El tren hizo una parada más, tres estaciones y estaría
en casa. Aunque el día no había sido bueno y quizá
aun menos para mis empleados, me gustaba aquello de aprovechar mi posición
para sentirme como el amo de todos aquellos perros. Les explotaba, utilizaba,
presionaba, intimidaba, insultaba y pisaba sin piedad, sin oír un
solo lamento, una queja, una salida de tono, vivían gracias a mí.
El sabor de esa sensación era sublime, alfombras de cabezas sumisas,
superioridad. Sí, creo que encontraba cierto aire místico
en el sufrimiento de los demás. No me iba nada mal, director general
de una mediana empresa inversora, apoyado por el grupo de consejeros y
muy especialmente por el consejero delegado me hacían sentir en
el sitio que me correspondía, en el trono del rey sol. Marcaban
las nueve en el reloj de la estación y casi todo estaba desierto
en el andén, algunos viajeros bajaban, otros subían.
Me llamó la atención alguien en una esquina de las escaleras
de acceso, allí de pie, agarrado al pasamanos, con aquella
espalda curvada por un infinito peso invisible sobre sus hombros. Parecía
hacer enormes esfuerzos para poder subir el último escalón.
Según calculé, necesitaría un arnés y un equipo
de montañeros para tirar de él y hacer que consiguiera su
objetivo. Le observé durante algunos minutos viendo la impotencia
de aquella escoria humana, era extraño, la situación no me
hacía sentir mal; quien sabe si disfrutaba de la escena que para
mí se estaba interpretando.
- Por razones técnicas el tren permanecerá... – Oí
a través de los altavoces internos, vaya parecía que
gozaría un poco mas del espectáculo.
Por fin en un golpe de suerte consiguió acompasar
los movimientos para que los escasos y deteriorados músculos de
su pierna derecha coordinaran la sencilla acción de doblar la rodilla
y elevarse hasta el mismo borde de aquel obstáculo casi infranqueable.
Imaginé la horrible experiencia de aquel anciano para poder conseguir
alcanzar la cumbre sobre un total de quizá quince escalones. Parecía
orgulloso de su extraordinaria hazaña, pues sus movimientos de cabeza
hacían adivinar que se reía, aunque descubrí que ese
bamboleo era debido a una tos tuberculosa al parecer por el gargajo que
dejó caer a continuación, era rojizo e inhumanamente descomunal,
como si parte una de él hubiera sido arrojada fuera. Me repugnó
aquella escena, pero no pude dejar de observarle. Con paso deslizante se
dirigió al primer contenedor, supongo que esperaba encontrar algo
que echarse a la boca o poder beber lo que afortunadamente para él,
alguien hubiera tirado a la mitad. Sacó un bote de coca cola que
sacudió comprobando su interior y una vez certificado, apuró
el poco líquido que quedaba dentro.
En el gesto de levantar la cara para beber fue cuando vi su cara, era
lo más parecido a una escultura pétrea y tallada hasta el
mas mínimo detalle por unos surcos profundos. Lo que no pude ver,
debido en parte a la sombría luz del andén, fueron sus ojos.
Pero creo que él si pudo ver los míos clavándosele,
o quizá los notó, porque en ese momento dejó caer
el bote en el suelo y comenzó a desplazarse hacia la ventanilla
que ocupaba yo. Deseé en ese momento que el tren comenzara a andar,
no quería enfrentarme con su mirada aunque solo fueran unos instantes,
¿estaba sintiendo miedo por aquel espectro social?. Desgraciadamente
el tren no arrancó y permaneció durante los minutos más
largos de toda mi vida, quien sabe si mi vida en comparación fuera
mas corta que esos minutos.
Seguía acercándose más y más, intenté
desviar la mirada hacia el interior del tren, pero era incapaz, existía
una especie de campo magnético que me obligaba a mirarle. Ahora
parecía desplazarse más rápido que antes, tan rápido
que ya estaba pegado al otro lado del cristal. En aquel momento levantó
la cabeza y lo que antes no pude ver por estar encerrado en unas hondas
cuencas, ahora brillaban desde el fondo como dos carbones incandescentes
que desafiaban a los míos. En ese instante, una especie de luz salió
de ellos cruzó el cristal y entró através de mis ojos
hasta llegar a lo que jamás imaginé que podría existir,
el alma humana.
Pues sí, entró y robó mi alma. Aunque la palabra
exacta no fuera robo pero me sentí ultrajado, estafado y en definitiva
violado; un frío acto de venganza, un poder olvidado y ejecutado
especialmente para mí, un destino que me había estado esperando
siempre en aquel andén, algo que merecía desde hacía
mucho tiempo, conocer el otro lado de la línea, la zona oscura donde
solo unos pocos sobreviven.
Cerré fuertemente los ojos intentando impedir la entrada de
aquella intensa luz y por un momento perdí el conocimiento.
Los abrí lentamente, con la estúpida idea de que aquel hombre
ya no estuviera allí, y fue entonces cuando me di cuenta de la enorme
traición en la que me estaba viendo envuelto.
Ya no veía el rostro rancio del anciano, sino la cara de un
triunfador, que como si de un espejo se tratara lo que tenía delante
era una replica exacta de mí. Bajé la mirada para observarme
y descubrí lo que ya sabía, dónde me encontraba, a
que pertenecía ahora. Un terrible dolor recorrió
mi nuevo-viejo cuerpo y fue entonces cuando lloré. Y lloré
lagrimas secas, pues mis nuevos ojos no eran capaces de llorar.
Por un instante creí que todo iba a ser un sueño en el
que mi cuerpo se había convertido en aquel viejo jodidamente asqueroso.
Pero el sonido de las puertas al cerrar y el movimiento del tren frente
a mí, me sacaron la idea de la cabeza. No podía pensar, millones
de sensaciones enfrentadas recorrían mi piel electrizándome.
Vi alejarse por la vía el último vinculo con la realidad,
porque a partir de ese momento mi vida se volvió una pesadilla.
Conseguí dominar mi nuevo cuerpo para que me llevara hasta uno
de los bancos de aquella estación. Me senté e intenté
serenarme, debía analizar la situación, ver en que medida
podría actuar para salir de ella, recapacitar acerca de todos los
pasos acontecidos y buscar una solución coherente al terrible problema
al que me enfrentaba. Mi mente fría y analítica que hasta
ahora me había abierto tantos caminos, dejaba lugar a una especie
de flacidez cerebral, me encontraba en un cuerpo carente de salud, maltratado
y terriblemente perjudicado por el abuso de cualquier tipo de sustancia
adictiva. Me sentía confuso, como si una bruma hubiese caído
sobre mí y quisiera tapar cualquier asomo de raciocinio, notaba
algunas transformaciones dentro de aquella arrugada funda usada.
Paró otro tren, había perdido la noción del tiempo
sentado en aquel banco y no había conseguido sacar una conclusión
digna de tener en cuenta, mi tiempo pasaba rápidamente y debía
recuperar mi antigua forma antes de que fuera demasiado tarde (sí
es que no lo era ya). En la puerta que se abrió frente a mí,
aparecieron dos enormes personajes con uniforme, uno de ellos se acercó,
mientras el otro, como si estuviera tratando de cubrir la retaguardia del
cacho de carne que se aproximaba, se mantenía detrás y abierto
de piernas en una pose muchas veces practicada frente al espejo.
El elemento más próximo ladró alguna sílaba
incomprensible, que tuvo que repetir para hacerme llegar la idea de sus
evidentes intenciones.
- ¿Es que no me entiendes estúpido viejo?, La estación
se va ha cerrar, ¿te marchas o te largamos?.
Una especie de lamentación gorgoteante salió de mi nueva
boca, no podía creer lo que me estaba pasando, ¡no podía
hablar!. Esto si que cambiaría toda perspectiva de futuro. Mientras
divagaba acerca de mi nueva desgracia, el vigilante jurado se abalanzó
sobre mí y zarandeándome como si fuese un pelele, me arrojó
a la calle, fuera del recinto y caí en el frío y duro suelo.
En parte no pude mas que agradecerle el que me transportara todo ese largo
camino levitando sobre mis agujereadas botas, En esas condiciones en las
que se hallaba mi cuerpo, aquel trayecto me hubiera costado más
de media hora.
Nubarrones negros y muy espesos se cernían sobre mi cabeza.
Casi inválido, con aquellos ropajes sacados de la bolsa de basura
que tirase a primeros de siglo el más bajo mendigo de todos los
que habitan la tierra y desprovisto del habla, mis esperanzas empezaban
a parecer los de un ratón en un saco de gatos hambrientos.
A duras penas conseguí levantarme, ese cuerpo parecía
rugir pidiendo algún desperdicio que echarse a la boca y cada vez
tenía mas frío. Ahora lo importante debía ser buscar
un refugio para pasar la noche y algo que pudiera digerir ese crepitante
estómago. Parte de mis esfuerzos debían ir dirigidos hacia
el cuerpo tullido que me acogía,.
A lo lejos distinguí las luces de la ciudad, caminé hacia
ellas. El esfuerzo hacía crujir hasta el último de mis huesos
y la gélida brisa nocturna me estremecía de temblores, pero
algo si debía tener claro, era proteger y poner a salvo aquel
traje prestado, por ahora era lo único con lo que contaba para poder
salir de ésto, no podía dejar que muriese mi recipiente.
Entré en un bar apunto de cerrar, pediría algo para comer,
se apiadarían de un hombre como yo, seguro. El empleado me miró
con cierta apatía y me habló.
- No puedes estar aquí, ¿es que no te lo he dicho mil
veces?. ¡Fuera!. O me lío a palos contigo.
Aquel camarero no parecía ablandarse por mi aspecto, y además
me recordaba. El hombre debía moverse por aquel círculo,
si supiera donde se cobijaba, al menos tendría algo. Salí
lo más rápido que pude, otra vez en la calle, estaba claro
que no iba a conseguir comer nada. Al menos intentaría dormir, seguro
que por la mañana todo se vería distinto.
- ¡Eh!. - Una patada en el costado me hizo volver a la realidad.
– ¡Ya te estás largando de aquí!.-
Parecía que el día iba a ser de los mejores, el jodido
portero me había dejado baldado de un solo puntapié. Me incorporé
tan rápido como me permitía mi anciana flexibilidad y con
una mirada de desaprobación me despedí de aquel despertador
biológico. Al menos ya era de día. Abrí los ojos,
algo que me dolió bastante, hacía demasiada claridad y notaba
alfileres clavándose en mis pupilas.
La calle parecía desierta, una mujer cambió de acera
al verme, supongo que mi aspecto no era muy bueno aquella mañana.
Revolví mis agujereados y mugrosos bolsillos intentando encontrar
alguna moneda olvidada, nada. Una fuente me sonreía desde un parque
cercano, al menos bebería y llenaría el enorme hueco que
notaba en mi estomago (¿dije mi?). Algo había cambiado en
la percepción del cuerpo, ahora me sentía más y más
integrado en él, una sensación de supervivencia me acercaba
más a aquella oxidada armadura. Claro que resultó que la
fuente estaba condenada. Como podía ser posible que no se pudiera
ni echar un trago de algo tan elemental como el agua. Me senté en
un banco del parque, la verdad es que para lo que hablaba no se me secaría
mucho la boca. Cerca, un perro olisqueaba el suelo en busca de aromas distintos,
el dueño paseaba haciendo girar la cadena, se percató de
mi presencia e intentó mirar a otro lado. Seguro que a éste
le saco algo, pensé. Me dirigí cabizbajo hacia él,
pero cuando estaba a escasos pasos, el perro dejó sus labores de
investigación y corrió a la vera de su amo, sólo me
quedó extender la mano pidiendo misericordia, pero la mirada desafiante
del perro con los belfos levantados, me hizo desistir. Por allí
apareció un joven con un montón de porras envueltas en un
pringoso papel de estraza, si no tenía dinero que dar seguro que
algo de comer si cayese. Esta vez planeé la estrategia, me hice
el despistado hasta que oí sus pisadas tras de mí, entonces
al volverme (no calculé que no estaba en mi cuerpo y que el oído
de este no era el más adecuado) se golpeó con el brazo en
mi hombro, lo cual le hizo tirar el hatillo que tan bien sujeto llevaba.
La jugada no estuvo mal, un “será gilipollas el viejo” y dos porras
quedaron tendidas en el polvo del suelo, parecían dos cadáveres
sumamente apetecibles. Con ellos pude acallar por un rato a ese otro ser
que habitaba en mi estomago (¿volví a decir “mi”?). Y para
bajar aquella masa rebozada, rebusqué en algunas de las papeleras
y pude encontrar restos en un bote de trina y el culo de un mini de cerveza
abandonado junto a una farola (no quise hacer cábalas acerca de
su contenido, mejor así).
Calculé que debía estar a más de doce kilómetros
de donde supuestamente estaba mi hogar, y temía que debería
hacerlos andando. El viaje sería largo y lleno de nuevas sensaciones,
casi como una aventura de Disneyland, “el largo viaje” - ¡entré
en la piel de una maldita escoria y saboreé los mas espléndidos
golpes y manjares del universo! -.
Intenté orientarme y caminé durante horas, el cansancio
y la inanición me hacían cada paso más doloroso, pero
debía intentar llegar a casa, seguro que allí podría
pensar mejor, podría descansar. Creo que empecé a acostumbrarme
a aquel quejumbroso cuerpo, ya dominaba perfectamente todos sus movimientos
y todas sus carencias, quizá lo peor era el sentimiento de soledad,
el desprecio y asco que causaba a los demás, la marginación
en estado puro. Jamás pude imaginar ese sentimiento, ni en el más
terrible de mis sueños. Desde niño el triunfo y la buena
estrella guiaron mis pasos, sin embargo aquello era muy doloroso, gente
que huía de mi presencia, patadas, insultos, miradas de hipócrita
compasión cristiana, incluso hubo un tipo que me escupió
solamente por pasar por su lado. A pesar de todo ello, pude recaudar un
par de monedas, que pudieron confortarme con una refrescante lata de cerveza
de una expendedora automática; pues a esas alturas temía
entrar en un local, dos veces mordí el asfalto debido a la ira del
propietario o del camarero más dispuesto. No existía el tiempo
para mí, sólo la ausencia de luz natural y el agotamiento
me hicieron parar, debía llegar. A lo lejos, un local abandonado
y lleno de cartones me invitó a pasar, me acogió y me protegió
en mi aquella segunda noche.
No tuve que soportar patada alguna que me despertase y el cálido
sol me desentumeció los huesos doloridos y fríos. A cada
segundo, mi conciencia se contaminaba de la lejana esencia del antiguo
propietario, y eso me hacía temer que el tiempo iba a ser primordial
si deseaba cambiar la situación, así que me decidí
a ponerme en camino una vez más.
Si, aquello me sonaba, esa torre de comunicaciones parecía ser
la que veía desde la carretera cuando pasaba con mi flamante BMW,
ya estaba cerca de casa, quedaba muy poco para poder volver a descansar,
un esfuerzo más, un pequeño paso más, debía
tirar de él y ahora su dolor cada vez era más mío.
Atardecía, no había ni quedaba un solo átomo de
energía que pudiera hacerme caminar, estaba destrozado no había
comido en todo el día y se lamentaba cada minúscula célula
de mi ser. Caí de rodillas junto a unos cubos de basura, el dolor
y el ardor que sentí en la carne me hizo recuperar el conocimiento,
pero no pudo hacer que pudiera levantarme de nuevo, me acurruqué
junto a una enorme bolsa de residuos reciclables, al menos aquello no olía
demasiado mal, y comencé a adormecerme, no era un sueño como
en las noches anteriores, era un hasta la vista compañero, pues
jamás te volveré a ver; una suave brisa mesó mis apelmazados
cabellos, la mano de una madre jamás hubiese sido tan delicada como
aquel viento y luchado contra mi destino, cerré los ojos y me desvanecí
en una bruma azul y sofocante... .
Mi último pensamiento había sido que mi fin estaba firmado,
que toda mi vida no había servido más que para nada, para
morir como un perro abandonado y lejos de su hogar, sentimiento de terror
y frustración, de desperdicio de mi anterior existencia, del valor
de una familia adoleciente, de un mundo triunfal de negocios fríos
y decadentes, gentes sin alma que pedían y mostraban sus dientes
ante la falta de resultados. ¿Que me había llevado al desprecio
de la vida?, ¿dónde había dejado de creer en mi humanidad
para dar cabida exclusivamente a mi vanidad?, ¿en qué cruce
abandoné la recta línea que me impuse en mis años
libertarios?. Comprendí que aquello había sido un ajusticiamiento,
una pena de muerte impuesta por los cadáveres abandonados en mi
camino triunfal, muertos vivientes que estorbaron mi camino y que algún
día creyeron en mi, personas que yacían en el camino y que
ahora encontraba de regreso a casa, a mi hogar. Me arrepentí
de mi falta de corazón, de mi soberbia y altivez, del daño
causado a todos y cada uno de los que mi vida quebró. Si, de veras
que me arrepentí. Entonces dejé de pensar, dejé de
ver y sentir... , dejé.
Desperté y supe que no había muerto, de nuevo la esperanza
se adueñó de mí, pero mi alegría duró
un segundo, el breve segundo en el que mis ojos vieron dónde me
encontraba, aquella nave de paredes blancas y pulcras, la hilera de camas,
mi brazo traspasado por una aguja que insuflaba suero en mis venas y el
pánico de saber que jamás regresaría a casa.
Francisco T. Rios