Siempre que alguien que conoce mis gustos literarios me recomienda algún
autor, no sólo escucho sus sugerencias atentamente, sino que, además,
suelo anotarlas en el primer papel a mano. Así es como he descubierto
a muchos escritores que con el paso del tiempo he llegado a considerar
de lectura obligada.
En el caso de Roberto Fontanarrosa (1944), sucedió algo
parecido; en esta ocasión, el mismo día en que me hablaron
de él, tuve la suerte de tomar prestado uno de sus libros de cuentos.
Fue en el transcurso de una fiesta de cumpleaños, días antes
de mi viaje a Argentina. Mi cuñado, que casualmente comparte con
él ciudad natal (Rosario), me entregó aquel libro (La mesa
de los galanes) pensando que me gustaría, basándose en mi
estilo a la hora de escribir cuentos. No se equivocó.
Yo, al igual que un gran número de españoles, no había
escuchado jamás su nombre, algo extraño teniendo en cuenta
que, además de su afianzada consagración como escritor, es
junto a Quino el dibujante de cómics más famoso de su país.
Aquella noche, mientras echaba un primer vistazo a aquel volumen, aproveché
la presencia de varios invitados argentinos para preguntar el significado
de determinados vocablos que, escritos en la jerga de la calle, eran totalmente
desconocidos para mí. Después descubrí que tales conocimientos
no eran tan necesarios, pues el mensaje, intención o contenido de
su prosa está por encima de esos coloquialismos que lingüísticamente
parecen separarnos.
Y es que Fontanarrosa, antes que escritor de escenas, es un vividor
de escenas. Así, su principal fuente de inspiración está
en la calle, en el autobús, en los campos de fútbol o en
ese café El Cairo que tan a menudo frecuenta. Teniendo en cuenta
su (brillante) emparejamiento con la vida cotidiana, fielmente retratada
en sus cuentos, novelas o series de cómics tan famosas como Inodoro
Pereyra o Boogie el Aceitoso, todos ellos aderezados con un espléndido
sentido del humor, no es de extrañar su más que notable éxito
al otro lado del Atlántico.
Pero no es El Negro Fontanarrosa (apodo con el que se le conoce)
un simple humorista. Para mí es bastante más. El variopinto
mundo de sus personajes, tan corrosivamente perfilados, se me presenta
tan real, tan… cercano a cada uno de nosotros, que no puedo obviar que
esa crítica tan ácida y certera de ciertas costumbres argentinas
(yo suprimiría las barreras geográficas) que se nos regala
a lo largo de toda su obra, le otorga todo el derecho a ser justamente
considerado más allá de cualquier etiqueta literaria.
No faltan en sus creaciones desde divorciados maduros que alternan
con jovencitas, pasando por el frustrado conquistador o el esposo injuriado,
hasta el viejo general (al más puro estilo García Márquez)
que, sentado en una silla junto a la puerta de su casa, espera en el día
de sus ciento cincuenta cumpleaños una dura batalla a librar que
le ayude a recobrar "las ganas de vivir".
Admiro sus dotes psicológicas, sociológicas, inventivas
y, sobre todo, ese talante de hombre campechano tan difícil de encontrar
en autores encumbrados.
Cuando llegué a Buenos Aires apenas tenía conciencia
de lo que el rosarino representaba en la escena gráfico/literaria
local. No fue hasta que pregunté por él en una librería
de tantas que se pueden encontrar abiertas de par en par a cualquier hora
del día (¡qué envidia!) cuando lo descubrí.
Mi cohibida pregunta (¿no me habría mencionado mi cuñado
a Fontanarrosa simplemente por esa proximidad natal?) obtuvo la siguiente
respuesta: «¿Fontanarrosa…? Sí, hombre… Fontanarrosa,
cómo no voy a conocerle, menudo… pero ¿tú de dónde
eres?» (Añadir si se desea ese acento tan meloso que a más
de uno enamora). Más significativo que ese comentario fue su sonrisa,
parecida a la que esgrimieron todos aquellos sondeados a quienes mencioné
su nombre. Creo que ahí reside su triunfo: provoca simpatías,
está en la calle, sencillo, asequible, como un ciudadano más.
No quisiera abrir polémica ni herir susceptibilidades borgianas
(por ejemplo) al afirmar que Roberto Fontanarrosa, al contrario que otros
muchos, es un autor para leer en la barbería, en la cocina, en el
coche a la espera de que salgan los nenes del cole, en el campo o en cualquier
parque, por el mero placer de pasar un rato ameno, lejos de esas actitudes
intelectualoides que tantas veces espantan a más de un potencial
lector.
Entre sus temas preferidos se encuentran el fútbol, el
sexo, las infidelidades conyugales y los amigos. Muchas veces elige el
bar de la esquina como lugar de centro de operaciones de sus personajes,
y a partir de ese marco social va desgranando situaciones que cualquiera
de nosotros (en esencia) ha vivido alguna vez.
Ayer, precisamente, estuve releyendo El sexo de Fontanarrosa, un libro
de cómics, y puedo aseguraros que pasé un rato de lo
más entretenido, recreándome en viñetas frescas, divertidas,
entrañables (¿qué más se puede pedir?).
En fin… Me gustaría volver a Argentina con más tiempo
(¡y dinero!), viajar a Rosario y hacer guardia ante el café
El Cairo hasta conseguir tomarme un Gancia con limón junto a El
Negro y otros flacos, y quién sabe si intimar con alguna linda mina
que llevarme a algún boliche y vivir uno de esos divertidos quilombos
a lo Fontanarrosa. Ojalá este sueño se haga realidad antes
que me vaya de este mundo; y digo me, porque, Fontanarrosa, como cualquier
gran artista, no morirá nunca.
Algunas de sus obras, entre muchas otras:
Best seller, El área 18 y La Gansada (novelas)
Los trenes matan a los autos, No sé si he sido claro, Uno nunca
sabe, El mundo ha vivido equivocado, La mesa de los galanes… (cuentos).
El sexo de Fontanarrosa, Fontanarrosa y los médicos, Fontanarrosa
es mundial, El fútbol es sagrado, Semblanzas deportivas… (cómics)
Francisco Rodriguez Criado