La muerte y su aliado
por Iago Rodríguez Dopico


Mientras los pasos le acompañaban, mientras crujía la vieja madera y la penumbra del segundo piso le iba tomando, percibió una brisa que sólo podía provenir del salón, envuelto en revueltas sombras, allá, al fondo del pasillo.

Sólo él conocía sus miedos; o creía conocerlos. Pero estos siempre llevaban la delantera, y aunque había subido aquellas viejas escaleras de roble infinidad de veces, de día y de noche, no podía decir que se sintiera uno con la casa. Cuando se sumergió en la penumbra del salón, antes de encender la chimenea, comprendió que aquel edificio estaba lejos de ser un aliado, y que más que un motivo de satisfacción lo era de preocupación, de tensión y de noches malditas como aquella.

Pensó que, aunque la casa tuviese gran parte de culpa, la génesis de su pueril terror nocturno se hallaba en aquellas pesadillas que lo perseguían desde tiempo atrás. Ahora podía sentir en su mente, mientras se abstraía en uno de los viejos gobelinos colgados de la pared, la presencia del atroz perseguidor que casi cada noche -y seguro cada semana- intentaba dar con él y poner fin a su existencia. Veía estas imágenes, aunque supiese con certeza que tan sólo eran parte de una imaginación más elaborada de lo normal, aunque supiese en fin que únicamente se correspondían al ámbito de la especulación emocional.

Encendió una cerilla, quemó un papel de periódico y luego el resto de la madera seca de la chimenea. Se dio la vuelta y pudo comprobar que una de las ventanas estaba abierta.

Tras aquella enorme ventana gótica abierta de par en par, de casi cinco metros de altura y apuntada hacia el final, los rascacielos generaban la extraña sensación de que aquella no era una ciudad de hombres, sino de edificios de piedra y metal. Y la oscuridad de la noche flotaba apenas uno alzara un poco la vista, como esperando su momento para bajar y atrapar las almas y todo pensamiento, hasta el más nimio.

Estuvo cerca de la ventana un rato, luego detuvo la mirada en la chimenea viva jaleada por la brisa procedente de la urbe. Era eso, la penumbra y poco más. El mobiliaro esparcido a lo largo y ancho de la estancia no le daba una mínima humanidad; más bien al contrario, constataban el fracaso en dotarla de ella. El mármol pulido que salvaba los pasos era color carmesí, y cerca de la chimenea era sangre. Pensó en ese instante que estaba solo en el edificio; jugó a imaginarse que el edificio era un ente vivo que podría acabar con él como si de una pulga se tratase.

Parecía presa de cierta inquietud, parecía saber algo que no debiera. Tal vez presintiese su destino, o aquella ventana, aquella chimenea y la sangre de piedra se lo hicieran presentir.

Sabiendo lo que ocurriría, negando la realidad, dejó atrás la ventana en dos breves pasos nerviosamente interrumpidos. Las cortinas eran zamarreadas por una brisa más fuerte, pero ese ruido no era el de las cortinas; era distinto. Entre todas las descripciones del sentimiento que lo embargó, una se impone: llegaba la muerte.

Se dio la vuelta, y vio a un muchacho -por lo poco que pudo ver de su rostro- envuelto en una negra túnica que bailaba con las corrientes del exterior. Sus pies no tocaban el edificio. Un amplio capuchón envolvía su rostro, que era; como he referido, el de un imberbe muchacho adolescente. Súbita extrañeza, aprensión y más tarde miedo y terror.

-¿Quién eres? -dijo al cabo.
-Ya lo sabes. -respondió la muerte mientras posaba sus pies, uno tras otro, en la base de la ventana.
-¿Pero qué he hecho? Aún soy joven, me queda mucho por vivir.
-Eso suelen pensar los que están en tu caso.
-¿Los que están en mi caso?
-Así es. Tú me llamaste.
-¿Qué? ¿Cómo es posible?
-Todo es posible -dijo entrando definitivamante en la estancia con un pequeño y ligero salto.
-Yo no te he llamado, te lo aseguro. No puedes...
-¿Recuerdas aquel sueño de la pasada noche? En las cloacas te perseguía un asesino, el asesino. Cuando te alcanzó, gritaste con todo tu ser que deseabas acabar con todo, que deseabas la muerte.
-Fue una pesadilla, sólo eso. ¿No sabes que la mente despierta es la única que puede hablar por un ser humano?
-La mente despierta... No existe la mente despierta. Los humanos vivís en un profundo sueño, y yo soy el único que puede despertaros. Yo soy la iluminación.
-¡No quiero morir!¡No puedo morir!
-Haremos una cosa.-dijo con una voz rota- Esta vez me iré, pero la próxima vez que me llames en sueños, te llevaré conmigo.
-Gracias, muchas gracias -dijo llorando nerviosamente.

El semblante en penumbra de la muerte fue en ese instante fiel reflejo de su propia esencia. Giró el rostro lenta y melancólicamente hacia la ventana, y como una sombra se sumergió en el vacío de cientos de metros sobre el asfalto.

Le palpitaba desbocado el corazón, y sus ojos eran el reflejo de un horror inefable. Su rostro pálido estaba salpicado de un sudor frío que le hacía sentir el espasmo de la muerte con cada ráfaga de aquella turbia brisa desde la ventana.

Miró la chimenea, la llama un poco menos viva, la sangre petrificada a sus pies, los muebles muertos, tan muertos como las paredes, de las que colgaban viejos e inquisitivos retratos de sus antepasados. Su mente racional había sido vencida por una inextricable urdimbre de percepciones tan violentas como las que le sobrevenían en aquellas noches de su niñez, cuando la poca luz que entraba en su dormitorio era la síntesis orgánica de su peor fantasía.

Comenzó a relajarse un poco, diciéndose a sí mismo que aquello había sido otra horrible pesadilla, que algo así no podía pasar, que era de locos. Pasó cierto tiempo calmándose, pensando en lo que haría al día siguiente, pensando en la calle y la gente, los niños gritando y la luz vivificadora del sol.

Pero fue entonces cuando oyó pasos. Y en su mente confusa y retraída a lo más primitivo de la psique comenzó a crecer el más terrible e insoportable terror imaginable. Su corazón parecía al borde del colapso, la palidez era total y podían observarse unas enormes ojeras que le daban un aspecto cadavérico.  Los pasos estaban cada vez más cerca, y dirigió sus sentidos hacia su origen; hacia la puerta tras la cual alguien subía apremiantemente por las escaleras.

Era la muerte, pensó. La muerte. ¿Pero cómo podía ser posible? ¿Cómo, después de aquella promesa? ¿La había llamado inconscientemente? ¿Había su horror propiciado una irreflexiva súplica suicida? Cada vez los pasos más cerca, y el horror más agudo, y la muerte en su paladar. Sentía las vísceras revolverse, la habitación girar una y otra vez sobre sí misma, la brisa; esa maldita brisa helada desde la ventana.

Ya estaba a escasos metros de la puerta. La muerte llegaba, esa sombra que tomaría posesión de su alma y su conciencia. Miró la puerta: el pomo se movía, se estaba moviendo. Lloró como un crío desesperado y sin salida, miró la alta ventana. Gritó, "¡Dios mío, por favor, ayúdame!". No pudo ver quien entraba al tirarse desquiciado al vacío.

La señora Menard, el ama de llaves, llevaba una hora escuchando pasos, oyendo voces. Había subido al piso de arriba, no tanto por el temor de hallar un intruso, sino por despertar a su señor en la que sin duda sería otra de sus noches de sonambulismo y pesadilla: aquella pesadilla recurrente que terminaba en una súplica ahogada de acabar con todo, de recibir finalmente a la muerte.
 

domingo 16 de enero de 2000