Claudio entró en el café, y tras saludar
a Edgardo, el propietario, se sentó a una mesa junto a la
ventana. Miró durante unos segundos a su alrededor. Al fondo pudo
ver a unos hombres jugando al billar. Parecían hoscos y aburridos,
como si esperasen un tren que no acabara de llegar.
Al momento llegó Edgardo con una taza de
café en una mano y una porción de tarta en la otra. Ni siquiera
tuvo que pedirlo, siempre tomaba lo mismo: café con leche y una
porción de tarta de frutas.
-Oye, viejo, tienes que decirme cómo haces
esta tarta. ¡Está de miedo! Creo que es la mejor tarta de
toda la ciudad -incitó Claudio a Edgardo con tales elogios, quien
no pudo disimular una pícara sonrisa en su rostro.
-Está hecha con frutas.
-Eso ya lo sé, flaco. Pero dime cuáles
son esas frutas, y en qué proporción. Tienes que anotarme
la fórmula secreta -añadió Claudio, tratando una vez
más de sonsacar esa sabrosa información que, al parecer,
aquel escurridizo artesano no estaba dispuesto a darle.
Edgardo no dijo nada, sonrió altaneramente
y se marchó de nuevo hacia la barra.
Mientras Claudio degustaba aquel delicioso postre,
clavó su mirada en la imagen que se veía a través
de la ventana.
Giró su vista hacia un lado y dedicó
una mirada a una mujer que, sentada a una mesa, a dos de distancia de la
suya, leía tranquilamente un libro.
«Es hermosa -pensó-. Y tiene clase…
una de esas mujeres que se tumban frívolamente en lujosos sofás
de piel en lujosos salones de casas lujosas mientras sus maridos
juegan al golf en el club.» Sería unos diez años mayor
que él, pero el atractivo peinado de su rubia cabellera la dibujaba
más juvenil. Continuó observándola durante varios
minutos. Ella, absorta en su lectura, no se había percatado de que
Claudio la examinaba. Éste pudo comprobar que el libro que la mantenía
tan ocupada era Asesinos, de Ernest Hemingway.
Llamó Claudio a Edgardo, quien le llevó
un refresco de limón y retiró los servicios vacíos
del café y la tarta.
Miró por la ventana. Miró hacia el
salón de billar. Miró hacia la barra. Miró de nuevo
a la hermosa mujer...
Le gustaba Buenos Aires. Había nacido en
Rosario, pero ya se sentía porteño.
Se levantó y dio unos pasos hasta la mesa
donde se encontraba Hemingway con la hermosa mujer.
-Perdone la indiscreción -le dijo-, pero
he de hacerle una pregunta. -Ella miró sorprendida-: ¿Es
Vd. buena cocinera?
-Sí -respondió contrariada-. Me encanta
cocinar, es una de mis pasiones.
-Lo sabía. Gracias. Y disculpe.
Se dirigió de nuevo a su mesa. Le pegó
un trago al vaso de agua que siempre le servían junto al café
y se limpió las comisuras de los labios con una servilleta.
Siguió mirando por la ventana.
Un par de minutos más tarde, la hermosa mujer
se acercó a su mesa, y con voz insegura a juego con la dulzura de
sus sonrojadas mejillas le dijo:
-Ha conseguido intrigarme. ¿Por qué
me preguntó si era buena cocinera?
- No, por nada. Fue una estupidez por mi parte.
Disculpe si la he molestado.
-No, no, no me ha molestado. Pero tengo curiosidad.
Dígame, ¿por qué lo preguntó?
-Mire, la he estado observando, y me he dicho: «Esta
mujer es hermosa, tiene clase, le gusta leer, es inteligente. Juraría
que si supiese cocinar sería la mujer de mi vida.» Y bueno...
ése fue el motivo de mi pregunta. Le pido disculpas por mi atrevimiento.
Ella no dijo nada. Frunció la boca, entrecerró
los ojos y, sonriente, volvió a su asiento.
Claudio, distraído, giró su cabeza de nuevo hacia la
ventana, recuperando tiernas escenas de su infancia en Rosario, donde tuvo
una niñez pobre pero feliz. Su casa fue la calle, donde aprendió
todo lo que ahora sabe; algo que no enseñan en ninguna academia.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por una nueva
visita de la hermosa dama que, bolso al hombro, libro en mano y gesto de
vacilación en sus ojos claros, volvió a tomar protagonismo:
-Creo que no tengo ganas de seguir leyendo. ¿Le
importa si me siento?
-¡Por favor! -le rogó Claudio cortésmente,
mientras se levantaba a modo de invitación-. Siéntese, siéntese.
Ella descolgó el bolso de su hombro y lo
dejó junto con el libro en una silla desocupada.
-Permítame que me presente. Mi nombre es
Claudio Espinosa.
-¡Qué casualidad!… yo me llamo Claudia.
-¿De veras?
-En serio.
-Deberíamos casarnos usted y yo. Podríamos
tener una niña; la llamaríamos Claudina. Claudio, Claudia
y Claudina... Suena bien, ¿verdad? ¿Se imagina la escena...
los tres tumbados en el sofá, cada noche, al calor de una cálida
chimenea mientras vemos un capítulo de Yo Claudio en el televisor?
-bromeó él.
Ella agradeció el jocoso comentario con una
sonrisa meliflua.
Claudio llamó a Edgardo levantando el dedo
índice de su mano derecha con el mismo temple que un torero dedicando
la mejor de sus corridas. Le pidió a Edgardo un café para
ella y un zumo de naranjas para él. Unos instantes después,
Edgardo sirvió las consumiciones y, ya de vuelta tras la barra,
apoyó los codos sobre ésta, observando la faena con una pícara
mueca.
Tras una hora de amistosa y entretenida conversación, Claudio
se excusó:
-Claudia, siento tener que dejarte. He de hacer
unos encargos.
-Ha sido un placer conocerte -dijo ella tímidamente,
algo sobrecogida por el hecho de que hubiera preferido que él no
se marchase.
-Te voy a dejar mi número de teléfono.
Llámame un día; podríamos quedar para charlar. -Tras
un gesto de asentimiento por su parte, le apuntó en una servilleta
ese número.
-Lo haré -le prometió ella halagada.
Después de darle un beso en la mejilla, se
acercó a la barra, pagó todas las consumiciones ante la expresiva
mirada de Edgardo y salió del local.
Unos días más tarde, Claudio estaba
sentado a esa misma mesa, en ese mismo local, en ese mismo Buenos Aires.
Edgardo le había llevado ya su café
y su porción de tarta de frutas.
Quince minutos después, una vez se hubo tomado
su café y su tarta y limpiado los labios con una servilleta, se
levantó de su asiento para, embutido en un elegante traje italiano
como era costumbre en él, dirigirse hacia una mesa cercana, donde
una señora madurita, exquisita y elegante leía el periódico
La Nación. Cuando alcanzó el frente de batalla, le preguntó:
-Perdone Vd. mi atrevimiento, señora, pero
hay una curiosidad que me inquieta: ¿a qué signo del horóscopo
pertenece Vd.?
-Tauro -respondió ella sin vacilar.
-Lo sabía, no podía fallar. Gracias
y disculpe -dijo sintiéndose orgulloso de sus acertadas deducciones.
Caminó de nuevo hacia su mesa, perseguido
por la inquieta mirada de la mujer. Se echó para atrás el
flequillo y, mirando hacia la ventana, observó cómo una tímida
lluvia envolvía la ciudad.
Una hora después se acercó a la barra
para pagar todas las consumiciones, interrumpiendo una acalorada discusión
entre Edgardo y otro cliente. Los dos eran partidarios de Boca, los dos
opinaban que Maradona había sido el mejor jugador de todos los tiempos,
los dos eran defensores de la idea de que su equipo debería utilizar
un sistema de juego más ofensivo... Y, aún así, discutían
-cosas del fútbol-.
Edgardo hizo un inciso en la conversación
para cobrar a Claudio y, al tiempo que le daba el cambio, le preguntó.
-¿No crees que es demasiado mayor?
-Demasiado mayor… ¿para qué?
-Ya sabes…
-Ninguna mujer es demasiado mayor... siempre y cuando
tenga mucha plata… -le respondió éste.
-¿Te llamará?
-Seguro. Tiene mi teléfono. Y, además,
le encantan los piscis.
-Y ¿tú eres piscis? - preguntó
Edgardo con manifiesta incredulidad.
-Soy todo lo que ella quiera que sea -manifestó
firmemente.
-Oye, Claudio, dime: ¿cómo lo haces?
¿Dónde está el truco?
Claudio le miró, pero no contestó.
Esgrimió la misma sonrisa pícara y halagada con la que Edgardo
le obsequiaba cada vez que se le preguntaba sobre la fórmula secreta
de su famosa tarta de frutas, y se despidió con una definitivo «mañana
te veo» que adornó con un taimado guiño de ojo.
Se detuvo un momento ante la puerta para subirse
el cuello de su gabán y, sin pensárselo demasiado, se echó
a andar.
En el interior del local, Edgardo y el otro señor
seguían discutiendo de fútbol, los clientes degustaban la
que tenía fama de ser la mejor tarta de frutas de Buenos Aires,
y una señora madura, con la finura y elegancia de un exquisito caballo
de carreras, suspiraba feliz como aquella dulce adolescente que fue, al
tiempo que metía en su bolso una servilleta sellada con un "seductor"
número de teléfono.
Y, mientas tanto, una sutil y delicada lluvia empapaba
la ciudad.
MORRISVAN©1999