Llovía con esa furiosa tristeza agitada de
las mañanas de invierno de Bs. As. , a la hora que en que los que
trabajan marchan apurados a sus trabajos, los que simulan trabajar marchan
más apurados porque quieren ser los primeros en hacer nada y los
que ni siquiera, descansan plácidos luego de usufructuar el esfuerzo
ajeno. Algunas amas de casa se acurrucan en sus camas disfrutando
un poquito más de su calor, felices de no tener que estar
miserablemente afuera en ese mismísimo instante, mientras el huequito
recién dejado comienza a enfriarse lentamente por los pliegues de
las sábanas vacías .... Es decir, era uno de esos días
de uno de esos tantos inviernos con lo que fui envejeciendo rápida,
insípidamente y de los que ya casi no recuerdo a no ser por
este episodio: Viajaba en mi auto por Gral. Paz rumbo a Lugano, la lluvia
no dejaba de atacarme con finas ráfagas cruzadas desde mi ventana
abierta apenas para no empañar los vidrios, y también desde
el frente al parabrisas con gotitas de lodo que como proyectiles me disparaban
los otros autos.
El limpiaparabrisas iba y venía arrastrando
restos de impactos de lluvia amarronada. Limpiaba o ensuciaba y yo veía
o dejaba de ver, me mojaba a veces y subía el vidrio que se
empañaba, entonces lo bajaba y desaceleraba o aceleraba mientras
tanto me mojaba y volvía a subir el vidrio que se empañaba.
Todo eso para mantener el delicado equilibrio entre la vida y la
muerte dentro y fuera, a diestra y siniestra de mi viejo fitito.
De repente, borrosas luces rojas por todas partes….
algún que otro chirrear de neumáticos; nerviosismo, bocinazos:
todo el tráfico se convierte en una extensa caravana mortuoria,
enlentecida sabría después por el ejercicio del derecho
a la morbosidad inherente al ser humano.
El cuerpo humeante aún, sin vida de un hombre
yace en el asfalto... muestra impúdico sus entrañas a los
que quieran y a los que no lo queremos ver. Para beneficio del espectáculo
público y castigo de los apurados, la mayoría de los conductores
comienzan a entorpecer tozudamente la circulación; desde sus
ventanillas abiertas apuntan con sus húmedos dedos y sus secos
ojos para no perder la oportunidad de su vida y así obtener
todos los detalles de la muerte. Algunos maldicen porque llegarán
tarde al trabajo, otros simplemente nos conmovemos unos instantes...Recuerdo,
sin ir más lejos, en una época que viajaba en tren y no era
poco frecuente que alguien eligiera suicidarse por esa vía, las
del tren precisamente, escuchar a pasajeros maldecir su suerte al
enterarse que alguien se había arrojado en el carril en el que justamente
viajaban, demorándolos.
Me pregunté si ese hombre habría
imaginado una muerte así... si tendría parientes, quién
lo esperaba... hasta que no recuerdo cuando dejé de hacerme
preguntas. Dejar de hacerme preguntas es algo que aprendí
hace tiempo, cuando aún me preguntaba para que vivía o cosas
estúpidas como esas. Está claro que uno vive porque si, porque
le viene en gana aunque no encuentre ninguna buena razón que lo
justifique, aunque sea necesario apretar los dientes para aguantar el dolor
diario. Me gusta verme a mí mismo como un superviviente, seguramente
ni una célula de la carne que me envuelve es la misma que
entonces: sobreviví a mis torpezas, mis limitaciones, enfermedades,
accidentes, a mi estupidez, a mí mismo. Miro atrás
y veo complacido que me sobreviví… más a lo Alien que a
lo Rambo, pero aquí estoy. No es la razón sino más
bien la sinrazón lo que me hace seguir vivo hasta el punto que no
me interesa ser razonable. De alguna u otra manera siempre preferí
vivir; partidario de la vida como soy (especialmente de la mía)
solía decirme que desde la vida casi siempre se puede elegir
oportunamente la muerte, del camino inverso en cambio... nadie podía
asegurar nada. Hoy ese pensamiento no me resulta tan claro aunque
reconozco que en su momento me sirvió; me hubiera perdido algunas
buenas cosas de haberme tirado al asfalto ahí mismo para acompañar
al muerto en su muerte, porque todo me daba lo mismo (de veras que
lo pensé maldita sea...), pero en fin, como dije ya no me
hago tantas preguntas.
De ese día poco más hay que
decir, ya que el cadáver se acomodó rápidamente a
la monotonía vertiginosa de la vida ciudadana. Lo último
que recuerdo de la gran caravana es que siguió su curso... no sin
antes despedir al finado con sentidos destellos de salvas de balizas,
luces de stop y sonoros bocinazos.
Ah... casi me olvidaba, la lluvia seguía mojándonos. En algún lugar se podía oír cada vez más próximo el resonar una sirena y a lo lejos, muy muy a lo lejos, en un cielo que ya no era el mío algunos rayos de sol comenzaban a filtrarse furtivamente, mientras aguardaba al lado del cuerpo humeante aún, a que me detuviera la policía.