Con-fusión
por Francisco T. Rios


El tren hizo una parada más, tres estaciones y estaría en casa. Aunque el día no había sido bueno y quizá aun menos para mis empleados, me gustaba aquello de aprovechar mi posición para sentirme como el amo de todos aquellos perros. Les explotaba, utilizaba, presionaba, intimidaba, insultaba y pisaba sin piedad, sin oír un solo lamento, una queja, una salida de tono, vivían gracias a mí. El sabor de esa sensación era sublime, alfombras de cabezas sumisas, superioridad. Sí, creo que encontraba cierto aire místico en el sufrimiento de los demás. No me iba nada mal, director general de una mediana empresa inversora, apoyado por el grupo de consejeros y muy especialmente por el consejero delegado me hacían sentir en el sitio que me correspondía, en el trono del rey sol. Marcaban las nueve en el reloj de la estación y casi todo estaba desierto en el andén, algunos viajeros bajaban, otros subían.
Me llamó la atención alguien en una esquina de las escaleras de acceso, allí de pie,  agarrado al pasamanos, con aquella espalda curvada por un infinito peso invisible sobre sus hombros. Parecía hacer enormes esfuerzos para poder subir el último escalón. Según calculé, necesitaría un arnés y un equipo de montañeros para tirar de él y hacer que consiguiera su objetivo. Le observé durante algunos minutos  viendo la impotencia de aquella escoria humana, era extraño, la situación no me hacía sentir mal; quien sabe si disfrutaba de la escena que para mí se estaba interpretando.
- Por razones técnicas el tren permanecerá... – Oí a través de los altavoces internos,  vaya parecía que gozaría un poco mas del espectáculo.
 Por fin  en un golpe de suerte consiguió acompasar los movimientos para que los escasos y deteriorados músculos de su pierna derecha coordinaran la sencilla acción de doblar la rodilla y elevarse hasta el mismo borde de aquel obstáculo casi infranqueable. Imaginé la horrible experiencia de aquel anciano para poder conseguir alcanzar la cumbre sobre un total de quizá quince escalones. Parecía orgulloso de su extraordinaria hazaña, pues sus movimientos de cabeza hacían adivinar que se reía, aunque descubrí que ese bamboleo era debido a una tos tuberculosa al parecer por el gargajo que dejó caer a continuación, era rojizo e inhumanamente descomunal, como si parte una de él hubiera sido arrojada fuera. Me repugnó aquella escena, pero no pude dejar de observarle. Con paso deslizante se dirigió al primer contenedor, supongo que esperaba encontrar algo que echarse a la boca o poder beber lo que afortunadamente para él, alguien hubiera tirado a la mitad. Sacó un bote de coca cola que sacudió comprobando su interior y una vez certificado,  apuró el poco líquido que quedaba dentro.
En el gesto de levantar la cara para beber fue cuando vi su cara, era lo más parecido a una escultura pétrea y tallada hasta el mas mínimo detalle por unos surcos profundos. Lo que no pude ver, debido en parte a la sombría luz del andén, fueron sus ojos. Pero creo que él si pudo ver los míos clavándosele, o quizá los notó, porque en ese momento dejó caer el bote en el suelo y comenzó a desplazarse hacia la ventanilla que ocupaba yo. Deseé en ese momento que el tren comenzara a andar, no quería enfrentarme con su mirada aunque solo fueran unos instantes, ¿estaba sintiendo miedo por aquel espectro social?. Desgraciadamente el tren no arrancó y permaneció durante los minutos más largos de toda mi vida, quien sabe si mi vida en comparación fuera mas corta que esos minutos.
Seguía acercándose más y más, intenté desviar la mirada hacia el interior del tren, pero era incapaz, existía una especie de campo magnético que me obligaba a mirarle. Ahora parecía desplazarse más rápido que antes, tan rápido que ya estaba pegado al otro lado del cristal. En aquel momento levantó la cabeza y lo que antes no pude ver por estar encerrado en unas hondas cuencas, ahora brillaban desde el fondo como dos carbones incandescentes que desafiaban a los míos. En ese instante, una especie de luz salió de ellos cruzó el cristal y entró através de mis ojos hasta llegar a lo que jamás imaginé que podría existir, el alma humana.
Pues sí, entró y robó mi alma. Aunque la palabra exacta no fuera robo pero me sentí ultrajado, estafado y en definitiva violado; un frío acto de venganza, un poder olvidado y ejecutado especialmente para mí, un destino que me había estado esperando siempre en aquel andén, algo que merecía desde hacía mucho tiempo, conocer el otro lado de la línea, la zona oscura donde solo unos pocos sobreviven.
Cerré fuertemente los ojos intentando impedir la entrada de aquella intensa luz y por un momento perdí  el conocimiento. Los abrí lentamente, con la estúpida idea de que aquel hombre ya no estuviera allí, y fue entonces cuando me di cuenta de la enorme traición en la que me estaba viendo envuelto.
Ya no veía el rostro rancio del anciano, sino la cara de un triunfador, que como si de un espejo se tratara lo que tenía delante era una replica exacta de mí. Bajé la mirada para observarme y descubrí lo que ya sabía, dónde me encontraba, a que  pertenecía ahora. Un terrible dolor  recorrió mi nuevo-viejo cuerpo y fue entonces cuando lloré. Y lloré lagrimas secas, pues mis nuevos ojos no eran capaces de llorar.
Por un instante creí que todo iba a ser un sueño en el que mi cuerpo se había convertido en aquel viejo jodidamente asqueroso. Pero el sonido de las puertas al cerrar y el movimiento del tren frente a mí, me sacaron la idea de la cabeza. No podía pensar, millones de sensaciones enfrentadas recorrían mi piel electrizándome. Vi alejarse por la vía el último vinculo con la realidad, porque a partir de ese momento mi vida se volvió una pesadilla.
Conseguí dominar mi nuevo cuerpo para que me llevara hasta uno de los bancos de aquella estación. Me senté e intenté serenarme, debía analizar la situación, ver en que medida podría actuar para salir de ella, recapacitar acerca de todos los pasos acontecidos y buscar una solución coherente al terrible problema al que me enfrentaba. Mi mente fría y analítica que hasta ahora me había abierto tantos caminos, dejaba lugar a una especie de flacidez cerebral, me encontraba en un cuerpo carente de salud, maltratado y terriblemente perjudicado por el abuso de cualquier tipo de sustancia adictiva. Me sentía confuso, como si una bruma hubiese caído sobre mí y quisiera tapar cualquier asomo de raciocinio, notaba algunas transformaciones dentro de aquella arrugada funda usada.
Paró otro tren, había perdido la noción del tiempo sentado en aquel banco y no había conseguido sacar una conclusión digna de tener en cuenta, mi tiempo pasaba rápidamente y debía recuperar mi antigua forma antes de que fuera demasiado tarde (sí es que no lo era ya). En la puerta que se abrió frente a mí, aparecieron dos enormes personajes con uniforme, uno de ellos se acercó, mientras el otro, como si estuviera tratando de cubrir la retaguardia del cacho de carne que se aproximaba, se mantenía detrás y abierto de piernas en una pose muchas veces  practicada frente al espejo. El elemento más próximo ladró alguna sílaba incomprensible, que tuvo que repetir para hacerme llegar la idea de sus evidentes intenciones.
- ¿Es que no me entiendes estúpido viejo?, La estación se va ha cerrar, ¿te marchas o te largamos?.
Una especie de lamentación gorgoteante salió de mi nueva boca, no podía creer lo que me estaba pasando, ¡no podía hablar!. Esto si que cambiaría toda perspectiva de futuro. Mientras divagaba acerca de mi nueva desgracia, el vigilante jurado se abalanzó sobre mí y zarandeándome como si fuese un pelele, me arrojó a la calle, fuera del recinto y caí en el frío y duro suelo. En parte no pude mas que agradecerle el que me transportara todo ese largo camino levitando sobre mis agujereadas botas, En esas condiciones en las que se hallaba mi cuerpo, aquel trayecto me hubiera costado más de media hora.
Nubarrones negros y muy espesos se cernían sobre mi cabeza. Casi inválido, con aquellos ropajes sacados de la bolsa de basura que tirase a primeros de siglo el más bajo mendigo de todos los que habitan la tierra y desprovisto del habla, mis esperanzas empezaban a parecer los de un ratón en un saco de gatos hambrientos.
A duras penas conseguí levantarme, ese cuerpo parecía rugir pidiendo algún desperdicio que echarse a la boca y cada vez tenía mas frío. Ahora lo importante debía ser buscar un refugio para pasar la noche y algo que pudiera digerir ese crepitante estómago. Parte de mis esfuerzos debían ir dirigidos hacia el cuerpo tullido que me acogía,.
A lo lejos distinguí las luces de la ciudad, caminé hacia ellas. El esfuerzo hacía crujir hasta el último de mis huesos y la gélida brisa nocturna me estremecía de temblores, pero algo si debía tener claro, era  proteger y poner a salvo aquel traje prestado, por ahora era lo único con lo que contaba para poder salir de ésto, no podía dejar que muriese mi recipiente. Entré en un bar apunto de cerrar, pediría algo para comer, se apiadarían de un hombre como yo, seguro. El empleado me miró con cierta apatía y me habló.
- No puedes estar aquí, ¿es que no te lo he dicho mil veces?. ¡Fuera!. O me lío a palos contigo.
Aquel camarero no parecía ablandarse por mi aspecto, y además me recordaba. El hombre debía moverse por aquel círculo, si supiera donde se cobijaba, al menos tendría algo. Salí lo más rápido que pude, otra vez en la calle, estaba claro que no iba a conseguir comer nada. Al menos intentaría dormir, seguro que por la mañana todo se vería distinto.
- ¡Eh!. - Una patada en el costado me hizo volver a la realidad. – ¡Ya te estás largando de aquí!.-
Parecía que el día iba a ser de los mejores, el jodido portero me había dejado baldado de un solo puntapié. Me incorporé tan rápido como me permitía mi anciana flexibilidad y con una mirada de desaprobación me despedí de aquel despertador biológico. Al menos ya era de día. Abrí los ojos, algo que me dolió bastante, hacía demasiada claridad y notaba alfileres clavándose en mis pupilas.
La calle parecía desierta, una mujer cambió de acera al verme, supongo que mi aspecto no era muy bueno aquella mañana. Revolví mis agujereados y mugrosos bolsillos intentando encontrar alguna moneda olvidada, nada. Una fuente me sonreía desde un parque cercano, al menos bebería y llenaría el enorme hueco que notaba en mi estomago (¿dije mi?). Algo había cambiado en la percepción del cuerpo, ahora me sentía más y más integrado en él, una sensación de supervivencia me acercaba más a aquella oxidada armadura. Claro que resultó que la fuente estaba condenada. Como podía ser posible que no se pudiera ni echar un trago de algo tan elemental como el agua. Me senté en un banco del parque, la verdad es que para lo que hablaba no se me secaría mucho la boca. Cerca, un perro olisqueaba el suelo en busca de aromas distintos, el dueño paseaba haciendo girar la cadena, se percató de mi presencia e intentó mirar a otro lado. Seguro que a éste le saco algo, pensé. Me dirigí cabizbajo hacia él, pero cuando estaba a escasos pasos, el perro dejó sus labores de investigación y corrió a la vera de su amo, sólo me quedó extender la mano pidiendo misericordia, pero la mirada desafiante del perro con los belfos levantados, me hizo desistir. Por allí apareció un joven con un montón de porras envueltas en un pringoso papel de estraza, si no tenía dinero que dar seguro que algo de comer si cayese. Esta vez planeé la estrategia, me hice el despistado hasta que oí sus pisadas tras de mí, entonces al volverme (no calculé que no estaba en mi cuerpo y que el oído de este no era el más adecuado) se golpeó con el brazo en mi hombro, lo cual le hizo tirar el hatillo que tan bien sujeto llevaba. La jugada no estuvo mal, un “será gilipollas el viejo” y dos porras quedaron tendidas en el polvo del suelo, parecían dos cadáveres sumamente apetecibles. Con ellos pude acallar por un rato a ese otro ser que habitaba en mi estomago (¿volví a decir “mi”?). Y para bajar aquella masa rebozada, rebusqué en algunas de las papeleras y pude encontrar restos en un bote de trina y el culo de un mini de cerveza abandonado junto a una farola (no quise hacer cábalas acerca de su contenido, mejor así).
Calculé que debía estar a más de doce kilómetros de donde supuestamente estaba mi hogar, y temía que debería hacerlos andando. El viaje sería largo y lleno de nuevas sensaciones, casi como una aventura de Disneyland, “el largo viaje” - ¡entré en la piel de una maldita escoria y saboreé los mas espléndidos golpes y manjares del universo! -.
Intenté orientarme y caminé durante horas, el cansancio y la inanición me hacían cada paso más doloroso, pero debía  intentar llegar a casa, seguro que allí podría pensar mejor, podría descansar. Creo que empecé a acostumbrarme a aquel quejumbroso cuerpo, ya dominaba perfectamente todos sus movimientos y todas sus carencias, quizá lo peor era el sentimiento de soledad, el desprecio y asco que causaba a los demás, la marginación en estado puro. Jamás pude imaginar ese sentimiento, ni en el más terrible de mis sueños. Desde niño el triunfo y la buena estrella guiaron mis pasos, sin embargo aquello era muy doloroso, gente que huía de mi presencia, patadas, insultos, miradas de hipócrita compasión cristiana, incluso hubo un tipo que me escupió solamente por pasar por su lado. A pesar de todo ello, pude recaudar un par de monedas, que pudieron confortarme con una refrescante lata de cerveza de una expendedora automática; pues a esas alturas temía entrar en un local, dos veces mordí el asfalto debido a la ira del propietario o del camarero más dispuesto. No existía el tiempo para mí, sólo la ausencia de luz natural y el agotamiento me hicieron parar, debía llegar. A lo lejos, un local abandonado y lleno de cartones me invitó a pasar, me acogió y me protegió en mi aquella segunda noche.
No tuve que soportar patada alguna que me despertase y el cálido sol me desentumeció los huesos doloridos y fríos. A cada segundo, mi conciencia se contaminaba de la lejana esencia del antiguo propietario, y eso me hacía temer que el tiempo iba a ser primordial si deseaba cambiar la situación, así que me decidí a ponerme en camino una vez más.
Si, aquello me sonaba, esa torre de comunicaciones parecía ser la que veía desde la carretera cuando pasaba con mi flamante BMW, ya estaba cerca de casa, quedaba muy poco para poder volver a descansar, un esfuerzo más, un pequeño paso más, debía tirar de él y ahora su dolor cada vez era más mío.
Atardecía, no había ni quedaba un solo átomo de energía que pudiera hacerme caminar, estaba destrozado no había comido en todo el día y se lamentaba cada minúscula célula de mi ser. Caí de rodillas junto a unos cubos de basura, el dolor y el ardor que sentí en la carne me hizo recuperar el conocimiento, pero no pudo hacer que pudiera levantarme de nuevo, me acurruqué junto a una enorme bolsa de residuos reciclables, al menos aquello no olía demasiado mal, y comencé a adormecerme, no era un sueño como en las noches anteriores, era un hasta la vista compañero, pues jamás te volveré a ver; una suave brisa mesó mis apelmazados cabellos, la mano de una madre jamás hubiese sido tan delicada como aquel viento y luchado contra mi destino, cerré los ojos y me desvanecí en una bruma azul y sofocante... .
Mi último pensamiento había sido que mi fin estaba firmado, que toda mi vida no había servido más que para nada, para morir como un perro abandonado y lejos de su hogar, sentimiento de terror y frustración, de desperdicio de mi anterior existencia, del valor de una familia adoleciente, de un mundo triunfal de negocios fríos y decadentes, gentes sin alma que pedían y mostraban sus dientes ante la falta de resultados. ¿Que me había llevado al desprecio de la vida?, ¿dónde había dejado de creer en mi humanidad para dar cabida exclusivamente a mi vanidad?, ¿en qué cruce abandoné la recta línea que me impuse en mis años libertarios?. Comprendí que aquello había sido un ajusticiamiento, una pena de muerte impuesta por los cadáveres abandonados en mi camino triunfal, muertos vivientes que estorbaron mi camino y que algún día creyeron en mi, personas que yacían en el camino y que ahora encontraba de  regreso a casa, a mi hogar. Me arrepentí de mi falta de corazón, de mi soberbia y altivez, del daño causado a todos y cada uno de los que mi vida quebró. Si, de veras que me arrepentí. Entonces dejé de pensar, dejé de ver y sentir... , dejé.

Desperté y supe que no había muerto, de nuevo la esperanza se adueñó de mí, pero mi alegría duró un segundo, el breve segundo en el que mis ojos vieron dónde me encontraba, aquella nave de paredes blancas y pulcras, la hilera de camas, mi brazo traspasado por una aguja que insuflaba suero en mis venas y el pánico de saber que jamás regresaría a casa.
 

Francisco T. Rios