Entró al camarín y todavía es escuchaban los aplausos.
En la pasarela su compañera mostraba parte de la colección
prêt-à-porter. Eran los últimos vestidos de colección
que se iban a exhibir.
En pocos minutos llegaría el último turno y tendría
que desfilar nuevamente.
Se quitó el vestido y su cuerpo quedó cubierto solamente
con una diminuta prenda, como única barrera entre su total
desnudez. El espejo, devolvía todas sus formas. No podía
renunciar a la tentación de mirarse cada vez que estaba frente a
uno. La imagen virtual pero real, era el recurso que le permitía
admirarse a sí misma, impecable y hermosa. La vida le había
dado ese cuerpo es-pectacular. Facciones armoniosas, ojos penetrantes vistosos
y enormes. Todo el conjunto armoni-zaba en forma perfecta. Estaba en su
mejor momento. La escuela de modelos la había preparado para caminar
en forma seductora frente a un público demandante. Empresarios,
damas de la alta sociedad, periodistas. Todos esos personajes llamado público,
estaban afuera, esperando ver dise-ños y modelos.
Los detalles del desfile, eran prolijamente filmados. Cada uno
de los movimientos sería revisado. No habría otra nueva oportunidad
para corregir cualquier error.
Sacó la prenda de la percha. Comenzó la repetida ceremonia
de vestirse. Lo hizo rápidamente. La confección de seda acariciaba
su piel estimulando en forma placentera su cuerpo. Caída perfecta.
Revisó los últimos detalles y corrigió un poco los
hombros. Estaba lista.
Un diapasón electrónico pulsado por el coordinador, le
indicaba que era el momento de salir. No estaba frente a la gente pero
igualmente se desplazaba como una gacela. La presentación
impeca-ble del director que volvía a repetir su nombre y los aplausos
la hicieron sentir de nuevo “la pro-tagonista”. Antes de salir, se
miró nuevamente al espejo para recrearse.
En el público, una mujer muy bien vestida y entrada en años, pensaba que le vendría bien una cita con el cirujano plástico. Seguramente podría recuperar parte de la imagen que, algunos años atrás, la mostraban tan hermosa como esa modelo. Esta evocación le provocaba nostalgia y envi-dia. Ella también, muchos años atrás, era un objeto admirado por su belleza.
La modelo se despidió del público agradeciendo los aplausos
con un gesto delicado. El espeso cortinado se cerró lentamente tras
su paso. La fiesta de la moda había terminado. Se sentía
como otras veces muy satisfecha.
La jornada de trabajo había llegado a su fin. Arrojó
el vestido en una enorme caja donde había otras prendas que esperaban
ser recogidas más tarde por el auxiliar de turno. Se quitó
el escaso maquillaje de sus párpados y comenzó a buscar su
ropa de calle.
Escuchó unos golpes delicados que le anunciaban una visita. Atendió
entreabriendo la puerta. La señora mayor de la platea, estaba ahí.
Traía en sus manos un ramo de rosas de tallo corto y se los entregó.
Por cortesía hizo pasar a su admiradora que atrapó
sus manos como si pretendiera reci-bir a través de ese contacto,
una transferencia osmótica de belleza y juventud. Al hacer esto,
se puso a llorar y avergonzada dio media vuelta para secar sus lágrimas
con papel tisú.
De nuevo frente a ella, notó que la visitante portaba un arma,
con la cual la amenazaba. El espan-to la inmovilizó.
La bala penetró sus vísceras a la altura del estómago.
Una daga de fuego atravesaba sus entrañas. Sus brazos se doblaron
sobre el vientre, tratando vanamente de calmar el intenso dolor o contener
la vida que escapaba.
Pretendiendo evitar un daño mayor, pensó en preguntarle
por qué lo había hecho, pero sentía im-potencia y
dolor. No podía expresar nada. Pensó que podría tener
un gesto de grandeza póstumo, casi reservado a Dios y perdonarla.
El segundo proyectil hizo impacto en el esternón y atravesó
el corazón. Los brazos se extendieron y las manos muy abiertas pretendían
vanamente retener la vida.
No alcanzó a decir nada. Estaba muerta.
Un señor de prolijo traje y unos 50 años entró al camarín para quitarle el arma, al tiempo que le indicaba que la acompañara.
El juicio fue breve y la condena terrible. La prisión sería
el lugar donde pasaría el resto de su vida.
No sentía culpa. Para ella todo había terminado bastante
antes de escuchar la condena, cuando perdió su juventud y
belleza. Ya no había razones que justificaran su existencia.
Una revuelta de reclusas, cobraría su vida al poco tiempo. Parecía
una suerte de venganza urdida desde el infierno. La reparación del
daño que no se había perdonado.
Con un arma rudimentaria y de fabricación casera le provocaron
heridas, profundas y terribles. De un modo salvaje la habían
destrozado. Quedó virtualmente destripada. Era el fin de la reclu-sión
y también de la vida.
La casualidad hizo que fuese enterrada en el cementerio muy cerca de su víctima como si el desti-no, después de muertas, quisiera vincularlas.
No sabía que la había transportado ni como había
llegado a ese lugar. Sus primitivas formas humanas, se habían convertido
en una especie de corporización etérea.. Era una imagen rebotada
en el espejo y diluida en el infinito que se aproximaba a la idea
de los que muchos definirían como espectro.
Casualidad, afinidad o destino hicieron que los espíritus de
las dos mujeres finalmente se encon-traran. En ese lugar no
había amor, rencor o indiferencia. Ninguna situación que
manejaban los mortales. El encuentro era ideal.
El ordenador del sistema, pensó que debía conservar elementos
originales. La maldad era finita en sus expresiones y la experiencia, desde
los tiempos eternos, demostró que habían muchas repeti-ciones.
Era preferible conservar los prototipos de la condenación.
En realidad una por la acción de muerte y otra por la venganza,
desde ese lugar programada, eran casi la misma cosa. Fuera de la vida,
sin su cuerpo, sin belleza y sin espejos, no eran nada.
Por su arte, magia y poder en un gesto simplificador las confundió
en una sola pieza reencarna-da, mezcla de ficción, locura
y diversión.
Una mujer en el cementerio, depositaba flores en las tumbas de estas
dos mujeres. Una pena re-mota le hizo recordar la triste historia que las
vinculó y el trágico final de sus vidas.
Bella, caminaba entre los cipreses del cementerio hasta la estación
de trenes que la llevarían al centro. No prestó demasiada
atención, pero el espejo deteriorado del portal no pudo devolver
su imagen. Ella se sabía hermosa.
Compró su boleto y se aproximó al andén. Escuchó
las pitadas de la máquina y sabía que sola-mente esperaría
pocos segundos.
La gente la observaba por su atractivo. No pudo resistir la tentación
de aproximarse a un espejo dispuesto al costado del kiosco para recrearse.
La impresión fue espantosa. Se movió para corregir el
ángulo o paralaje, pero seguía observando lo mismo. El espejo
solamente reflejaba los objetos que estaban a su espalda. Ella no tenía
ima-gen. Reconoció con espanto que no podía contemplarse.
No tenía sentido vivir con la vanidad resignada. Solamente verse
a través de los ojos de los demás, renunciando al placer
de poder disfrutar su propia belleza, desbordó en espanto.
Pensó que era una maquinación horrible, una burla
satánica. No dudó un instante en sacrificar ese juguete perverso
del demonio. Se arrojó al paso del tren buscando la muerte, mientras
en su cabe-za estallaba una horrible carcajada.