Sólo los focos pálidos de los postes de alumbrado de la
colonia dejaban ver círculos de luz verdosa en aquella negrura fría
del amanecer de los obreros, de aquellos que entran al primer turno, de
7 de la mañana a 3 de la tarde; para ellos amanece antes de las
cinco, tienen que tomar la micro y luego estar en la parada del autobús
antes de las 6 para llegar a la fábrica a tiempo. El itacate bajo
el brazo en una bolsa de plástico, dos tortas de huevo con cebolla,
el olor del relleno se salía por entre los agujeros que tenía
la bolsa, era una bolsa vieja de La Comercial Mexicana. Pedro Hernández
un joven de tan solo 18 años de edad se encaminaba hacia la parada
del micro, no podía creer que siendo apenas junio hiciera tanto
frío por las mañanas, pero es que ya se había desacostumbrado,
sus días de estudiante en la prepa popular se habían quedado
atrás, la enfermedad de su papá y la falta de preparación
de su mamá no le permitieron terminar la prepa; su papá se
había puesto muy malo de los riñones, por la “tomada” le
dijeron los médicos y su mamá, de lavar ropa no iba a poder
llevar suficiente dinero a la casa para dar de comer a todos, eran 7 de
familia contándose él mismo y todos más chicos que
él, su hermana Lidia en cuanto supo de la enfermedad de su papá
aprovechó la conmoción para irse con su novio, pero sólo
se fue por un mes, regresó y ahora se sabía que estaba embarazada;
del novio no se sabía nada, solo que se había quedado por
el norte a donde se la había llevado, ella se negaba a dar más
detalles. Pedro se informó por los cuates de su colonia que si veía
al Licenciado Ramón, este le daría trabajo, el tal Licenciado
Ramón era el líder de un Sindicato que pertenecía
a la CRONCH, un buen “negocio” que como herencia le había dejado
su papá, un líder igual que él, de épocas pasadas
y que no sólo le heredó el Sindicato, sino también
nombre y apellido igual, Ramón Juárez Torres, él para
darse importancia había añadido ya un título a su
nombre, Licenciado, pero no lo era en realidad, pero qué importaba,
sonaba bien, él era el líder del Sindicato que se llamaba
igual que su padre y que él, “Sindicato Ramón Juárez
Torres”, él ya era Blanco de segundo apellido.
Luego de conseguir la dirección del Sindicato Pedro se arregló
y lleno de esperanzas se fue a conseguir trabajo. Llegó a las oficinas
que están en la calle 19 Poniente, ahí tuvo que hacer fila
y esperar a que lo recibiera El Licenciado, finalmente y luego de
esperar formado en una larga fila una hora y minutos, pues por fin le llegó
su turno, le hicieron pasar a una habitación que olía a viejo
y ahí en medio de un cuarto, sin más mobiliario que una silla
estaba El Licenciado Ramón; sólo y sólo él
sentado, las otras dos personas que ahí estaban permanecían
de pié, él tendría unos treinta y tantos de edad,
era un tipo de tez morena, pelo negro, cejas arqueadas hacia arriba como
en eterno asombro, dientes blancos y mirada negra, penetrante; tomaba café
de una tasa que sostenía entre sus manos, se levantó y dejó
pasear su mirada por la humanidad del muchacho, el Licenciado no era muy
alto, pero su cuerpo delgado lo hacía parecer más grande
de estatura de lo que era en realidad, su nariz ligeramente aguileña
la levantaba, entornando los párpados que delataban una mirada negra
y paralela, su pelo lacio rebelde y negro se levantaba en su frente de
profundas entradas formando un copete pasado de moda y pesado de vaselina,
su vestimenta todo lo contrario, deportiva casual, y de buena marca en
colores claros. El Licenciado sin decir palabra alguna y ya de pié
se quedó viendo hacia la ventana, de espaldas al chico y sin mirarle
preguntó: - ¿Quieres trabajo? – Pedro respondió de
inmediato: - Sí, Licenciado. – Bueno. –Respondió en voz baja
y sin dejar de mirar a la ventana volvió a preguntar. - ¿Tienes
cartilla?. –Sí Licenciado, digo, bueno precartilla. – Después
de escuchar esto último El Licenciado exclamó seco: - No
hay trabajo. Pedro pensó. La cagué, ya no me van a dar chamba
por que no tengo la cartilla liberada, se desconsoló, pero ahí
se quedó como clavado a las duelas de aquel piso viejo y rechinante,
con las manos sudorosas, sintió como su camisa blanca se ponía
húmeda por su transpiración. El Licenciado se volteó
finalmente para verlo a la cara, no a los ojos, quién sabe como
le hacía pero no lo veía a los ojos, además como él
estaba a contraluz verle los ojos al Licenciado era difícil, le
dijo nuevamente: - No hay trabajo...en Puebla, aquí en la ciudad
no hay, pero si quieres te mando a una fábrica aquí cerca,
en San Miguel Chochitzingo, la fábrica te da transporte. Se cayó
después de decir esto. Pedro no esperó más y le contestó
rápidamente. - Gracias Licenciado, gracias, sí, si acepto
irme a San Miguel Chochitzingo a trabajar. - Bueno, -respondió a
la aceptación del chico y ordenó nuevamente volviéndose
de espaldas a él y viendo a la ventana- José, que pase con
Braulio y que deje sus papeles, que lo apunten para la fábrica El
Cielo. Dio sus ordenes el Licenciado y con un ademán indicó
que podía salir el muchacho, orden ambivalente también para
que dieran entrada al siguiente aspirante, la antrevista había durado
tan solo tres minutos a lo sumo. Pedro pasó con el tal Braulio,
un tipo gordo y apestoso que despachaba detrás de una mesa igual
de grasienta que su dueño ubicada en pleno corredor. A ver dame
tus papeles, -ordenó y extendió hacia el muchacho su mano
morena de dedos cortos y abultados-. Pedro creyó conveniente hacer
notar que su grado de estudios era de hecho preparatoria, sólo le
había faltado presentar los exámenes del último semestre
y hubiera obtenido su certificado, él era, o mejor dicho había
sido un buen estudiante, el gordo se le quedó viendo con una sonrisa
burlona y le dijo en seco: - Mira chavo, te vas a ir de obrerito, sólo
hay de obrerito y si quieres de gerente, te equivocaste de lugar, así
que ¿o lo tomas, o lo dejas?, ah y son 100 pesitos. Y extendió
ambas manos, una para solicitar el dinero, la otra sosteniendo el fólder
de los documentos que le diera el muchacho, le estaba diciendo, lo mismo:
o lo tomas, o lo dejas; o me pagas, o te vas. Pedro no llevaba dinero suficiente,
pero se la rifó y le dijo al gordo. - Orita regreso, es que al “lana”
la trae mi amigo que está en la fila, péreme tantito. Órale,
-respondió el gordo- pero te apuras. Y dejó caer el fólder
de documentos sobre su mesa barnizada de cochambre y corrupción.
Pedro consiguió el dinero de entre los de la fila en tres tantos
y con tres jóvenes diferentes que nunca había visto, así
es la solidaridad entre los jodidos. Nunca olvidó a estos tres jóvenes
y les pagó con su primer sueldo en El Cielo.
La fábrica El Cielo, en la que Pedro trabajó durante los dos meses y cacho siguientes de su vida, era una de las más modernas del estado de Puebla, todo ahí era computarizado, le dijeron y lo comprobó, había pantallas de computadoras brillando por diferentes partes a los costados de las máquinas así como teclados y unos extraños aparatos que los ya enterados llamaban escaners. Pedro se sintió en otro mundo y vaya que aquello iba a ser otro mundo para él a sus diez y ocho años, aquello era fantástico, además de ser su primer trabajo, poco después se daría cuanta que aquello sólo era una pantalla de realidad virtual como los monitores de las computadoras.
Su primer día de trabajo llegó luego de levantarse muy temprano, más que para ir a la prepa, San Miguel está a hora y media de la ciudad, más el viaje desde su casa en micro hasta la parada del camión que lo llevaría y que hacía su parada por allá por la Pepsi, lo llevaría a la fábrica sin cobrarle, pronto se dio cuenta que debía llegar más temprano a la parada del camión porque se llenaba y si no alcanzaba lugar sentado, se tendría que ir parado hasta San Miguel Chochitzingo. San Miguel Chochitzingo la tierra de las manzanas y las sidras, hoy sus fértiles tierras de labor convertidas en naves fabriles, patios de maniobras, almacenes atiborrados de químicos y materias primas, ah y productos terminados; su cielo azul pródigo de lluvias sanas para las buenas cosechas, hoy manchado de humos pestilentes que dejan más dinero que aquellos limpios cielos que dejaban caer sólo agua, el cielo negro pare dinero, las fábricas cagan aguas pestilente para dejar la tierras estériles y prepararlas para que lleguen más y más industrias, ahí donde según la política del dinero, no hay nada, sólo milpas de campesinos indigentes. Ahí se erguía poderosa la textilera El Cielo.
El largo primer día de trabajo de Pedro lo pasó en más trámites con su delegado sindical en la fábrica, un tal Manuel, que le cobró de nuevo, ahora sí iba preparado, le dio $ 50.00 pesos y quedó dentro del primer turno, por sólo una semana, ahí se rolan turnos cada semana, pero bien valía la pena, de golpe y porrazo lo iban a dejar en el tercero, no, no estaba aún preparado para las veladas que le llegarían por $ 50.00 hasta dentro de dos semanas, así que pagó. De ahí a “recursos”, el área de la fábrica que les hacía el contrato, les daba sus tarjetas de cobro del banco y de checado, también los afiliaba al seguro. La licenciada -ahí todos son licenciados- lo hizo esperar primero afuera en el frío, luego sentado en la oficina y luego de hora y media de espera, le recibió con una catarata de preguntas triviales y le volvió a pedir copias de sus documentos, aquellos que le mostrara al gordo de la oficina de reclutamiento de la CRONCH, de la 19 poniente y que lo anotó por $ 100.00 en la lista de los que van Al Cielo. Le quedó a deber a la licenciada 1 foto tamaño infantil y le llenó una nueva solicitud de empleo, otra se había quedado con el gordo de Puebla, para esto ya iba preparado por si le pedían lana, pero no, ahí no le pidieron cuota, se dijo cuando salió de ahí, salí ganando, aquí no di nada. Lo mandaron de ahí a el área de estampado de telas dándole indicaciones a señas, entró por un pasillo guardado por dos policías, desde el amanecer todo había sido bajo el impacto del frío y del asombro de lo nuevo, de lo grande, de los olores picantes de la fábrica, ya dentro buscó a un tal José, que sería su supervisor, abrió la puerta de ese mundo de la industria textil y se topó con un obrero que empujaba como bestia de carga un carro repleto de tela, hacia él se dirigió para que lo orientara. - ¿José Colotitla?, está en la “cocina”, por ahí- y le señaló con una mano la dirección, llegó a la “cocina” y su penetrante olor a químicos y a thinner le llenó los pulmones, olor aún más fuerte que el que sintiera a la entrada a la nave, el supervisor lo puso de inmediato a sacar botes de basura, a hacer labores de bestia de carga, todo ahí se mueve a riñones, jalones y esfuerzos de brazos, piernas y espalda, los tambos de plástico llenos de químicos para el estampado de las telas en las máquinas más modernas del país, de origen japonés, pesan horrores, los colorantes son espesos como el atole, o el chapopote, se mezclan con unas batidoras enormes que están en un lugar llamado cocina de colores, en un ambiente húmedo y pestilente, los químicos son mezclados bajo proporciones que dictan unos coreanos que insultan, gritan y arrean a los mexicanos para que hagan las cosas rápido; el primer día en El Cielo fue como el primero en el infierno para Pedro. - No, yo no voy a durar aquí, esto es inhumano. Pensaba Pedro, cuando se tomaba un descansito sentado sobre un tambito de plástico color azul. El supervisor se le vino encima. - ¡Ponte a trabajar haragán! –No lo trates así, comentó otro de los supervisores de un área contigua, este se llamaba Marcelino. El chavo acaba de entrar, es su primer día, no lo jodas, déjalo que agarre el paso, o mándalo a dejar botes allá afuera para que se refresque y agarre aire, ya hasta pareces coreano. El supervisor de mala gana accedió y mandó a Pedro al exterior a dejar botes vacíos de químicos, iría a la parte de atrás de la fábrica, para esto le dieron un burdo carro hecho de fierro y tablas con unas ruedas viejas y rechinantes pringado de pintura del estampado, era evidentemente un carro hecho ahí en la fábrica, sin diseño y muy pesado, que cargó con tambos vacíos de fierro y plástico así como de bolsas vacías de sosa en escamas, los productos químicos le picaron las manos desnudas, Pedro se vio la ropa, sucia de pintura y de químicos desconocidos porque no entendía nada de las etiquetas de los envases, estaban escritas en un lenguaje desconocido para él, era coreano; antes de salir Marcelino le indicó como llegara hasta el depósito de tambos, Pedro le preguntó: - ¿Y los coreanos, qué hacen aquí? - ¿Cómo qué, que hacen?, ellos son los que mandan y si algo sale mal nos echan a nosotros siempre la culpa, ¿sabes cuanto gana un coreano?, el más jodido 60 mil mensuales, por eso mandan. –¿Ellos son los dueños? - Preguntó ingenuo el muchacho. Marcelino se sonrió y le dijo: - No, como crees, son tan gatos como tu y como yo, pero ellos de angora. Pedro ya no dijo nada y se encaminó hacia la salida de la nave de estampado empujando su pesado carro de ruedas atascadas por el hilo y la mugre, llegó a la puerta de metal que lo llevaría fuera de la fábrica, al pasar por el pasillo de salida, la única salida así como entrada de la fábrica, porque El Cielo no tiene salidas de emergencia, sintió el fresco del aire del campo en la cara, y en sus pulmones, el aire frío penetra con fuerza por ese túnel ya que adentro hace un calor muy fuerte y el aire frío más pesado entra con violencia. Salió luego de pasar “la aduana” de los polis que solo le revisaron por encima su carga, eran botes vacíos. Salió a la calle exterior y poco le duró el gusto del aire limpio, de las calderas no solo le llegó el ruido, también un olor penetrante a azufre del combustóleo quemado y diesel, siguió su camino empujando con esfuerzo el carro cargado de tambos vacíos, pasando las calderas estaba la parte trasera de otra “cocina”, la de engomado, nuevamente los olores picantes a químicos desconocidos le atacaron las fosas nasales, el olor era como a ajos y provenía de unos vapores pestilentes que salían por un tubo adosado a la pared, también de las rejillas de unas coladeras colocadas justo debajo de un anden de descarga, pasó aguantando la respiración, siguió su camino empujando el carro con ambos brazos rígidos delante de él y la cabeza agachada entre ellos, así siguió hacía la parte de atrás de la fábrica, pasando por delante de las oficinas de “recursos”, estaba por llegar a la esquina del edificio cuando un enorme estruendo lo espantó, el aire se agitó con violencia y la tierra le golpeó la cara metiéndole piedras en los ojos, desconcertado se refugió con miedo detrás del carro cargado de tambos y esperó lo peor. El ruido y aquel aire violento venían del helicóptero del dueño de la fábrica que descendía sobre una plancha de cemento redonda en medio de un prado del que él se hallaba muy próximo, las aspas levantaban tal cantidad de tierra que aquello era una tormenta que no solamente hería el rostro del muchacho, también su precaria condición de obrero, el aparato de transporte aéreo era un insulto a la pobreza de los más de 500 obreros del El Cielo, pero llegar así a su fábrica, era el símbolo más evidente del poder del dinero y de ahí que prefería llegar por aire que por tierra desde la ciudad de México el dueño de esta fábrica textil, la más moderna del estado de Puebla, con tecnología de punta y técnicos arreadores coreanos que cobran en dólares, él Pedro Hernández, bachiller trunco y mexicano cobraba semanalmente y en pesos nacionales a razón de $ 60.00 diarios netos, los coreanos $ 2,000.00 diarios netos también, la Constitución Política del país es letra muerta en territorio que no es México, es El Cielo, un lugar donde se habla el idioma del dinero. Pedro recordó sus clases de Legislación laboral mexicana, aquella que le diera su maestra en la prepa popular, torció la boca y se sacudió el pelo lleno de tierra que le arrojara la injusticia de la nula repartición de la riqueza, de la justicia más mínima, como aquella de que: a trabajos iguales, deberá de corresponder, salario igual, sin tener en cuenta sexo, ni nacionalidad; pero no, no va por ahí la cosa, se dijo el muchacho. El dueño de la fábrica bajó del aparato cuando el aire se calmó, era sólo un muchacho, pasó con arrogancia a un lado de Pedro, portafolios en mano, saco Armani, zapatos Vali, lentes italianos, muy cerca físicamente del obrero que había quedado como pambazo cubierto de tierra, pero en verdad socieconómicamente muy lejos ambos. Pedro parpadeó y se frotó los ojos con ambas manos para quitarse la irritación de los ojos, del alma no era tan fácil quitar nada. Siguió su camino por una banqueta que lo llevó a un costado del almacén de químicos, de ahí en adelante ya no había pavimento ni cemento, era pura tierra suelta y lodo que se había hecho por las lluvias, buscó con la mirada donde tendría que dejar su carga, descubrió un depósito de tambos en desorden y hacia allá se dirigió, unos albañiles merodeaban por el lugar escogiendo envases para ponerse a trabajar, la ampliación de la fábrica estaba ahí y se veía muy grande. Pedro bajó su carga y recorrió con la mirada lacrimosa, arenosa aún de tierra aquel paisaje de campo y fábrica, con los volcanes al fondo, herido por la figura humeante y rechoncha de la fábrica, que con sus techos erizados de ventiladores rompían aquella armonía, ah y un helicóptero posado ahí en un prado, tan cerca de tanta mugre como este basurero donde ahora él se hallara, se sentó encima de un tambito negro y nuevamente su mente viajó retrospectivamente por sus épocas de estudiante destacado de preparatoria, sí, él recordaba muy bien las leyes que le valieron un “MB”, en legislación laboral: “ Los mexicanos serán preferidos a los extranjeros en igualdad de circunstancias, para toda clase de concesiones y para todos los empleos...” ¿O le fallaba la memoria?, no para dada, es el artículo 32, -se dijo a sí mismo-, sí es el 32. Ahora lo repetía en voz alta mientras se paraba sacudiéndose los fondillos del pantalón y volvía a empujar el carro para regresar a El Cielo, la fábrica más moderna del estado de Puebla, con tecnología de punta y asesoría coreana, que daba tantas oportunidades y genera tantas chambas.
A la hora de la comida, que hizo en un comedor pestilente a sudor a ropa y zapatos viejos, ricamente combinada con trasuntos de químicos e intenso calor, no perdió oportunidad de tratar de hacer conversación sobre lo del helicóptero y su opinión sobre los coreanos, y lo que decía la Constitución; sus compañeros de trabajo, la mayoría sin estudios de educación secundaria completos, no le entendieron nada, sus comentarios fueron: Ya, ¡chale!, los coreanos ganan así porque son chingones, ¿no? -Tas pendejo, güey, esos pinches chales sólo son bien pedotes, pero le dan caché a la fábrica, con ellos se luce el dueño. Lo del incidente con el aire de las aspas del helicóptero, solo les dio mucha risa, él también se rió con ellos y ahí quedó todo. Pero un “oreja” del sindicato fue de inmediato a decirle a Manuel lo que había dicho el chavo nuevo de estampado, dio su versión corregida y aumentada, Manuel ni tardo ni perezoso lo mandó “traer” como por acá se dice, lo recibió minutos antes de las 3 de la tarde, hora de salida del primer turno. El liderzuelo se hinchó y dijo: - Pedro, tu eres parte de la fábrica y de mí sindicato, así que más te vale que no andes de hocicón por ahí diciendo que tu sabes mucho de leyes y esas mamadas, o te me vas. El muchacho contestó un tanto cuanto sorprendido, pero sin miedo. - No Manuel, yo solo quise, decir que no está bien que los chales ganen más que nosotros, ¿no?, y eso no lo digo yo, lo dice la Constitución. - Aquí no hay mas ley que la mía, o te callas tus conocimientos, o ahora mismo te me vas, pinche revoltoso. Pedro se tragó su coraje y respondió al liderzuelo. - Ya no vuelvo a decir nada, si de eso se trata, por mí está bien y me voy a callar, okey. Necesito trabajar... - Pero es la primera y última vez que esto pasa, para la próxima te me vas, o te mando a “recursos” con el Licenciado Elpidio Pérez Cano. Pedro no sabía quien era el tal Pérez Cano, levemente pensó que no era una buena persona, más si lo usaban para amenazarlo, para su desgracia olvidó su reflexión.
Los siguientes días en El Cielo no fueron diferentes, salvo
porque le robaron sus cosas, todas ellas, sospechó de una represalia
de la gente de Manuel, el cual le había negado un loker, así
que dejaba sus cosas hechas bolita debajo de una máquina, de ahí
se habían “volado” todo, hasta sus tortas. La impotencia le hizo
apretar los dientes y trago saliva junto con su coraje, estaba a merced
de todo y de todos, pero si él ya no había dicho nada de
nadie, ni de los chales... En fin, lo estaban hostigando y le enviaban
señales de, quien es el que manda ahí. Se dedicó a
trabajar como burro, sin pensar, sin replicar, se hizo un autómata
en cosa de dos semanas, ya las cosas le valían madres, hasta había
empezado a tomar cerveza los viernes de pago, más si era saliendo
del tercer turno y le tocaban descansos, se iba poco a poco por el mismo
agujero por el que se había ido su padre. En cocina de color de
estampado se hacían trabajos para esclavos, verdaderos trabajos
forzados, lo pusieron a batir un tambo con una melcocha de colores con
un aparato que era necesario conectarlo metiendo la mano en un tablero
eléctrico de 220 voltios, estando el piso mojado, eso era un suicidio,
pero así se trabaja en El Cielo, el aparato hacía ruido y
se metía al tambo como una batidora gigantesca, el edificio se empezó
a mecer todo, Pedro pensó, chale, que potente es esta madre, pero
no, no era él o su aparato, era un temblor de tierra, los obreros
se fueron hacia la salida, pero la puerta abre hacia adentro, fue difícil
de abrir así, en eso estaban cuando se escuchó una voz que
venía desde lo alto, era uno de los jefes, el Chicote mayor, un
tipo alto y blanco, que grita, no habla, amigo de los dueños, Alberto
Gursón, gritaba a voz en cuello: ¡A donde van, no se salgan!,
¡Hay mucho trabajo, no se salgan! -Nadie lo peló, y
salieron en chinga al aire libre a la precaria seguridad de la calle de
la fábrica; la fábrica El Cielo sólo tiene una puerta
para entrar y salir, ni una sola de emergencia, tampoco tiene alarmas,
ni red de agua para controlar un posible incendio. Era 15 de junio y
el temblor destruyó muchas casas e iglesias en la ciudad de Puebla,
la fábrica Volkswagen paró su segundo y tercer turnos, otras
muchas más dieron permiso a su gente de que se fueran a sus casas
y vieran a sus familias, en El Cielo se les regañó por haberse
salido habiendo tanto trabajo. “Estos obreros son unos verdaderos irresponsables,”:
comentaron luego del temblor el dueño y el gerente de producción.
Pedro pensó: capaz que volvía a temblar y nos descontaban
lo que durara el temblor, el susto, la salida y el tiempo en volver a la
normalidad, porque no trabajábamos completo.
A Pedro lo cambiaron de área, ya no estaba moviendo tambos
llenos de colorantes, ahora lo habían mandado a la lavadora continua,
una larga fila de tinas de agua hirviente a las que había que añadirles
a cada rato cucharones de químicos que le picaban los ojos y la
garganta, pero eso no era nada comparado con las quemadas con agua caliente
y sosa, con los guantes de hule había que jalar la tela que se hacía
bolas, y estaba empapada de agua caliente a más de 90 grados y bien
llena de químicos coreanos y una sustancia que venía en unos
botes azules Hidrosulfito de sodio, la capacitación en seguridad
industrial se reducía en la fábrica más moderna del
estado de Puebla a darle botas de hule si había, y no hubo, sólo
le dijeron guantes de hule, que le cambiaban si había, porque los
dueños no quieren gastar, una mascarilla de juguete y unos lentes
de seguridad a los que se les metía el vapor y era peor el remedio;
si te descuidabas, te robaban todo, lentes, botas si tenías, guantes,
¿y en donde las guardo?, y ni modo de llevármelas a la casa,
los polis no le dejan sacar nada, total pa´ donde te hagas. De ese
lugar, el famoso “tren de lavado” conoció a varios obreros más
y a Miguel, un chavo de Canoa, él le dijo, que si se juntaba con
los del vaporizador, le dejan sacar tela. -Así te alivianas, los
polis están en el ajo, no hay pedo, ¿tu dices si le entras?,
es de que tiene un resto de tela que quieren sacar, ya hasta creo que tienen
pedidos estos cabrones, y necesitan gente para que se la saquen. Pedro
no dijo nada. Pobre pero honrado, ni madres de ratear, me caga eso de robarle
a la gente, por cabrones que sean los dueños de esta fábrica,
no voy a robar, eso se queda como costumbre, perro que come mierda... Además
él sabía lo que era sentir que lo robaran. No le dijo nada
a Miguel, sólo se fue caminando como si no le hubiera dicho nada;
ya para la hora de la salida, las 11 de la noche, estaban en el segundo
turno, se le acercó de nuevo Miguel y dijo: - ¡Órale
güey, éntrale, te están esperando con tu tambache, ya
les hablé de ti, no seas pendejo?, córrele, están
por la CCk *(cocina de color, CCK por sus siglas en inglés ) de
estampado... El muchacho no le hizo caso a Miguel, se fue por su mochila
que la seguía dejando debajo de una de las máquinas y luego
al baño a cambiarse; los baños de El Cielo son deprimentes,
las tazas no tienen divisiones ni puertas, si entras y alguien está
en el “trono”, todos lo ven, Pedro ahí se cambiaba porque seguía
sin loker, salió a formarse al extremo de la larga fila que se hacía
para marcar el reloj checador con la credencial de código de barras
y de ahí a los camiones, había que conseguir lugar, sino
luego de un largo turno de joda, irse parado hasta Puebla era la muerte.
El aire frío de la noche le dio de lleno en la cara, checó
su tarjeta haciéndola pasar por la ranura del reloj, se fue de prisa
hacia el autobús y alcanzó lugar, al poco rato luego de agarrar
camino pavimentado el autobús Pedro se quedó profundamente
dormido, en la ciudad la luz del alumbrado le despertó, vio donde
se encontraba y al igual que los que quedaban bajó en la última
parada, la de la Pepsi, se fue caminando con rumbo al paradero de su micro,
no alcanzó a llegar, un fuerte golpe por la espalda a la altura
de los riñones lo tiró sobre la banqueta, se quiso levantar
y fue sólo el intento, una patada en el estómago le sacó
el aire, un intenso dolor lo dobló y se hizo bolita para aguantar
la lluvia de golpes. ¡Pa´ que te “alinies”, pinche rajón!
Otro, cada que le soltaba un golpe le decía: ¡pa´que
te eduques!, ¡pa´ que te eduques..! Pedro reconoció
a sus compañeros de trabajo, eran los rateros de tela con los que
él no había querido jalar, lo estaban castigando por no haberle
entrado al robo hormiga. Pedro fue a dar a urgencias del IMSS, esa misma
noche, él declaró que había sido asaltado por unos
desconocidos. Pero sus males no acabaron ahí, resultó que
no estaba dado de alta en el seguro social por la empresa, no había
duda, le dijeron en urgencias que fuera a vigencia de derechos al día
siguiente, ahí solo perdió el tiempo, no estaba dado de alta,
le dijeron: -No apareces en la computadora, que te den tu hoja rosa en
la empresa, tienen la obligación de darte esta hoja, y te damos
de alta, pero si no te han dado de alta desde que entraste, que según
dices ya es más de un mes, ¿no?, “ora que” si no estás
dado de alta, no te la van a dar porque no quieren pagar una multa por
la extemporaneidad y... - ¿Y, que hago? –Preguntó el maltrecho
muchacho lleno de golpes y con un ojo a la funerala. – Ir a tu empresa
y que te den la hoja rosa, ya te dije, si es que te la quieren dar. Ya
eran más de las diez de la mañana, en urgencias del IMSS
donde había ido por la noche después de la golpiza lo habían
atendido, más por compasión que por obligación, pero
no lo habían incapacitado, el doctor le dijo: - Necesitas por lo
menos unos dos o tres días de descanso, date de santos que no te
rompieron una costilla. El muchacho ya mejor se esperó a que saliera
el autobús que lo llevaría a la fábrica al segundo
turno, con temor se subió al autobús ante la mirada y los
comentarios de sus compañeros de trabajo, los que sospechaba eran
sus golpeadores como siempre iban hasta la parte de atrás, él
se sentó adelante más por precaución que por miedo.
-Mala suerte se dijo, son dos transportes y me tocó otra vez con
ellos - Pero tenía que ir a la fábrica a arreglar lo del
seguro y lo de la incapacidad, que le llenaran las hojas que le habían
dado, una MT1, (formato) había sido un accidente de trabajo, en
tránsito. Ya en la fábrica, pasó directo a la oficinas
de “recursos”, una secretaria le dijo. – Espérate a que llegue la
licenciada, no tarda. La licenciada, una mujer de voz desagradable le dio
de vueltas al asunto y no le dio nada de hoja rosa, ni le llenó
nada de formularios del IMSS, por toda explicación alegó:
- ¿La hoja rosa?, te la dimos, tu debiste de haberla perdido. Él
la refutaba con plena lógica. – ¿Entonces estaría
dado de alta en el seguro? y no aparezco en la computadora. La de la voz
desagradable le replicó. – Igual, -repetía esta palabra,
“igual” a lo pendejo para todo- Es error del seguro, ve a vigencia de derechos
y exígeles que te den de alta. – ¿Pero cómo, si no
tengo la hoja rosa? La licenciada miope, arremetió nuevamente con
terquedad. –Aquí se te dio, “igual” y tu la debiste haber perdido.
La culpa era de él, o del seguro, de El Cielo no. Pedro desesperado,
preguntó su situación actual. –¿Bueno, me voy a trabajar,
o qué hago?, ni siquiera chequé mi tarjeta porque me “bolsearon”
los que me golpearon, se llevaron mi cartera con mi credencial, ah y el
doctor me dijo que necesitaba descanso, de dos a tres días por los
golpes que tengo. La licenciada de la voz desagradable le dio por fin una
opción. –Sólo que vayas a San Miguel y que te vea el doctor
de la empresa, “igual” y él que te revise, para que vea si te incapacita
o no. El Cielo no obstante su tamaño, no tiene ni enfermería
ni médico de planta, el médico que le da servicio a los 500
obreros está en el pueblo de San Miguel, distante de ahí
35 minutos, más el tiempo que tarde la combi en pasar. A Pedro no
le quedó más que aceptar. –Está bien, ¿y cómo
voy con el médico de la fábrica, que no está en la
fábrica? –esta ironía le valió una mirada fulminante
de la licenciada- Te doy cinco pesos para tu combi, le llevas este pase
–le extendió un papelito cuadrado- “igual” y ahí lo buscas,
todo mundo lo conoce, es el doctor Hernández, está por el
mercado y ya, que te vea, si te da incapacidad, él nos llama y si
no, te regresas y nos avisas para hablar con tu supervisor. Le extendió
la mano con una moneda de $ 5.00 y el “pase” para el médico de la
planta, que no está en la planta. -¿Y mi sueldo, si me incapacita
el doctor..? –No te preocupes, “igual” y tu sueldo saldrá completo,
pero solo si el doctor te incapacita. Pedro salió de la fábrica,
esperó la combi, llegó a San Miguel y no tardó en
dar con el doctor Hernández, quien lo incapacito por dos días
le dio medicinas, se fue para su casa pagando su propio pasaje.
La idea de renunciar a aquello, que no se podía llamar
trabajo en la fábrica de telas de poliester más moderna del
Estado de Puebla, El Cielo, le rebuía en la cabeza, él toda
honestidad, quería renunciar; los que le habían antecedido
y que se iban, sólo se iban y ya, aquello era un infierno, más
aún luego de la “educadita” que le propinaran sus compañeros
de trabajo. Lo del seguro quedó en suspenso, era un círculo
sin salida, su sueldo el viernes le llegó con descuento de los dos
días de incapacidad del médico particular, fue a hablar con
la licenciada de recursos, la de la voz de pito de calabaza. -¿Licenciada,
no me salió mi semana completa, qué pasó? -¿Cómo
te llamas..? Le preguntó la licenciada detrás de sus lentes
de miope, y se le quedó mirando como si fuera la primera vez
que lo viera en su vida. –Soy Pedro Hernández, el que usted mandó
al doctor la semana pasada y entonces me dijo, que si él me incapacitaba,
que no habría problema, “igual” y mi semana saldría completa
–la remedó-, ¿y no salió? –Ah sí, es que el
doctor como no nos habló, pues si no checaste, “igual” y la computadora
te tumbó los días, pero para la semana que entra te los repongo,
¿cómo te llamas? –Pedro Hernández. Respondió
con cierta sorna Pedro. La licenciada con cara de topo alvino anotó
el nombre del muchacho en un papel, acto seguido le miró retadora
detrás de sus gafas. Pedro se salió de ahí con la
certeza de que no le pagarían nada y así fue. La siguiente
semana regresó nuevamente a reclamar que no le habían pagado
sus días de incapacidad, la misma historia con la mujer de la voz
desagradable y las gafas, lo anotó en un papel y eso fue todo, pidió
hablar con el licenciado Elpidio Pérez Cano, la fulana lo fulminó
con la mirada y le dijo. –“Igual” y si hablas conmigo, pero está
ocupado, ¿si quieres esperar? –Sí, lo espero, aunque no quiera,
lo que quiero es mi dinero. Respondió Pedro. La de la voz de pito
se metió a la oficina del tal Pérez Cano visiblemente molesta,
por la ventana y al través del vidrio Pedro vio como la fulana de
los ojos de topo hablaba moviendo las manos y señaló hacia
fuera. Elpidio Pérez Cano, era un tipo pedante, insuflado y que
veía con aire de suficiencia a medio mundo, menos a los dueños,
el mequetrefe director de recursos humanos de El Cielo era un jovenzuelo
de unos veintitantos años, sin experiencia, solo bien lleno de arrogancia.
La de la voz nasal salió de la oficina y le dijo a Pedro. –Que pases.
–En que te podemos servir. Dijo Pérez Cano sin levantarse de su
asiento y sin apartar la vista de la pantalla de la computadora. – Pedro
le explicó todos sus problemas, se sinceró con él,
le habló de la golpiza de los que se sacaban la tela, de la hoja
rosa, de la MT1 que no le quisieron llenar, de las amenazas de Manuel por
sus comentarios sobre los coreanos, en fin, que se fue de la lengua, se
le olvidó que Manuel lo había amenazado con mandarlo con
él. No te preocupes, le dijo el joven ejecutivo que como maña
alzaba la nariz como si permanentemente oliera algo desagradable, se volteó
y se dignó mirarlo, al final de su relato, luego le dijo. No te
preocupes, yo voy a arreglarlo todo.
Al día siguiente a Pedro ya no le permitieron la entrada
a la fábrica, por ordenes de Pérez Cano, los polis le pidieron
la credencial y ni siquiera le dejaron hablar con él o su delegado
sindical, lo corrieron así, sin más ni más, el propio
Pérez Cano se ufanó más adelante delante del dueño
y del Licenciado Ramón Juárez Blanco Secretario General del
Sindicato: dijo haber puesto de patitas en la calle a un elemento pernicioso
para El Cielo, la fábrica de telas de poliester más moderna
del estado de Puebla y de América Latina, que exporta más
del 60 % de su producción a Estados Unidos, y que próximamente
se certificará en ISO-9000.
El Cielo, todo un ejemplo que refleja y reproduce en miniatura el
sistema social del país.
Carlos Alberto Mendoza Ugalde
Noviembre de 1999