde antes, sabía que en algún momento Alveiro estallaría en rebeldía. El carácter alocado de su hijo lo tenía bien grabado en su testa cincuentona, desde aquel día de pesadilla en que lo topó, agonizante, con una babaza espesa fluyéndole de la boca. Con ese color de moribundo amarilleándole la piel.

(Debo ya referir la actitud del Alveiro escolar, cuando le manifestaron que no podía continuar  su  tercero de primaria en la escuelita vecina. Echó mano de  la diabólica bebida: El muchacho ingirió vino mezclado con los venenos que su padre almacenaba escondidos en la letrina. Los venenos que combatirían  las plagas del repollo y del frisol, al menos en una quincena de aspersiones plagasdefensivas)

Juan Angel meditó por un instante, sin poder evitar que sus ojos se anegaran de líquidos salobres. Sin poder evitar que su rostro se llenara de goterones hundidos: Lágrimas y sudor disputábanse su cara para ganar la presencia que hacia palmaria la desolación.

“Cultivar la tierra es nuestra fortaleza, Alveiro”, dijo al fin. “Nada más sabemos hacer y eso tú lo conoces desde niño”.

“Se te olvida que también sé empuñar un fusil”, dijo el muchacho.

Un terror espeluznante sacudió el vigoroso cuerpo de Juan Angel.

En su medio siglo de existencia, en muy pocas veces había experimentado el pánico que la última frase de su hijo le causó.

Creyó haber olvidado el recorte de prensa que mostraba a su hijo uniformado, casi irreconocible, sonriendo con acusada amargura en medio de una docena, al menos,  de cadáveres yacientes sobre la terrezuela de un país desconocido. Cuerpos abaleados por los certeros proyectiles de su Alveiro, el joven militar, en su paso obligado por los cuarteles.

Sí, su mocoso se convirtió, a poco, en un insigne asesino de sus congéneres, empujado por la obligatoriedad del servicio militar.

“Celarás la casa de un rico o, tal vez, te tocará cuidar las filigranas doradas de alguna lujosa joyería”, dijo el padre.

El muchacho no respondió de inmediato. Sin afán hurgó los bolsillos mugrientos  de sus pantalones, en búsqueda de algo. Al cabo extrajo un pañuelo de ese  color que suele tener el estiércol seco de las vacas y lo llevó, ya sí con afanes, a su rostro.

Fingíale a su padre que combatía el sudor abundoso de su cara,  pero lo que hacia, a hurtadillas, no era más que secar sus lagrimones.

Alveiro, al igual que su padre, lloraba.

“Te equivocas padre, esta misma noche me enrolaré en una cuadrilla de guerrilleros; cuida a mi madre y a mis hermanos”, dijo al fin el muchacho.
 

Iván Darío Sierra Vásquez
abril de 1999