En el invierno de mi desconsuelo
por Fernando Parra


  La conocí una noche de invierno, en una calle vacía y desoladora, en la cual el frío y agresivo viento dirigía un verdadero ballet aéreo de papeles, cartones y basura de todo tipo. La encontré bajando de un auto negro y costoso que arrancó a gran velocidad, inmediatamente después que ella apoyase su segundo pie en la calle. Unos segundos más tarde, cuando el auto ya no se divisaba y el casi mudo devenir de la brisa era lo único que ahuyentaba el silencio, se sentó en la escalinata de una antigua casona de piedra, abandonada y destruida. Me detuve no muy lejos, pero lo suficiente como para que no notase mi presencia, y me quedé mirándola detenida y minuciosamente, haciendo estúpidas suposiciones acerca de cómo sería su vida. No me imaginé otra alternativa con respecto a qué podría estar haciendo allí, sola, sentada masticando con tosquedad una goma de mascar, en una calle de esas que es mejor evitar; sí, definitivamente estaba ahí para eso, y por eso: esperando el próximo cliente a quien brindarle un barato favor sexual. Me aterró la idea de que probablemente no llegase a tener diecisiete años, y sentí un golpe de angustia al pensar lo mal que estaba la humanidad; al instante, recordé una frase que leí en un libro hace muchos años atrás: que el mundo es horrible, es una verdad que no hace falta comprobar.
  Cuando me di cuenta estaban por ser las tres de la madrugada, pero no me preocupé demasiado pues estaba empezando el domingo, y no había obligaciones que tener en cuenta. Me sentí aliviado por eso, pero como de todos modos no puedo mantenerme un segundo sin alguna preocupación -esto es simplemente parte de una gigantesca obsesión con algunas cosas, de la cual no voy a hacer referencia ahora-, comencé a pensar en si debía o no, acercarme a la muchacha. Mi mente se transformó en una autopista en la que transitaban violentamente miles y miles de opciones, pero ninguna me hacía sentir seguro, y caía una vez más en mis eternos miedos al bochorno y la humillación, por lo que permanecía ahí parado, recostado en una pared con mis manos hundiendo los bolsillos del saco, y el frío acechando mi integridad.
  En un momento, me sorprendió al ponerse de pie. Torpemente traté de camuflarme con objetos inexistentes, y decepcionado, me quedé en la misma posición, agazapado deseando que no me descubriese. Por fortuna caminó hacia el otro lado de la calle, y se detuvo en la esquina. Pensé en seguirla, e increíblemente me decidí a hacerlo. Di unos pasos, y ella giró formando un círculo invisible, quedando cara a cara. Mi aparición pareció llamarle la atención; dejó de mascar, se acomodó el pelo, se arrojó un vistazo a sí misma y se cercioró de que estaba presentable. Inició una leve y sensual caminata hacia mi posición, y comencé a desesperarme, ya que no tenía la más mínima idea de qué podría suceder. Ciertamente -pensé-, me estaba ahorrando el trabajo de tener que acercarme a ella, pero también es verdad que ella con seguridad se acercaría con intenciones diferentes a las mías. No sabía qué hacer, parecía estar en un partido de ajedrez con las partes de mi cuerpo simulando ser las tiesas piezas que no encontraba cómo mover. Decidí quedarme así, ridículamente clavado al suelo, esperando a que ella me diga cualquier cosa, lo que fuere.
  Ella seguía acercándose con lentitud, y parecía que nunca llegaría adonde yo me encontraba; era como un frenético sueño que necesitaba que termine cuanto antes, pero su andar lejano a lo celestial y lamentablemente arraigado a la calle, parecía ser eterno.
  Cuando faltaban dos o tal vez tres metros para que se detenga, pude observar su cara: macilenta y lastimada por el frío vendaval, al igual que sus labios que estaban partidos, y eran gruesos y causaban cierto impacto por su imponente color rojo. Era tan hermosa, que una leve sonrisa se me escapó, y produjo otra en su rostro, pero fue una sonrisa falsa y practicada noche a noche. Fueron cinco segundos en los que centenas de pensamientos deambularon por mi mente: qué demonios debería decirle, cómo tendría que hacerlo, o quizá sólo me mantendría en mi postura expectante, esperando escuchar su voz, la que imaginé -creo que acertadamente- como una voz dulce y tranquila. Se detuvo a tan sólo unos centímetros en frente mío, y acepté que no había más tiempo para pensar. Tragué la poca saliva que restaba en mi boca, y le ofrecí una cara inexplicablemente despiadada. Me miró desorientada, y comenzó de nuevo a mascar, pero esta vez lo hacía con pausas e incluso con cierta elegancia. Me guiño un ojo, y me dijo: Hola...., no te había visto.
  Estúpidamente contesté que no solía habituar esos lugares, y que andaba de paso.
 -No, me refería a este momento...., digo que no te había visto venir. -Me aclaró sonriente, y me sentí un verdadero idiota, y me pareció incomprensible mi comportamiento, no encontraba el motivo por el cual estaba actuando con ese nerviosismo-.
 -Igual, aunque hubieses venido otra vez, no te recordaría.... por acá pasan muchos, salvo hoy .... por el frío. -Concluyó explicativa, y se quedó moviendo la cabeza al ritmo de una melodía que su pie comenzó a interpretar, con la vista perdida y su rubio pelo fustigado por el viento.
  Se habían intercambiado los roles. Ahora era ella quien esperaba que yo hablase, y yo seguía sin saber qué decir, cautivado por la verdadera personalidad que descubrí en ella, y que asesinaba la errónea impresión que había tenido anteriormente; ahora no parecía ser lo audaz e impertinente que la concebí, al contrario, parecía ser tímida, retraída, casi mustia, y una remota imagen de una niña sonriente y feliz que no logré identificar, me acometió.
  Pasaron unos segundos, tal vez demasiados, y mis confundidas sensaciones no me permitieron decir algo indicado. Notablemente, ella se cansó, giró y comenzó la misma caminata de antes, en la dirección inversa. De repente, un impulso casi desconocido surgió en mi. Levanté un brazo, respire hondo y salí al trote, dispuesto a enfrentarla. No sé si se dio cuenta de mi acercamiento, de todas maneras, la tomé con fuerza de un brazo para que lo haga. Me miró sorprendida y hasta atemorizada, sus ojos azules parecieron lagrimear, y luego enfocaron mi brazo tomándole el suyo, hecho que provocó que apresuradamente lo soltase. Otra vez me encontré sin palabras, pero ella sin intención me sacó del apuro, diciéndome:
 -Mirá, si tu problema es la pecunia, podemos arreglar.....
  Me quedé perplejo, atontado, y reaccioné a tiempo diciéndole que no estaba ahí por eso, que sólo la quería conocer, y que no pretendía que se acostase conmigo, ni mucho menos. Me miró extrañada, como preguntándose de qué planeta había aterrizado. Hice un gesto lastimoso y ella pareció entenderme, o al menos entendió algo por lo cual detuvo su pose sensual, sus movimientos salvajes, y su mirada penetrante.

  Me costó hacerla comprender qué era lo que estaba buscando, aunque a decir verdad, ni siquiera yo lo sabía, pues sólo había salido a caminar, y ahora me encontraba envuelto en una situación inesperada y propia de una pesadilla, sentado en la escalinata de una casa que alguna vez habría sido majestuosa, mascando un chicle, sufriendo el insoportable frío, y hablando de cosas extremadamente triviales con una niña prostituta, que de a poco se fue pareciendo más a lo que en realidad era: una niña, perdida y sola en el asqueroso mundo que habitaba, buscando unos billetes que la ayudasen a sobrevivir otro día más sin noticias de Dios.
  Me encontré con un alma cristalina y llena de pureza, encerrada en una humanidad que de noche se convertía en un monstruo con cuerpo de mujer. Me contó de su soledad, de su absoluta soledad, que al lado de la mía parecía ser irreal. Me sentía imantado. Observaba su tenue sonrisa de resignación, y empezaba a delirar, fantaseando en levantarla en mis brazos y llevarla conmigo, alejándola de esa miseria en la que vivía, de esa nube de mediocridad y desconsuelo que la envolvía. Después recapacitaba, y pensaba que ni siquiera la conocía, y que probablemente al día siguiente se olvidaría de mi, o que quizá me recordaría como un simple transeúnte que una noche de bufanda, la invitó a compartir el frío y las penas. Tuvimos que cambiar de lugar, porque el céfiro nos estaba lastimando la piel de la cara. Mientras nos dirigíamos al otro lado de la calle, donde había una escalinata parecida a la anterior pero que tenía un techo que nos protegería, un auto apareció en la escena, perturbando nuestra soledad. Ella se detuvo, y miró el auto fijamente intentando identificar al conductor. Lo hizo y giró la vista hacía mí, diciéndome: “a éste lo ubico, pone buena guita”. Aunque de eso hasta yo pude darme cuenta, ya que el auto parecía ser propio de un magnate, escapando de su millonaria guarida, en busca de satisfacer sus necesidades más bajas. Ella me regaló una mirada triste y casi de despedida, diciéndome que lo lamentaba, pero que había sido una noche pobre, y no podía desperdiciar la posibilidad. Le devolví una mirada de entendimiento, y me mordí los labios, lamentando en mi interior la aparición del maldito, que estaba a punto de provocar nuevamente la aparición del monstruo, conmigo de lamentable testigo, presenciando el grotesco espectáculo de una indefensa niña sacudiendo su cuerpo, en busca de su presa.
  No supe bien en qué momento se convirtió en el monstruo, o si aún seguía siendo la niña, que unos segundos antes me hablaba acerca de lo desagradable de algunos clientes, o de cuán feo es vivir rascando la olla, hasta asegurarse y resignarse a que no hay más comida. Sentí la ingenua esperanza de que el hombre tan sólo le preguntaría una dirección, o le pediría algún dato de alguna colega, y entonces el monstruo no despertaría. Pero me di cuenta de lo iluso que estaba siendo, y me entristecí increíblemente, como pocas veces en mi vida. Miré hacia otra dirección, y me mortificaba esperando el ruido del auto al irse con el monstruo dentro, porque ahí obviamente ya se hubiese producido la metamorfosis. De pronto, una extraña emulación surgió de mis entrañas, se hizo incontrolable y un odio subyugó a todo mi cuerpo, y lo hizo girar y correr hacia el auto. Estaba dispuesto a cualquier cosa, tenía que salvar a la niña de las garras de la perdición y traerla de nuevo conmigo. Las fantasías de llevármela  a casa y enseñarle una nueva vida,  empezaron a aparecer una vez más, sólo que en esa oportunidad eran más reales, más realizables, más cercanas.
           Llegué hasta el auto, y detuve mis emociones hasta casi controlarlas por completo. La rabia que me había impulsado a enfrentarme con el hombre del auto, se había detenido. Con mucha tranquilidad, respiré profunda y prolijamente, y tomé a la niña del brazo, sin hacer caso a su cara de desconcierto. La alejé unos metros del auto y la miré con fijeza, como queriendo hipnotizarla. Una fuerte ráfaga trajo consigo una botellas, que con un fuerte tintineo en el suelo, nos lograron distraer. Simultáneamente nos miramos, y en voz muy baja, le pregunté cuanto dinero le iba a dar el hombre. Me contestó una cifra que ni siquiera recuerdo, y sin pensarlo en lo más mínimo, le suspiré que le dijese que se marche, que yo le daría más dinero. Ella me miró interrogándome sin palabras, y yo asentí para luego repetirle que le diga que se vaya, y así lo hizo. Se acercó al auto, se agachó hasta la altura de la ventanilla, abandonando sus movimientos ensayados y su voz lenta y empalagosa, y le dijo al hombre algo que no llegué a registrar con exactitud. Se cerró el vidrio de inmediato, y el rechinar de las ruedas se escuchó estrepitosamente. El auto desapareció, al igual que el monstruo y mi desesperada exaltación. La niña se me acercó con una sonrisa transparente y sincera, se acomodó la cartera en el hombro, y me tomó de la mano. Yo permanecí en silencio, cegado por su belleza, e invadido por una sensación de victoria casi desconocida.
   Nos alejamos caminando en busca de una escalinata que nos resulte agradable y -que sobre todo- esté protegida del frío, y creí ver a unos fantasmas que se retiraban derrotados. Un momento sublime en la vida de un hombre solitario, y golpeado por el mundo.

  Ella parecía estar normal, ajena a todas mis mezcladas sensaciones. Si bien la temperatura no había variado en absoluto, de alguna manera nos olvidamos un poco del invierno, y cierto calor recorrió nuestras venas. Las conversaciones no eran diferentes a las anteriores, seguían tratando acerca de tópicos poco agradables como la soledad, el odio y la pena con la cual convivíamos. Claro que nuestras realidades sí eran diferentes, aunque hayamos encontrado algunas cosas en común. Yo era un hombre -como dije antes- solitario, olvidado por los que alguna vez supieron estar cerca, y resentido con los que aún le encontraban sentido a la vida. Ella era mucho más joven, y todavía carecía de esa capacidad de discernimiento que los adultos se jactan de tener; no pensaba en su futuro,  vivía el amargo y cruel presente esquivando navajas y borrachos agresivos, la calle era parte de ella, y viceversa. Comparándola conmigo, sólo puedo decir que ella no detestaba a nadie en particular, no se preocupaba porque algún corrupto continúe aumentando su cuenta bancaria a costa de gente como ella, y al contrario de mí, tenía motivos suficientes para hacerlo. Me sentí vacío y grotesco al pensar en esto, y por un momento divagué en la idea de comenzar a vivir despreocupado, con apatía hacia todo lo referente a todos y cada uno de los imbéciles que me solían disgustar, pero con un certero golpe, la realidad me entumeció con astucia y me quedé simplemente cavilando en ella; me olvidé de mi mismo y traté de no interesarme en mis propios problemas; sólo fijé mi mente en su cara, en su vida, lo que me hizo entender que a pesar de mi catastrófica existencia, siempre  iba  a haber alguien peor, lastimado y con el alma desgarrada, sobreviviendo sus días con lo justo, tembloroso y medroso, mirándole con fijeza las caras al dolor y la injusticia.
  En un determinado momento, los primeros y débiles rayos del sol comenzaron a presentarnos la mañana. Sentí una leve preocupación, que luego se justificó al suceder lo que temí: ella se marcharía pronto, olvidándose de mí. Me miró de reojo y al notar mi inquietud, lo hizo con ternura acariciándome el mentón. Extendió sus brazos demostrando cansancio, y vi que sus ojos se humedecieron. El frío matinal nos preparaba a lo que seguro sería otro intolerable día de borrascas y lloviznas. Casi no me percaté cuando se levantó precipitadamente, haciendo algún comentario sobre lo mucho que dormiría. Me paré con dificultad, sintiéndome como pegado al piso. Cuando estuve a punto de decirle algo, no recuerdo qué, el portero del pequeño edificio de tres pisos en donde estábamos sentados salió a barrer la vereda. Nos saludó con una voz cordial, pero no pudo ocultar una mirada discriminatoria y obstinada, que hizo un breve y efectivo análisis de nuestras anatomías. El hombre era un tanto obeso, y por un instante me distrajo de lo que en verdad estaba sucediendo: élla se estaba alejando de mí. Al fin reaccioné, y me acerqué a su lado tocándole suavemente el hombro para que se detuviese. Me lanzó una hermosa mirada, que no sabría decir porqué me pareció ser de lástima, y que a la vez me hizo notificar que esos ojos azules que tanto me habían cautivado en la noche, eran mas bien verdes, y desprendían una especie de brillo amarillo que hasta creo alcanzó a encandilarme. Le pregunté con timidez si realmente se tenía que ir, y me contestó que sí, que tenía demasiado sueño, y que no sé quién la reprendería si no arribaba a un sitio a no sé qué hora.
   Lamento el momento que asentí con la cabeza, dándole a entender que la comprendía. ¿Porqué no la tomé de los brazos y le pedí que se quedase?; en fin, prefiero no abordar en eso nuevamente,  pues me trae malos recuerdos de noches posteriores, en las que no hice otra cosa más que reprocharme, insultarme, y hasta llegué a sentir una indescriptible mezcla de repugnancia y lamento, de la que quedaron secuelas que prefiero mantener ahogadas en el fondo de mis locuras.
  Así de simple, como si esas horas en verdad nunca hubiesen ocurrido y todo hubiese sido parte de un pesaroso sueño, se fue. Me quedé columbrándola, mientras caminaba y se alejaba, hasta que mi visión cayó rendida, o quizá hasta que dobló en alguna esquina, a partir de donde me conforme ensimismándome en una fantasía, en la que le seguía escrutando la espalda, la delgada cintura y el pelo reluciente bailando con el gélido viento del que yo ya me había olvidado.
  Cuando ya ni siquiera quedaban rastros de élla, y los primeros ancianos que madrugaban salían a la calle a empezar un nuevo día que para mí estaba terminando, reflexioné acerca de que había olvidado darle su dinero; o tal vez élla habría sido la olvidadiza, o porqué no -y ésta particularmente fue la opción que decidí mantener como verdadera-, había preferido no pedírmelo. Cierto grado de satisfacción e incluso de vanagloria, fue viajando lentamente por mi ser. Introduje las manos en los bolsillos del saco, pues de pronto comencé a sentir el frío de nuevo, y me alejé caminado con abulia. Saludé al portero que parecía disimular el haber estado observando toda la escena, y me sentí tranquilo y extrañamente lejano al obseso hombre que había sido unas horas antes.

  Me gustaría decir que nunca más regresé a ese lugar, pero estaría siendo un vulgar mentiroso. Volví, y varias veces, varias noches. Nunca jamás pude verla de nuevo. De todas formas, y a pesar de que no tenga mucho sentido, fue algo que no me afectó en demasía; no intenté estudiar porqué, ni tampoco me interesó.
  Tan sólo una vez pude haber estado cerca: era una noche áspera, y yo había tenido que correr por unos delincuentes que intentaron asaltarme. Llegué completamente transpirado, y era víctima de una agitación exagerada por el mal estado de mis pulmones. Al rato, divisé a una cuadra de distancia, una silueta que me llamó la atención. Era delgada y se movía tal cual élla lo hacía. No recuerdo su pelo, pero de todos modos me impuse la idea de que era el suyo. Cuando medité en acercarme, se subió a un auto que tenía un aspecto desagradable, y que se fue escupiendo humo a gran velocidad, robándome así la única posibilidad que tenía de ver si era ella. Surgió la alternativa de interrogar a una mujer que se encontraba parada justo en donde élla había estado, pero no puedo precisar si fue por temor o por desinterés, que di la vuelta y me fui.
  Hoy estoy pasando por una etapa diferente de mi vida, pero espero que por diferente no se entienda mejor; bueno, al menos encuentro con mayor sagacidad esas salidas que antes me resultaban tan lejanas, imposibles. Esa noche, en ese invierno, en esa calle, con esa niña, está remotamente instalada en mi memoria, como lo que fue, una noche más. De igual manera, cada vez que la rememoro, una inusual sensación de nostalgia navega por mi mente, para luego naufragar.
 

Fernando Parra



 En el invierno de mi desconsuelo
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