Todavía no había enrojecido el cielo, cuando Irma
Sheinberg despertó. No había llegado la madrugada, y el rocío
no había caído aún sobre las tres desoladas macetas
con petunias. De modo que cuando Irma Sheinberg despertó, sofocada,
amitad de un deseo y en medio de la noche, sintió que todo había
terminado. Entrevió la noche, prieta, pesada, sobre el jazmín
que nunca había florecido, y la oscuridad, la noche era como un
animal ululante que la reclamara. El sueño que he tenido,
dijo, porque a algo había que culpar. Le pareció que un hámster,
un ratoncito, giraba eternamente en su ruedita, en la noche, y no quiso
acordarse del hamster. Odiaba hasta la palabra hamster. Ella decía
criceto. Decía criceto, decía canalla, decía devenir,
decía acto amoroso, decía el fin, para no nombrar las cosas
que temía. Era una extraña pasión por el eufemismo.
Sentía, le pareció sentir el chirrido de la ruedita, a través
de la noche, que prorrumpía del silencio hacia ella. Que había
sido como un sueño, pensó Irma. Que acababa de despertarse.
Que no era la elegida de Dios.
Se incorporó como pudo, incapaz de llegar a la cocina,
arrastrándose por la habitación como por las arenas del desierto.
Cuando se levantó, en la cama quedó un hoyo profundo. Respiró
con fuerza para calzarse las chinelas. El vientre, la gordura, le impedían
tocarse las puntas de los pies. Pasó delante del espejo, sin mirarse,
temiendo encontrarse con un monstruo, con el regreso de un muerto vivo.
Llevaba una mano abierta sobre el pecho, para captar la desaceleración
de su corazón. Extrañaba, al tocarse, no encontrar los arcos
férreos de su corpiño. Los arcos que usaba se templaban,
seguramente, para ella, en un astillero. Si los fundía, podría
construir con ellos la quilla de un barco.
En la oscuridad, tanteó las paredes. Tropezó con
el piano, que yacía a sus pies igual que un buey muerto. La madera
del piano la golpeó en la canilla y el sonido que partió,
de la carne macerada, le pareció la primera nota de una overtura.
Podría ponerme a escribir, dijo, y se frotó los ojos ardidos,
invadidos por la arenilla del desvelo. Apuntó mentalmente la idea
que acababa de concebir. Una nota grave, densa, y luego el grito de la
soprano, uno de esos gritos que hacen estallar los cristales, un grito
sostenido, incesante. La sangre bullió por la zona golpeada e Irma,
masajeándose, desistió de la idea; del reino entero de las
ideas.
Siguió, como un destino, hacia la cocina. Abrió
las alacenas con fuerza. Vió, con tristeza, infinitas latas apiladas.
Las pilas de comida enlatada eran como dientes en una sonrisa. Atrapó
una cualquiera, para desdentarla. Era una lata de sardinas. Nereida, leyó.
Y sonrió, casi se puso de buen humor, de imaginarse a sí
misma, semidesnuda, bamboleando sus desnudeces a través de las olas
del mar, montada en una sardina. Hincó el abrelatas y lo hizo girar:
verdaderamente parecía una cimitarra. Tres pescaditos míseros,
hundidos en aceite, hincharon sus agallas. Eran tres lápices de
colegio, de esos que se usan para trazar las primeras letras. Irma metió
el dedo, se embadurnó de aceite. Sin mirarlos, los echó a
la basura, airosa y con asco a la vez, como si las devolviera al mar. Como
si alguna de las esmirriadas sardinas fuera a saltar de entre los residuos
para ofrecerle un tesoro a cambio de su buena voluntad. Y ella respondería,
convencida: No, no, riquezas no. La mejor, lo que yo quiero es ser
la mejor. Y claro, entonces el pez se partiría de risa, Imposible,
imposible, qué estupidez, le diría el pez, y le enseñaría
sus dientes puntiagudos porque ella le había hecho el favor no a
una flacucha y feérica sardina, sino a una palometa. Ojalá
se pudran, dijo Irma con indignación. Buscó otra lata. Atún.
Lo despanzurró con la cimitarra. Lo echó con rabia sobre
un pan. El atún no tenía sabor a nada. Peor: tenía
el sabor de la nada. Pena le daba masticar esos filamentos que no parecían
pertenecer a un pez. Sino a una nereida. Se la había engullido antes
de volcar la primera lágrima. Y antes de llorar, con pulmones e
hipos, con todo lo que se aprende viendo a las gruesas primas donnas, le
pareció volver a sentir el traqueteo indecible, casi podría
decir en Do Menor, que es el tono de la desgracia, del hámster,
el criceto, en su ruedita, girando en la madrugada que iba a ser, dando
vueltas en redondo, hasta echar a volar. Después, Irma Sheinberg
empezó a llorar.
Durante el llanto, Irma no se asombró de que la noche
no acabara, que no llegara el fin y empezara a clarear, y la claridad cayera,
a mansalva, sobre las mustias petunias del balcón. No se extrañó,
y no pensó que al día siguiente, en unas horas nomás,
tendría que lidiar con la insipidez y la torpeza de los alumnos
y arremetería contra el piano como contra un búfalo del Colorado.
No pensó en las aspirinas que tendría que tomar para que
no se le hincharan los párpados, la cara, como una calabaza, como
siempre se le inflamaba por el llanto. Menos todavía le preocupó
que sus alumnos susurraran que ella era alcohólica ante la presencia
absoluta, acaparadora, de sus ojos turbios. Que uno, Berutti, por ejemplo,
fuera a decir: Grapa, la Maestra toma grapa. Encima le decían Maestra.
Y ella, para corregirlo, debiera alzar su voz ronca, llamándolo
al orden: Berutti, Preludio de la Gota de Agua de Chopin. Lo oigo.
Encima Chopin. Tristeza había traído a su vida el piano.
¿Piano? La noria.
Se forzó, dijo: Me voy a poner a escribir. Arrastrando
las chinelas, trajo el papel pautado. El sonido de las chinelas contra
el piso era el jadeo de un perro. Apartó el plato, los restos del
sandwich de atún, o del cadáver de la nereida, según
se mire, y se acodó en la mesa. El lápiz tambaleó
en su mano. Anotó el tono, garrapateó el clave. Trató
de precisar, escuchar la voz de la soprano en un menisma infinito. Alto,
alto, por encima de los capiteles, de las torres, de los nidos de las cigüeñas.
Alto, tan alto la soprano.
Entonces, Irma dudó. Cayó de nuevo en la languidez.
Recordó sus sueños, el sueño, el primero. La Escalera
y la Voz, y ella que es elegida por la Voz para hallar sitio en la Escalera.
Ese sueño, el primero, la indujo, la torció en el error,
o no, tal vez no fue un error creer que estaba destinada, consagrada, a
la música. Que Dios la había elegido a ella, verdaderamente,
a Irma Sheinberg. Y tal vez ni siquiera fue un sueño, sino
una ocurrencia que ella tuvo. Se le ocurrió que podía ser
la elegida de Dios, que sería su instrumento, que se consagraría
a Él a través de la música.
Querría que no crecieras, le dijo una vez la madre. Había
llovido toda la noche, y todavía seguía lloviendo. Apenas
distinguían , a través de la ventana, la copa de la acacia,
a lo lejos. Envuelta en un torbellino de gotas, en la lluvia. Quisiera
que no crezcas, Irma, repitió la madre, que no crezcas más.
Que no pase nada, que ni el tiempo pase.
Irma se levantó. Puso el agua a hervir. Buscó una
botella de whisky, de esas destiladas por Mr Grant en Dufftown. Se sirvió
medio vaso. Observó, durante un lento cuarto de hora el líquido
amarillo. Le pareció oir las campanadas, cuatro o cinco, con ese
aire definitivo que daban las campanadas de la catedral. Un aria. Podría
escribir un aria, cantado por un arzobispo, que baja a todo correr por
la escalera de caracol del campanario, alzándose la sotana, cada
vez más rápido, para no oírlas doblar. Preparó
el café. Mientras lo hacía, echó un trago de whisky
en su garganta. No la quemó. estaré muerta, pensó
Irma, ya no siento nada. revolvió la taza de café innumerables
veces. La cucharita dió vueltas hasta el mareo. Tomó el café,
mareada, como el hámster, el criceto. El hámster que ella
había liberado en el invierno, en el cordón de la vereda,
desesperada, para no verlo ya más, nunca más, dar vueltas
sin ton ni son en su ruedita. Te vas, le ordenó cuando lo puso en
una alcantarilla, Te vas a ver un poco de mundo por ahí. Me cansa
tu cara de rata, me cansa tu presencia, tu manía. Afuera, al mundo.
El animalito observó en redondo, desorientado. Frunció el
hocico, se paró en dos patas. Chilló. El chillido cortó
la noche como el filo de una cuchilla. Después huyó, sin
dirección, cuesta abajo.
Ojalá no se haya muerto, deseó Irma mientras mojaba
una galleta dulce en el café. La galleta estaba un poco vieja; verdaderamente:
tenía sabor a musgo. Supuso que ya nadie la vendría a buscar
para hacer el papel de sílfide en un ballet. Sacó el merengue
de la heladera. La luz de la heladera era azul y fría, mas penetrante
que la de la mañana. Mojó los dedos en el merengue, y los
chupó uno a uno, los diez, como a paragüitas de chocolate.
Qué tristeza, dijo, y después se acordó dónde
estaba la ricota. La había escondido, en el placard, detrás
de las medias de nylon, para no tentarse y comer a deshoras. Había
escondido una torta entera de ricota. Qué desastre, murmuró,
y corrió a buscarla. La llevó, con alboroto, a la cocina.
Escribió “Irma” con la punta del cuchillo. La cortó. Comió
algunos pedazos. No, Dios no la había llamado. O si la había
llamado, la misión ya había finalizado. Se terminó
esta misma noche cuando ella despertó. Se terminó con las
dos suites que escribió, con el concierto para piano y la media
docena de nocturnos. Los nocturnos eran como su propia vida: con la mano
izquierda se tocan los arpegios, y con la derecha, la melodía. Así,
ella creía que por las noches hablaba con Dios. Que Dios le dictaba
los compases. Que tenía sublimes discusiones, como melopeas, con
Dios. Que Dios, en sueños, la llamaba Irma. Porque Dios no podía
menos que tutear a una de sus criaturas preferidas. Y durante el día,
bueno, durante el día Irma Sheinberg daba clases. Sin embargo, nunca
se había preguntado por qué, si Dios la había elegido,
si había hecho a su música perfecta, le vadaba la gloria.
Tal vez, ella, Irma Sheinberg, no le gustaba a Dios. Le había caído
mal desde siempre. Y Él decidió engañarla, como sólo
Dios puede estafar a sus criaturas: inculcándoles la idea de la
perfección absoluta. Qué estupidez, suspiró
Irma, segura, por otra parte, de que su misión, la música,
había terminado. Que Dios venía a relevarla. O a liberarla,
quizá.
Encontró dos porciones de pizza en un rincón de
la heladera. La media aceituna que adornaba la pizza le pareció
un escarabajo. Algo inmundo, ahogado en el queso. No, mamá, se acordó
que le contestó asu madre la tarde de aquella lluvia, Te prometo
que no voy a crecer nunca. La madre le sonrió, y, en una caricia,
le desordenó el flequillo. Tenía el pelo largo y ruliento
y su cabello, para el peine, era como un país inconquistable. Tenía
dientes largos, también, y por eso su padre le decía que
parecía una marmota, que tenía cara de marmota. Agotada,
subió los pies a un banquito. Permaneció con las piernas
estiradas, un buen rato, y se vió a sí misma como un maravilloso
puente colgante. Las cosas rezumaban en su vientre, cálidas. Dijo,
Bueno, no es una catástrofe, tampoco. Es como en las tortugas. O
crecen o se mueren. Qué se le va a hacer. Habrá que ver un
poco de mundo.
Irma se levantó, aspiró aire profundamente. Le
parecía que iba a llorar, pero en realidad tenía sueño.
Cuando se acostó le llegó desde la cocina el goteo de la
canilla mal cerrada. Aguzó su oído, y comprobó que
ya nada giraba, interior en la ruedita. Que ahora, por fin, podría
ser ella misma. Entretanto, se quedó dormida.
Patricia Suarez