Los otros dioses
por Carlos Egea Alvarez


Sintiendo la suela del zapato oprimiendo su blanco y delgado cuerpo, el cigarrillo se desmenuza en haces de tabaco y papel bajo el violento pisotón. El tren enhebra su carril ferro aminorando la marcha hasta detenerse. Sergio sube y toma asiento al lado de la ventanilla. La estación de cercanías se aleja. La jornada laboral ha terminado y su mente vacía de números de cuentas de balance y de resultados se llena de dulces pensamientos que se acunan con el traqueteo de la máquina. La echa de menos. Unas horas sin su presencia y ansía echarla de más.
 A través del cristal, el monte que troquela el cielo ofrece su paisaje seguramente mostrado una eternidad, eternidad que el ferrocarril devora en un segundo con su velocidad. La vida es un segundo en una eternidad. La eternidad es un segundo cuando la compara con el tiempo que hace que no intercambia doscientos cincuenta tipos de bacterias, nueve miligramos cúbicos de agua, setecientos miligramos de albúmina, ciento ochenta miligramos de sustancias orgánicas, un miligramo de materia grasa, medio miligramo de saliva. Un segundo de eternidad que no activa treinta músculos faciales, que su vida no se acorta en tres minutos por doblar la frecuencia e intensidad de sus pulsaciones cardiacas. Una eternidad de segundo que sus amígdalas no sienten la caricia de la lengua de Marina. Desea la eternidad en un beso en un segundo. Desea un segundo en un beso eterno. Desea ser eterno en una caricia eterna.
 La última parada. El viaje se muere, la vía se muere y Sergio pierde unos instantes contemplando ese final, cavilando sobre lo equivocados que estaban los profetas. El trayecto hasta su casa se le antoja absurdo, esquivando la prisa de las gentes, los ruidos, los semáforos, los vehículos. Apartando mercaderes hasta llegar a su templo. Cierra la puerta de la vivienda y resopla apoyando su espalda en la madera. Salmos olvidados de un viejo testamento. Que comience el nuevo. Está solo. Busca una bebida en la nevera y se sienta a disfrutarla.
 Marina entra en casa y proclama “estoy muerta” y lo subraya con un sonoro suspiro. Deja caer con desidia el maletín en el sofá. Arría las velas del mástil de su cuerpo y la ropa no acierta a colgarse en la percha. Sergio la contempla sin decir nada, a través del catalejo del fondo de la botella de cerveza que se acaba. Marina está tan cansada que ni siquiera canturrea bajo la artificial lluvia de la ducha. Sergio entra en el baño y espía sin recato la deformada silueta que le proporciona la rugosa mampara. Le seca la espalda y la cubre de albornoz. Comparten en silencio su última cena. Hasta mañana. Ella da a comer su cuerpo y él la devora con los ojos. Ansía beberla. El final de la copa de vino, rojo sangre. Apóstoles de la lujuria. Se refleja en los ojos de Sergio un instante de brillo de traición. Es divertido. Sensual. Excitante. Él no suda sangre, simplemente las gotitas que perlan su frente se mezclan con el carmín, la huella de sus labios de un cálido beso que le dio al llegar. Ella no ora, simplemente recapacita unos instantes antes de dejarse caer en la cama. Uno cincuenta por dos. Sergio es alto y a los dos les encanta la cama grande. Ella se desnuda y se derrumba sobre el edredón con los brazos en cruz, estirados. “Estoy muerta”. Sergio cae en la tentación y recorriendo los designios inescrutables busca el paraíso. La aprisiona con sus manos clavándole las muñecas en la almohada. Atenaza sus pies bajo los propios. Ella siente su cuerpo obligado a una cruel procesión, bajo el yugo sibilino de una lengua centinela y agresora. Quebrantos de sufrimiento y goce, con detenciones que la suspenden en el terrible vacío, con las sensaciones punzantes que hieren de muerte sus ganas de descanso. Todo un calvario. Él, como buen romano, deja sentir su lanza en el costado de ella, mientras la llena de besos en la frente, martirizando su piel con tres días sin afeitar y la corona de espinas. El segundo intento se llena de mordiscos y sus cuerpos se humedecen de saliva, sudor y más. Nadie perdona al que no sabe lo que hace. Al tercer devaneo, las respiraciones se agitan, las pieles se erizan y toda caricia es recibida con mensajes mucho más profundos y la tumba donde yacen sus cuerpos pierde su valor. Ella resucita y los dedos de Marina, como antes hicieran, de nuevo realizan milagros. Se multiplican, hacen ver a los ciegos, escuchar a los sordos, levantarse y andar. Las uñas surcan la espalda y aran treinta latigazos. Enjuagan su deseo en vinagre, hiel y miel. Sumergidos en un infierno en el que no se queman, donde el diablo ya ha perdido todas las partidas y el calor de su pasión le ridiculiza. En estado de gracia. Ella lee su biblia privada, susurrando, traduciendo los jeroglíficos del pecho de él. Versículos que encandilan, según sanadora.  El cielo se abre y el firmamento se hunde, sucumben a los terremotos, a la cadencia de los movimientos telúricos. Se acentúan, se aman, se odian. Buscan su lugar a la diestra. Si no lo encuentran a la siniestra y de nuevo giran y vuelven a comenzar. El universo se divide en dos: el resto y ellos. Lo dan todo por amor, revientan, explosionan y alcanzan el fin del mundo llegando al otro, donde ubican su reino.
 Envueltos en blancos sudarios de algodón, enredados en la tela y en sus cuerpos. Húmedas pieles se despegan. Falta el aire y respiran agitadamente. Los cabellos enmarañados. Y jadean. Se miran, sonríen. Y jadean. Se abrazan, se quieren. Y jadean. Se desean para siempre. Y jadean. Ella le pide que no olvide, que mantenga siempre sus promesas, que sus palabras sean camino, sean fe, verdad. Encíclica de vida. Él le recuerda los diez imperativos bien aprendidos. Bienaventuranzas y parábolas de sexo. Bendiciones de amor. Palabras. Y mucho más que palabras. Amor divino, divinos amantes.
 Son los otros dioses.

Carlos Egea Alvarez