La muerte no la creó Dios. Apareció de pronto en el camino que venía del Paraíso, cuando Caín miraba a su hermano con ojos inyectados de envidia.
La muerte no la inventó el Señor, ni el día primero de la creación, ni el segundo...… ni el séptimo. Brotó una noche del pantano, donde Adán y Eva habían marcado sus huellas, al huir de la dicha.
Porque la muy astuta viaja casi siempre en las tinieblas. Cuando la luz del día se esconde a descansar algunas horas, ella sale por todos los caminos para acechar al hombre. Corre aquí, tiéndese allá, husmea más allá. Por todas partes atiza guerras, despierta odios, excita rencores, activa pestes, azuza pecados y pecadores.
Pacta con el fuego, hace alianza con el ímpetu de las aguas, se casa con el viento. Con la velocidad celebra fatídicos convenios.
A mitad de la noche, cuando ya no importunan lo perros ni los búhos trasiegan en la sombra, se alza la muerte como un árbol maldito de sabia letal y reanuda su alevosa carrera.
El hombre vive las veinticuatro horas del día, luchando por defenderse de la intrusa. Su erguido alcázar, rematado por una torre ovalada de nácar donde habita el pensamiento, se empeña en resistir los embates de la enemiga.
Para ello cercó su fortaleza, se vistió de malla invulnerable. Inventó mil escudos y aguzó dos mil lanzas. Erigió ídolos protectores, consultó pitonisas y adivinos. Puso a sus puertas guardianes de fuego y espejos ustorios que se beben el sol. Se encerró en su alcoba a exprimir los jugos de todas las plantas, en busca del elixir de larga vida.
Guardó en su alacena almíbares y esencias y los llamó con nombres exóticos que suenan casi a ensalmo. La muerte iba perdiendo la batalla.
Sin embargo, el hombre seguía como Damocles, bajo una continua amenaza. Seguía enfermo. Ahora lo carcomía el miedo.
Para curarse, pagó dineros a cuantos ofrecieran alejarlo de la muerte. O por lo menos le juraran al oído que podían alejarla. Dio fiestas esplendorosas, realizó muchos viajes, se bañó en todos los ríos del mapamundi.
Se hizo mascarillas de placenta de oveja, de frutos secos. Inventó licores vigorizantes mezclando leche y miel, vino e incienso, amor y olvido. Quemó en derredor de su lecho hierbas aromáticas, mezcladas con mirra, para ahuyentar los males y también el miedo a estos males.
Entonces sus días pudieron transcurrir en paz, entre la invención de un nuevo antídoto y la comprobación dolorosa de su inutilidad. Pero al fin y al cabo, discurrían serenamente.
Sin embargo, entre tanta ansiedad, frente a enemigos reales o ficticios,
con frecuencia su corazón como una máquina agobiada, estallaba
de repente.
Una noche, la muerte se acercó a la mansión del hombre. Dos guardianes de brillante traje custodiaban la puerta.
- Entregadme al amo - les dijo con voz zalamera, mientras les ofrecía un collar reluciente y una bolsa de oro.
- Nunca fuimos traidores - respondieron los ojos. - Somos las linternas del hombre. Las dos ventanas por donde una princesa se asoma a contemplar el infinito. Es muy hermosa y Alma es su nombre. Una palabra árabe, aunque ella es parienta cercana de Dios.
La muerte lanzó una maldición y se retiró enfurecida.
Pero enseguida golpeó rudamente con su guadaña, a la derecha del castillo.
- Por favor, que nadie interrumpa - contestó el hígado desde dentro. - Estoy demasiado atareado en mi faena. Yo depuro el azúcar para endulzar la vida y destilo la bilis que, aunque amarga, mantiene el equilibrio de los cuatro humores.
Detrás de la fortaleza trabajaban afanosos los riñones. La muerte golpeó el muro de su taller sin ninguna cortesía.
- ¿No sabes que es imposible detenernos? Nuestros filtros de purificación no admiten reposo. La sangre se va llenado de carbón y de azufre. De sodio y de odio. De ansiedad y de envidia. -¿Quién es?
La muerte no quiso responder.
La enemiga golpeó luego a las ventanas por donde el aire penetra a los pulmones, para refrescar el corazón. Ellos interrumpieron por un momento su ritmo acompasado y estuvieron alerta. Sintieron miedo, pero continuaron enseguida su trabajo, sin pronunciar palabra.
El hombre estaba seguro. En su palacio no había traidores.
La muerte se replegó enfadada y durante siete días renunció a su asechanza.
La semana siguiente regresó danzando, por el sendero que venía del valle. Traía a cuestas un pequeño fardo de hojas secas y no portaba la guadaña. ¿Habría algo más inofensivo que un puñado de hojas muertas?. Sin saludar a nadie, se instaló frente a las ventanas que dan a los pulmones y frotando dos maderos, prendió fuego. Las hojas ardieron de inmediato.
Una columna de humo blanco se alzó sobre los giros de la brisa. Por los pasillos del alcázar comenzó a circular un olorcillo acre. Se escuchó un breve estrépito: Los ventanales de un piso superior se habían cerrado de repente. Pero nadie entonces se alarmó.
Sin embargo, aquel humo envolvía las cortinas y se tendía por los tapetes. Era solamente una frágil humareda, que olía a madera antigua y a resina.
Los ojos hicieron ciertos guiños a la muerte que allá abajo atizaba la hoguera. Guiños que un malintencionado pudiera llamar complicidad. Pero nadie tocó a rebato en las almenas del castillo.
Enseguida la sangre comenzó a llenarse de puntitos negros, pero nadie se preocupó. Se trataba quizás de un coqueteo. También las gitanas se pintan lunares postizos, para seducir a sus amantes.
Tres minutos después, aquel humo llegaba a lo más alto del castillo, allí donde reposa el pensamiento en su torre de nácar. El hombre entornó los ojos y sintió un ligero letargo. Fue apenas un instante. Pero ya al dueño del castillo le complacía ese olor a alquitrán.
Envuelto entre aquellas inocentes volutas, el hombre comenzó a soñar. Contra el paisaje de la tarde, mecida por una brisa tenue, la humareda dibujaba corazones y diamantes, copas y oro. Allí pintaba una mujer, rica y hermosa. Más acá una hacienda y un palacio. El hombre suspiraba a cada momento, mientras el humo que ya le invadía el corazón, le sabía a plenitud. Le daba compañía . Remediaba su timidez. Le amansaba las penas. Le cobijaba durante el frío. Le oreaba en al canícula. Ahuyentaba sus pensamientos grises y desde lejos traía a su mente fantásticos recuerdos y sueño a sus pupilas.
A veces, cuando el sol apagaba su ardor sobre los montes, aquel humo dibujaba en el cielo un caballo blanco y rijoso, que invitaba a la conquista de un fantástico paraíso.
El hombre se apegó tanto a la humareda, que su ausencia le ponía de humor negro. Envió pues mensajeros a recoger aquellas hojas que creían en el valle, para guardarlas en pequeñas cajitas de colores.
Después se supo más sobre el arbusto que las producía. Esta especie de la familia solanácea, se cultivó primero en las laderas del infierno, bajo el nombre de Tab - Hach. Luego se transplantó a las Indias Occidentales y desde allí a Francia, donde la nobleza gustaba de aspirar sus hojas tostadas y hechas polvo.
Hoy esta planta se cultiva en casi todos los países del mundo y muchos inquilinos de hospitales y clínicas conocen bien su historia.
Porque la muerte no la inventó el Señor, ni el día
primero de la creación, ni el segundo...ni el séptimo. Brotó
una noche del pantano, donde Adán y Eva habían marcado sus
huellas, al huir de la dicha.
Gustavo Vélez Vasquez