La modelo
por Jorge S. Ruppel


Entró al camarín y todavía es escuchaban los aplausos. En la pasarela su compañera mostraba parte de la colección prêt-à-porter. Eran los últimos vestidos de colección que se iban a exhibir.
En pocos minutos llegaría el último turno  y tendría que desfilar nuevamente.
Se quitó el vestido y su cuerpo quedó cubierto solamente con una diminuta prenda,  como única barrera entre su total desnudez. El espejo, devolvía todas sus formas. No podía renunciar a la tentación de mirarse cada vez que estaba frente a uno. La imagen virtual pero real, era el recurso que le permitía admirarse a sí misma, impecable y hermosa. La vida le había dado ese cuerpo es-pectacular. Facciones armoniosas, ojos penetrantes vistosos y enormes. Todo el conjunto armoni-zaba en forma perfecta. Estaba en su mejor momento. La escuela de modelos la había preparado para caminar en forma seductora frente a un público demandante. Empresarios, damas de la alta sociedad, periodistas. Todos esos personajes llamado público, estaban afuera, esperando ver dise-ños y modelos.
Los detalles del desfile, eran prolijamente filmados.  Cada uno de los movimientos sería revisado. No habría otra nueva oportunidad para corregir cualquier error.
Sacó la prenda de la percha. Comenzó la repetida ceremonia de vestirse. Lo hizo rápidamente. La confección de seda acariciaba su piel estimulando en forma placentera su cuerpo. Caída perfecta. Revisó los últimos detalles y corrigió un poco los hombros. Estaba lista.
Un diapasón electrónico pulsado por el coordinador, le indicaba que era el momento de salir. No estaba frente a la gente pero igualmente  se desplazaba como una gacela. La presentación impeca-ble del director que volvía a repetir su nombre y los aplausos la hicieron sentir de nuevo “la pro-tagonista”.  Antes de salir, se miró nuevamente al espejo para recrearse.

En el público, una mujer muy bien vestida y entrada en años, pensaba que le vendría bien una cita con el cirujano plástico. Seguramente podría recuperar parte de la imagen que, algunos años atrás, la mostraban tan hermosa como esa  modelo. Esta evocación le provocaba nostalgia y envi-dia. Ella también, muchos años atrás, era un objeto admirado por su belleza.

La modelo se despidió del público agradeciendo los aplausos con un gesto delicado. El espeso cortinado se cerró lentamente tras su paso. La fiesta de la moda había terminado. Se sentía como otras veces muy satisfecha.
La jornada de trabajo había llegado a su fin. Arrojó el vestido en una enorme caja donde había otras prendas que esperaban ser recogidas más tarde por el auxiliar de turno. Se quitó el escaso maquillaje de sus párpados y comenzó a buscar su ropa de calle.

Escuchó unos golpes delicados que le anunciaban una visita. Atendió entreabriendo la puerta. La señora mayor de la platea, estaba ahí. Traía en sus manos un ramo de rosas de tallo corto y se los entregó. Por cortesía  hizo pasar a su admiradora que  atrapó sus manos como si pretendiera reci-bir a través de ese contacto, una transferencia osmótica de belleza y juventud. Al hacer esto,  se puso a llorar y avergonzada dio media vuelta para secar sus lágrimas con papel tisú.
De nuevo frente a ella, notó que la visitante portaba un arma, con la cual la amenazaba. El espan-to la inmovilizó.
La bala penetró sus vísceras a la altura del estómago. Una daga de fuego atravesaba sus entrañas. Sus brazos se doblaron sobre el vientre, tratando vanamente de calmar el intenso dolor o contener la vida que escapaba.
Pretendiendo evitar un daño mayor, pensó en preguntarle por qué lo había hecho, pero sentía im-potencia y dolor. No podía expresar nada. Pensó que podría tener un gesto de grandeza póstumo, casi reservado a Dios y perdonarla.
El segundo proyectil hizo impacto en el esternón y atravesó el corazón. Los brazos se extendieron y las manos muy abiertas pretendían vanamente retener la vida.
No alcanzó a decir nada. Estaba muerta.

Un señor de prolijo traje y  unos 50 años entró al camarín para quitarle el arma, al tiempo que le indicaba que la acompañara.

El juicio fue breve y la condena terrible. La prisión sería el lugar donde pasaría el resto de su vida.
No sentía culpa. Para ella todo había terminado bastante antes de escuchar la condena, cuando perdió su juventud y  belleza. Ya no había razones que justificaran su existencia.
Una revuelta de reclusas, cobraría su vida al poco tiempo. Parecía una suerte de venganza urdida desde el infierno. La reparación del daño  que no se había  perdonado.
Con un arma rudimentaria y de fabricación casera le provocaron heridas, profundas  y terribles. De un modo salvaje la habían destrozado. Quedó virtualmente destripada. Era el fin de la reclu-sión  y  también  de la vida.

La casualidad hizo que fuese enterrada en el cementerio muy cerca de su víctima como si el desti-no, después de muertas, quisiera vincularlas.

No sabía que la había transportado ni como  había llegado a ese lugar. Sus primitivas formas humanas, se habían convertido en una especie de corporización etérea.. Era una imagen rebotada en el espejo y diluida  en el infinito que se aproximaba a la idea de los que muchos definirían como espectro.
Casualidad, afinidad o destino hicieron que los espíritus de las dos mujeres finalmente se encon-traran.  En ese lugar  no había amor, rencor o indiferencia. Ninguna situación que manejaban  los mortales. El encuentro era ideal.

El ordenador del sistema, pensó que debía conservar elementos originales. La maldad era finita en sus expresiones y la experiencia, desde los tiempos eternos, demostró que habían muchas repeti-ciones. Era preferible conservar los prototipos de la condenación.  En realidad una por la acción de muerte y otra por la venganza, desde ese lugar programada, eran casi la misma cosa. Fuera de la vida, sin su cuerpo, sin belleza  y  sin espejos, no eran nada.
Por su arte,  magia y poder en un gesto simplificador las confundió en una sola pieza  reencarna-da, mezcla de ficción, locura y diversión.

Una mujer en el cementerio, depositaba flores en las tumbas de estas dos mujeres. Una pena re-mota le hizo recordar la triste historia que las vinculó  y el trágico final de sus vidas.
Bella, caminaba entre los cipreses del cementerio hasta la estación de trenes que la llevarían al centro. No prestó demasiada atención, pero el espejo  deteriorado del portal no pudo devolver su imagen. Ella se sabía hermosa.
 
Compró su boleto y se aproximó al andén. Escuchó las pitadas de la máquina y sabía que sola-mente esperaría pocos segundos.
La gente la observaba por su atractivo. No pudo resistir la tentación de aproximarse a un espejo dispuesto al costado del kiosco  para recrearse.
La impresión fue espantosa. Se movió para corregir el ángulo o paralaje, pero seguía observando lo mismo. El espejo solamente reflejaba los objetos que estaban a su espalda. Ella no tenía ima-gen. Reconoció con espanto que no podía  contemplarse.  No tenía sentido vivir con la vanidad resignada. Solamente verse  a través de los ojos de los demás, renunciando al placer de poder disfrutar  su propia belleza, desbordó en espanto.
Pensó que era una maquinación horrible, una  burla satánica. No dudó un instante en sacrificar ese juguete perverso del demonio. Se arrojó al paso del tren buscando la muerte, mientras en su cabe-za estallaba una horrible carcajada.