La fórmula secreta
por Francisco Rodriguez Criado


    Claudio entró en el café, y tras saludar a Edgardo, el propietario, se sentó a una  mesa junto a la ventana. Miró durante unos segundos a su alrededor. Al fondo pudo ver a unos hombres jugando al billar. Parecían hoscos y aburridos, como si esperasen un tren que no acabara de llegar.
    Al momento llegó Edgardo con una taza de café en una mano y una porción de tarta en la otra. Ni siquiera tuvo que pedirlo, siempre tomaba lo mismo: café con leche y una porción de tarta de frutas.
    -Oye, viejo, tienes que decirme cómo haces esta tarta. ¡Está de miedo! Creo que es la mejor tarta de toda la ciudad -incitó Claudio a Edgardo con tales elogios, quien no pudo disimular una pícara sonrisa en su rostro.
    -Está hecha con frutas.
    -Eso ya lo sé, flaco. Pero dime cuáles son esas frutas, y en qué proporción. Tienes que anotarme la fórmula secreta -añadió Claudio, tratando una vez más de sonsacar esa sabrosa información que, al parecer, aquel escurridizo artesano no estaba dispuesto a darle.
    Edgardo no dijo nada, sonrió altaneramente y se marchó de nuevo hacia la barra.
    Mientras Claudio degustaba aquel delicioso postre, clavó su mirada en la imagen que se veía a través de la ventana.
    Giró su vista hacia un lado y dedicó una mirada a una mujer que, sentada a una mesa, a dos de distancia de la suya, leía tranquilamente un libro.
    «Es hermosa -pensó-. Y tiene clase… una de esas mujeres que se tumban frívolamente en lujosos sofás de piel en lujosos salones de casas lujosas mientras sus  maridos juegan al golf en el club.» Sería unos diez años mayor que él, pero el atractivo peinado de su rubia cabellera la dibujaba más juvenil. Continuó observándola durante varios minutos. Ella, absorta en su lectura, no se había percatado de que Claudio la examinaba. Éste pudo comprobar que el libro que la mantenía tan ocupada era Asesinos, de Ernest Hemingway.
    Llamó Claudio a Edgardo, quien le llevó un refresco de limón y retiró los servicios vacíos del café y la tarta.
    Miró por la ventana. Miró hacia el salón de billar. Miró hacia la barra. Miró de nuevo a la hermosa mujer...
    Le gustaba Buenos Aires. Había nacido en Rosario, pero ya se sentía porteño.
    Se levantó y dio unos pasos hasta la mesa donde se encontraba Hemingway con la hermosa mujer.
    -Perdone la indiscreción -le dijo-, pero he de hacerle una pregunta. -Ella  miró sorprendida-: ¿Es Vd. buena cocinera?
    -Sí -respondió contrariada-. Me encanta cocinar, es una de mis pasiones.
    -Lo sabía. Gracias. Y disculpe.
    Se dirigió de nuevo a su mesa. Le pegó un trago al vaso de agua que siempre le servían junto al café y se limpió las comisuras de los labios con una servilleta.
    Siguió mirando por la ventana.
    Un par de minutos más tarde, la hermosa mujer se acercó a su mesa, y con voz insegura a juego con la dulzura de sus sonrojadas mejillas le dijo:
    -Ha conseguido intrigarme. ¿Por qué me preguntó si era buena cocinera?
    - No, por nada. Fue una estupidez por mi parte. Disculpe si la he molestado.
    -No, no, no me ha molestado. Pero tengo curiosidad. Dígame, ¿por qué lo preguntó?
    -Mire, la he estado observando, y me he dicho: «Esta mujer es hermosa, tiene clase, le gusta leer, es inteligente. Juraría que si supiese cocinar sería la mujer de mi vida.» Y bueno... ése fue el motivo de mi pregunta. Le pido disculpas por mi atrevimiento.
    Ella no dijo nada. Frunció la boca, entrecerró los ojos y, sonriente, volvió a su asiento.
Claudio, distraído, giró su cabeza de nuevo hacia la ventana, recuperando tiernas escenas de su infancia en Rosario, donde tuvo una niñez pobre pero feliz. Su casa fue la calle, donde aprendió todo lo que ahora sabe; algo que no enseñan en ninguna academia.
    Sus pensamientos fueron interrumpidos por una nueva visita de la hermosa dama que, bolso al hombro, libro en mano y gesto de vacilación en sus ojos claros, volvió a tomar protagonismo:
    -Creo que no tengo ganas de seguir leyendo. ¿Le importa si me siento?
    -¡Por favor! -le rogó Claudio cortésmente, mientras se levantaba a modo de invitación-. Siéntese, siéntese.
    Ella descolgó el bolso de su hombro y lo dejó junto con el libro en una silla desocupada.
    -Permítame que me presente. Mi nombre es Claudio Espinosa.
    -¡Qué casualidad!… yo me llamo Claudia.
    -¿De veras?
    -En serio.
    -Deberíamos casarnos usted y yo. Podríamos tener una niña; la llamaríamos Claudina. Claudio, Claudia y Claudina... Suena bien, ¿verdad? ¿Se imagina la escena... los tres tumbados en el sofá, cada noche, al calor de una cálida chimenea mientras vemos un capítulo de Yo Claudio en el televisor? -bromeó él.
    Ella agradeció el jocoso comentario con una sonrisa meliflua.
    Claudio llamó a Edgardo levantando el dedo índice de su mano derecha con el mismo temple que un torero dedicando la mejor de sus corridas. Le pidió a Edgardo un café para ella y un zumo de naranjas para él. Unos instantes después, Edgardo sirvió las consumiciones y, ya de vuelta tras la barra, apoyó los codos sobre ésta, observando la faena con una pícara mueca.
Tras una hora de amistosa y entretenida conversación, Claudio se excusó:
    -Claudia, siento tener que dejarte. He de hacer unos encargos.
    -Ha sido un placer conocerte -dijo ella tímidamente, algo sobrecogida por el hecho de que hubiera preferido que él no se marchase.
    -Te voy a dejar mi número de teléfono. Llámame un día; podríamos quedar para charlar. -Tras un gesto de asentimiento por su parte, le apuntó en una servilleta ese número.
    -Lo haré -le prometió ella halagada.
    Después de darle un beso en la mejilla, se acercó a la barra, pagó todas las consumiciones ante la expresiva mirada de Edgardo y salió del local.

    Unos días más tarde, Claudio estaba sentado a esa misma mesa, en ese mismo local, en ese mismo Buenos Aires.
    Edgardo le había llevado ya su café y su porción de tarta de frutas.
    Quince minutos después, una vez se hubo tomado su café y su tarta y limpiado los labios con una servilleta, se levantó de su asiento para, embutido en un elegante traje italiano como era costumbre en él, dirigirse hacia una mesa cercana, donde una señora madurita, exquisita y elegante leía el periódico La Nación. Cuando alcanzó el frente de batalla, le preguntó:
    -Perdone Vd. mi atrevimiento, señora, pero hay una curiosidad que me inquieta: ¿a qué signo del horóscopo pertenece Vd.?
    -Tauro -respondió ella sin vacilar.
    -Lo sabía, no podía fallar. Gracias y disculpe -dijo sintiéndose orgulloso de sus acertadas deducciones.
    Caminó de nuevo hacia su mesa, perseguido por la inquieta mirada de la mujer. Se echó para atrás el flequillo y, mirando hacia la ventana, observó cómo una tímida lluvia envolvía la ciudad.
    Una hora después se acercó a la barra para pagar todas las consumiciones, interrumpiendo una acalorada discusión entre Edgardo y otro cliente. Los dos eran partidarios de Boca, los dos opinaban que Maradona había sido el mejor jugador de todos los tiempos, los dos eran defensores de la idea de que su equipo debería utilizar un sistema de juego más ofensivo... Y, aún así, discutían -cosas del fútbol-.
    Edgardo hizo un inciso en la conversación para cobrar a Claudio y, al tiempo que le daba el cambio, le preguntó.
    -¿No crees que es demasiado mayor?
    -Demasiado mayor… ¿para qué?
    -Ya sabes…
    -Ninguna mujer es demasiado mayor... siempre y cuando tenga mucha plata… -le respondió éste.
    -¿Te llamará?
    -Seguro. Tiene mi teléfono. Y, además, le encantan los piscis.
    -Y ¿tú eres piscis? - preguntó Edgardo con manifiesta incredulidad.
    -Soy todo lo que ella quiera que sea -manifestó firmemente.
    -Oye, Claudio, dime: ¿cómo lo haces? ¿Dónde está el truco?
    Claudio le miró, pero no contestó. Esgrimió la misma sonrisa pícara y halagada con la que Edgardo le obsequiaba cada vez que se le preguntaba sobre la fórmula secreta de su famosa tarta de frutas, y se despidió con una definitivo «mañana te veo» que adornó con un taimado guiño de ojo.
    Se detuvo un momento ante la puerta para subirse el cuello de su gabán y, sin pensárselo demasiado, se echó a andar.
    En el interior del local, Edgardo y el otro señor seguían discutiendo de fútbol, los clientes degustaban la que tenía fama de ser la mejor tarta de frutas de Buenos Aires, y una señora madura, con la finura y elegancia de un exquisito caballo de carreras, suspiraba feliz como aquella dulce adolescente que fue, al tiempo que metía en su bolso una servilleta sellada con un "seductor" número de teléfono.
    Y, mientas tanto, una sutil y delicada lluvia empapaba la ciudad.

MORRISVAN©1999