- ¿Cuánto vale una cometa?
Julián alzó los ojos al firmamento, imaginando una cometa
suya, que se elevara entre el azul del día, más allá
de las nubes.
En la mitad del parque, un muchacho presentaba su mercancía
tentadora: Cometas de todos los tamaños y colores: Unas, color ámbar
y otras de color más oscuro con rayas amarillas. Muchas lucían
en sus extremidades ramilletes multicolores, temblorosos al golpe de la
brisa. Allí estaban a ras de tierra, como un enjambre de mariposas
cautivas, soñando con el cielo.
- ¿Cuánto vale una cometa?
El papá de Julián le puso amigablemente sus dos manos
en los hombros. Era un rito con el cual le transmitía seguridad
y cariño.
- Demasiado caras, dijo lentamente el padre.
- ¿Entonces no podemos? Preguntó Julián.
- No podemos, hijo, pero algo se me ocurre.
¿Mhmh?
Se me ocurre, respondió el papá, que nosotros podemos
hacer en casa una cometa bien bonita.
- ¿Y tú haz hecho cometas, papi?
- Me acuerdo... cuanto tenía tu edad, cada uno de nosotros fabricaba
su cometa. Me acuerdo mucho de una roja y blanca que se quedó enredada
en un poste de la luz.
- ¿Y no pudiste bajarla?
- Era peligroso. Al día siguiente lo intentamos, con ayuda de
un celador. Pero el viento y la lluvia la habían destrozado.
- Papi, ¿y esta misma tarde hacemos mi cometa?
- Lo más pronto posible, pero es preciso conseguir las espigas
de caña y el papel y el pegante y la cuerda. Y retazos de tela,
que nos dé tu mamá para hacerle la cola.
- Papi ¿y le ponemos un nombre?
- Pues no se usa, Julián, pero si quieres se lo pondremos. No
puede ser muy largo, porque el papel o la pintura para el nombre pesan
mucho. Y lo importante de una cometa es que sea bien liviana. ¿Y
por qué quieres una cometa con nombre?
- Para poder hablar con ella.
- ¿Hablar?
- Sí, hablar. Yo quiero hablarle y que me cuente todo lo que
ella va mirando en el cielo.
- Era sábado. Un día transparente, como mandado hacer
para las ilusiones de los niños y para las cometas. La noche anterior
había llovido y todo estaba limpio: Las calles, los prados. Frescos
los árboles, más brillantes las flores, más juguetones
los pájaros como estrenando alegría.
- Oye, Julián, dice el papá ¿y cómo se
llamará tu cometa?
- Anoche pensé mucho y se me ocurrieron muchos nombres. Pero
al fin me decidí por Julieta. Yo me llamo Julián y ella es
hermana mía. Me gustó Julieta. Y yo de pronto le voy a decir:
“Julieta, la cometa coqueta”.
El sol brillaba serenamente haciendo guiños a las nubes, mientras
Julián, remontaba la ladera, hacia un rellano, que invitaba a gozar
del paisaje y a ensanchar el alma. El niño y la cometa llegaban
juntos. Ella, en forma de rombo, papel de colores sobre dos espigas de
caña fuertemente atadas en cruz. Un cuartel superior color sangre.
Otro verde, parecido a la esperanza. Abajo, el amarillo a la derecha y
el azul a la izquierda. Los tirantes firmes y bien equilibrados. Y la cola,
colección de retazos multicolores, trenzados por el cariño
de mamá.
Julieta y Julián. Julián y Julieta. Ambos ansiosos frente
a una original aventura. Julieta sostenida a dos manos por su amigo. La
cola a hombros del niño. La cometa, toda ella como una mariposa
tornasolada que desea beberse el firmamento.
Allá abajo corría la vida. La gente colmaba las calles.
Rugían las máquinas. El corazón de los hombres molía
a cada segundo alegrías y dolores.
A Julián le palpitaba el suyo con más fuerza. Abrazada
a su cuerpo iba Julieta, voluble y tornadiza. Dispuesta a emprender su
primer viaje.
Pero antes un beso en la mitad de sus colores, mientras la brisa los
envolvía suavemente a los dos. Era una invitación al infinito.
- ¡Adiós, Julieta!
¡Julián, adiós!.
Una breve carrera del niño el llano dejando atrás su
cometa a merced del viento. Ella se balancea dos, tres cuatro veces. Pero
ya está Julián de frente. Un tirón de la cuerda la
endereza y de inmediato Julieta cabalga sobre el lomo invisible de la brisa.
La cola serpentea coquetamente hacia arriba. Hacia abajo.
Buena experiencia demostraba quien fabricó a Julieta con cariño
paternal. Que si la cola es muy liviana la cometa se iría en barrena.
Si es muy pesada, no podrá levantarse. Julieta comenzó a
ascender como bailando un vals con el viento que la cortejaba.
- Buen viaje, hermana mía, musitó Julián.
- Hasta luego, respondió Julieta con una vocesita mimosa.
Veinte, cincuenta, cien, doscientos metros de distancia. Julián
iba entregando metódicamente la cuerda. Era todo un piloto.
De repente, la cometa se ladeó hacia la izquierda. Un ventarrón
la golpeaba desde el norte. Bastó entonces recuperar la piola y
la viajera volvió a estar en forma. Ahora avanzaba con serenidad
y decisión. Julián mantenía los ojos firmes en su
amiga. Ni el sol, ni el día le importaban. Ella. Únicamente
ella.
- ¿Por qué no vienes conmigo? Susurró Julieta.
- Imposible. Yo no puedo volar como tú, respondió
el niño. No tengo alas. Mi cuerpo es pesado. En cambio tú
eras más liviana que el aire.
- ¿Por qué no lo intentas?. Yo aprendí que cuando
uno piensa cosas nobles, cuando uno enciende en amor el alma, también
puede volar.
- Lo intentaré, pero no hoy. Y además, si yo me voy contigo
¿quién te guiará desde aquí de la tierra.
- No. Tú puedes seguir conduciendo mi viaje. Lo que te digo
es que eches a volar tus ilusiones.
- ¿ Y qué son ilusiones?
- Son deseos de saber muchas cosas. De tener junto a ti a muchos que
te quieran y quererlos en la misma medida. Todo esto podrás realizar
cuando seas grande.
- Ah, ya entiendo. Pero dime: ¿cuándo uno es grande?
Mira, lo del cuerpo no cuenta mucho. Uno es grande cuando sabe pensar
y amar bastante.
- Julieta, entonces yo he crecido mucho últimamente. ¿Cómo
me ves desde allá arriba?
- Te veo pequeñito. Ya casi no distingo el color de tu camisa.
Pero a la vez, te miro transparente y puedo admirar todas las grandezas
que llevas dentro.
- ¿Y qué más estás viendo?
- Miro el paisaje, pero en otra dimensión. Muchos colores verdes.
El de los prados. El verde suave que usan casi siempre los sauces
y los retoños de las plantas. El rojo de las manzana maduras, el
de las amapolas. El rojo de los uniformes de muchas niñas y el amarillo
de los guayacanes y las dalias.
- Julieta ¿y no sientes frío?
- Un poquito. Pero más que frío es frescura y una serenidad
interior. También veo las quebradas, las lagunas donde beben las
nubes por la tarde. Y miro el humo que sube desde las chozas campesinas.
Me huele como a incienso. Julián, ¿tú sabes cómo
huele el incienso?
- Sí, es una resina que lloran los árboles y cuando se
quema da un perfume. ¿Y por qué ese humo te huele a incienso?.
- Porque en aquellas casas vive casi siempre gente honrada y la bondad
se sube al cielo, disfrazada de humo.
- Te envidio, Julieta, Quisiera irme contigo. ¿Será cierto
que un día también podré volar?.
- Ya te lo dije. Hay varias formas de volar. Como las mariposas,
como las golondrinas. Pero también cuando uno lanza al cielo sus
deseos y sus pensamientos. Entonces, aunque el cuerpo se queda en la tierra,
uno puede recorrer el universo.
- Voy a pensarlo mucho. Me gustaría volar aún más
que tú y conocer las estrellas y caminar por otros mundos. Pero
dime: ¿Si tuviéramos una cuerda bien larga, larguísima,
tú pudieras volar hasta los astros?
- Creo que sí. Pero tú sabes que soy apenas la cometa
de un niño. He oído hablar de unas máquinas que pueden
llegar hasta la luna y aun conquistar las estrellas.
Un viento repentino empujó a Julieta y la hizo virar hacia el
oeste. Dos nubes plateadas la observaban desde arriba. .
- ¿Te gustaría alguna vez visitar la luna?
- Me gustaría, respondió Julián. Pero me han dicho
que allí no hay agua, ni pájaros, ni frutas. Que allí
no hay niños para jugar y compartir con ellos.
- ¿Qué entiendes tú por compartir?
- Esto que tú y yo hacemos, Julieta. Tú estás
más arriba, pero yo siento que palpitas conmigo entre mis manos.
Yo estoy más abajo, pero siento tu felicidad al ser mi amigo.
- ¿Y quién te ha enseñado todo esto?.
- Mis padres. Ellos comparten todo conmigo y yo con ellos.
- ¡Qué bonito!
Julieta se quedó en silencio. Una nube blanca como el algodón,
la había ocultado. Se estremeció por un momento, pero enseguida
se irguió sobre su base y levantó la cabeza, mirando en derredor.
Poco después apareció en un claro del cielo. Julián
la contemplaba alborozado, entrecerrando los ojos.
-¿Te asustaste, Julián?
- Casi me asusto. Creí que te habías perdido entre las
nubes. Pero ahora te miro más hermosa.
- Así es. Todas las cosas se vuelven más bonitas cuando
las recobramos. Esto que sucedió equivale a un eclipse: Cuando la
luz y también el amor y la alegría se esconden por un rato,
y luego vuelven a aparecer, todos nos ponemos contentos. Julián,
¿tú has sufrido alguna vez?
- ¿Sufrir? He tenido dolores. Pero también me he puesto
triste, cuando he visto sufrir a los demás.
- ¿Y esas veces qué has hecho?
Julieta recibía de frente todo el sol y parecía un astro
encendido. Si las estrellas salieran de día, hubiera podido confundirse
con ellas.
- Entonces, respondió Julián, he tratado de ayudarlos.
Pero cuando uno es niño puede hacer poca cosa.
- ¿Entonces?
- Me he acercado a los que sufren y ellos han sentido que yo
sufría con ellos. Esto les ha mermado un poquito sus dolores y a
mí me ha puesto muy contento.
- Bueno, Julián ¿y tú eres feliz?
- Pero dime primero qué entiendes por feliz.
- Yo creo que feliz es todo el que ama y es amado.
- Si es así, yo lo soy. Quiero infinitamente a mis padres y
a mis hermanos. Pero a veces, antes de dormirme, pienso cómo
haría para querer a mucha gente. Cómo haría
para ayudar a los que sufren.
- ¿Ves, Julián? Casi nunca uno es feliz del todo. Uno
es feliz como en un proyecto. Pensando en el mañana. Pero
veo que ya estás cansado. ¿Quieres que volvamos a casa?
- Todavía no. Falta que me cuentes otras cosas: ¿Es verdad
que de allá arriba todo se ve pequeño?
- Es cierto. Los edificios, las casas, los automóviles, los
árboles se ven en miniatura. Y también la gente. Desde aquí
todos los hombres y mujeres parecen hormigas. Lo único grande es
el día. Y también la luz. Y el cariño que tú
yo nos tenemos.
- Julieta ¿y te gustaría vivir siempre allá arriba?
- Me gustaría. Aquí no nos preocupan muchas cosas. Me
dan ganas de ser como los pájaros, las mariposas, aviones
y las nubes que son dueños del cielo.
- ¿Y por qué los niños no podemos volar como las
cometas?
- Sí pueden. Ya te he explicado que para volar no siempre se
necesitan alas.
Todos los relojes del mundo continuaban empujando al sol en su carrera.
El viento se había ido en busca de tarde y todas las cosa empezaban
a aquietarse. Los árboles detuvieron sus ramas. Los pájaros
regresaron al nido para pasar la noche. La luz ya no ofendía ni
la frente, ni los ojos del niño.
Entre tanto la cometa, huérfana de brisa, se mecía de
un lado hacia otro, a pesar del esfuerzo de Julián por levantarla.
El niño compendió que era necesario guiar a su amiga de regreso
y comenzó a recobrar la cuerda. La cometa zigzagueó formando
eses, ochos, círculos y espirales. Julieta se acercaba silenciosa.
- ¿Por qué no dices nada?, inquirió Julián.
- Porque no es necesario, respondió la cometa. Ahora te
toca a ti pensar. Ya terminé mi viaje. Ya te he enseñado
muchas cosas. Ahora aprende de mis giros y vueltas. Piensa que en
esta vida todo es fugaz, aún lo que llamamos alegría.
- ¿Fugaz quiere decir que se acaba?.
- Así es. Todo e s pasajero. Pero cada día y cada cosa
nos dejan un tesoro que conviene guardar. ¿Estás cansado?
- Un poquito. Pero estoy feliz. Contigo puedo subir a las alturas.
- ¿Regresamos a casa?
- Regresemos. Ha sido maravilloso este primer viaje. Mañana
podría ser el segundo. ¿Pero dime ¿cuántos
años vive una cometa?
- Puede uno vivir muchos años si tiene amigos como tú.
Si recibe cariño, si encuentra con quien compartir. Cuando uno es
amigo está seguro de que alguien lo cuida.
- Las cometas no nos sentimos solas por la noche en un rincón
del cuarto. La soledad es lo que hace envejecer.
- Julieta, me has enseñado a quererte.
- A querer, Julián, y a mirar. El amor es una forma nueva
de contemplar el mundo. Siempre uno mira con el corazón, aunque
a través de los ojos.
Gustavo Vélez Vasquez