El detalle
por Jorge Tempio


    Llovía con esa furiosa tristeza agitada de las mañanas de invierno de Bs. As. , a la hora que en que los que trabajan marchan apurados a sus trabajos, los que simulan trabajar marchan más apurados porque quieren ser los primeros en hacer nada y los que ni siquiera, descansan plácidos luego de usufructuar el esfuerzo ajeno. Algunas amas de casa  se acurrucan en sus camas disfrutando un poquito más  de su calor, felices de no tener que estar miserablemente afuera en ese mismísimo instante, mientras el huequito  recién dejado comienza a enfriarse lentamente por los pliegues de las sábanas vacías .... Es decir, era uno de esos días de uno de esos tantos inviernos con lo que fui envejeciendo rápida, insípidamente y de los  que ya casi no recuerdo a no ser por este episodio: Viajaba en mi auto por Gral. Paz rumbo a Lugano, la lluvia no dejaba de atacarme con finas ráfagas cruzadas desde mi ventana abierta apenas para no empañar los vidrios, y también desde el frente al parabrisas con gotitas de lodo que como proyectiles me disparaban los otros autos.
    El limpiaparabrisas iba y venía arrastrando restos de impactos de lluvia amarronada. Limpiaba o ensuciaba y yo veía o dejaba de ver, me mojaba a veces  y subía el vidrio que se empañaba, entonces lo bajaba y desaceleraba o aceleraba mientras tanto me mojaba y volvía a subir el vidrio que se empañaba. Todo eso para mantener el  delicado equilibrio entre la vida y la muerte dentro y fuera, a diestra y siniestra de  mi viejo fitito.
    De repente, borrosas luces rojas por todas partes…. algún que otro chirrear de neumáticos; nerviosismo, bocinazos: todo el tráfico se convierte en una extensa caravana mortuoria, enlentecida  sabría después por el ejercicio del derecho a la morbosidad inherente al ser humano.
    El cuerpo humeante aún, sin vida de un hombre yace en el asfalto... muestra impúdico sus entrañas a los que quieran y a los que no lo queremos ver. Para beneficio del espectáculo público y castigo de los apurados, la mayoría de los conductores comienzan a entorpecer  tozudamente la circulación; desde sus ventanillas abiertas apuntan con sus húmedos dedos  y sus secos ojos para no perder la oportunidad de su vida  y así obtener  todos los detalles de la muerte. Algunos maldicen porque llegarán tarde al trabajo, otros simplemente nos conmovemos unos instantes...Recuerdo, sin ir más lejos, en una época que viajaba en tren y no era poco frecuente que alguien eligiera suicidarse por esa vía, las del tren precisamente,  escuchar a pasajeros maldecir su suerte al enterarse que alguien se había arrojado en el carril en el que justamente viajaban, demorándolos.
    Me pregunté si ese hombre  habría imaginado una muerte así... si tendría parientes, quién lo esperaba... hasta que no recuerdo cuando dejé de hacerme  preguntas. Dejar de hacerme preguntas es  algo que aprendí hace tiempo, cuando aún me preguntaba para que vivía o cosas estúpidas como esas. Está claro que uno vive porque si, porque le viene en gana aunque no encuentre ninguna buena razón que lo justifique, aunque sea necesario apretar los dientes para aguantar el dolor diario. Me gusta verme a mí mismo como un superviviente, seguramente ni una célula de la carne que me envuelve es la misma  que entonces: sobreviví a mis torpezas,  mis limitaciones, enfermedades, accidentes,  a mi estupidez, a mí mismo. Miro atrás y veo complacido que me sobreviví… más a lo Alien que a  lo Rambo, pero aquí estoy. No es la razón sino más bien la sinrazón lo que me hace seguir vivo hasta el punto que no me interesa ser razonable. De alguna u otra manera siempre preferí vivir; partidario de la vida como soy (especialmente de la mía) solía decirme que desde la vida casi siempre se puede elegir oportunamente la muerte, del camino inverso en cambio... nadie podía asegurar nada. Hoy ese pensamiento  no me resulta tan claro aunque  reconozco que en su momento me sirvió; me hubiera perdido algunas buenas cosas de haberme tirado  al asfalto ahí mismo para acompañar al muerto en su muerte,  porque todo me daba lo mismo (de veras que lo pensé maldita sea...), pero en fin, como dije ya no me hago tantas preguntas.
    De ese día  poco más hay que decir, ya que el cadáver se acomodó rápidamente a la monotonía vertiginosa de la vida ciudadana. Lo último que recuerdo de la gran caravana es que siguió su curso... no sin antes despedir al finado con sentidos destellos  de salvas de balizas, luces de stop  y sonoros bocinazos.

    Ah... casi me olvidaba, la lluvia seguía mojándonos. En algún lugar se podía oír cada vez más próximo el resonar  una  sirena y a lo lejos, muy  muy a lo lejos, en un cielo que  ya no era el mío algunos rayos de sol  comenzaban a filtrarse furtivamente,  mientras  aguardaba  al lado del cuerpo humeante aún, a que me detuviera la policía.

Jorge Tempio