Lilian
por Bob T. Morrison



Lilian es amiga de mi mujer aunque es una chica realmente estúpida. Siempre sonríe cuando no sabe qué decir —la mayoría de las veces— como si esto le pudiera sacar del apuro. Comprendo por qué su marido cogió sus cosas y se largó. Vivía cerca de casa, en unos enormes bloques de apartamentos. Tenía una hija y un perro.
 Lilian deseaba mudarse; no podía pagar la hipoteca. Encontró un trabajo fuera de la ciudad y una casa accesible a su economía.
 Me enteré por Berta, mi mujer: era una casa pequeña, de dos dormitorios, situada en una pequeña urbanización. Tenía jardín y patio trasero.
 Recuerdo que pensé: todos los tontos tienen suerte.
 Dos meses después Lilian aún vivía cerca de casa; quiso ganarse una pasta extra: se metió como camarera en un bar nocturno.
 Una noche, después de cenar, mi mujer comentó:
 —Mientras Lilian trabaje yo cuidaré a la niña; también bajaré al perro.
 Arqueé las cejas y la miré.
 —La hija de Lilian ¿recuerdas?
 No hice mucho caso y continué viendo el televisor.
 Mi mujer cuidaba de la niña; le gustaba hacerlo; sirve para los críos. Sacaba a pasear al perro y lo cepillaba a diario; hasta lo bañaba. En cambio, yo estaba atiborrado de los dibujos que daban en la televisión y de los pelos del chucho.
 Una tarde, mientras leía el periódico, mi mujer me contó que la niña se quedaría con nosotros un par de meses más.
 —Una maravilla, cariño —le dije sin apartar la vista del diario.
 Me contestó, aunque no recuerdo qué dijo; se levantó y se fue a la cocina.
 Al cabo de un par de días Lilian llamó; habló con mi mujer y la niña (soy incapaz de recordar su nombre); Lilian no metía nunca los pies en casa si yo estaba. Aquello me parecía exagerado.
 Aquella noche decidí salir. Le dije a Berta que no me esperara levantada. En la calle, me metí dentro del coche, lo puse en marcha y encendí un cigarrillo; di un par de caladas y el automóvil se llenó de humo. Arranqué.
 Bajé por la avenida y, tras cruzar el túnel, giré a la izquierda. No hacía frío. Me apetecía tomar algo. No tuve dificultad en encontrar aparcamiento.
 La ciudad estaba desierta. Sólo algún que otro tipo vagabundeando. Sabía que el lugar donde trabajaba Lilian no estaba lejos.
 Las luces de neón formaban la palabra CLUB. La puerta, negra y con una mirilla enorme, estaba cerrada.
 Pulsé el timbre. Un tipo vestido con un uniforme de botones me hizo pasar. Estaba oscuro y lleno de humo. En la barra había dos chicas: una en la máquina registradora y la otra dándole el palique a un viejo. Del fondo provenían risas y murmullos mezclados con una neblina. Me senté en un taburete; se acercó la chica de la caja registradora y le pedí un whisky. Me lo sirvió y volvió a su sitio.
 Al rato vi a Lilian: llevaba una falda muy corta y una blusa. Se acercó con una sonrisa; miró el vaso y dijo: ¿me invitas?
 Asentí. Se puso un dedo de JB. Se agachó —le vi las bragas; eran de color azul claro— y cogió un botellín de agua. Lo mezcló.
 Chocamos los vasos y en el fondo se oyó una risotada.
 —Me llamo Sandra —dijo¾. —No llevaba sostenes.
 Me preguntó si era de la ciudad y en qué trabajaba... ella me conocía... yo la conocía... nos conocíamos... aunque fuera de vista. Continué el juego; le contesté que era la primera vez que venía a la ciudad; estaba por negocios. Trabajaba en una empresa de construcción.
 Cogió el vaso —tenía las uñas largas y rojas— y se lo llevó a los labios.
 —Estás muy serio —dijo de pronto.
 —Tengo problemas.
 Apoyó los codos en la barra y el escote cayó; vi como sus pechos se balanceaban.
 El viejo no callaba; su chica estaba recostada en el estante de las botellas.
 Lilian me contó que su marido la dejó por una jovencita; que el muy cerdo tenía un montón de deudas y que ella tenía que trabajar para pagarlas. Me dijo un montón de cosas más pero me importaban un cuerno.
 De cuando en cuando me enviaba una de sus sonrisas.
 En el fondo se escuchó un ruido de cristales rotos y una muchacha salió corriendo;
 —Parecen que se divierten —dijo Lilian. —¿Me invitas a otra?
 Llenó su vaso de agua con whisky; también me invité.
 —Esto me va a costar una fortuna —susurré.
 Ella se dejó caer el escote y dijo: un día es un día.
 Le dije que ahora no me puedo permitir estos días; mi mujer era una tonta por dejarse engañar; también le hablé de la casa; nosotros ni siquiera teníamos jardín.
 Lilian, perdón, Sandra me escuchaba atentamente y movía la cabeza —también los pechos— como si participara de mi problema; lo comprendía.
 Entonces dije: cogeré un maldito bulldozer y me las pagará. Le voy a joder la casa.
 Abrió los ojos y no pestañeo. Ni siquiera sonrió. Se pasó la lengua por el carmín.
 —No lo hagas; ten un poco de paciencia. Estas cosas se arreglan por sí mismas.
 —¿Cómo tengo que decir que estoy harto de la cría y el perro? —mi voz sonaba ronca— estas cosas me ocurren porque en el fondo soy un sentimental... la gente se aprovecha de mí.
 Apuré el vaso y encendí un nuevo cigarrillo.
 El viejo continuaba con su cháchara; Sandra metió la VISA en la máquina y firmé el recibo. Me despedí de ella.
 No había nadie en la calle. Una vez en el coche puse la radio; sonaba una vieja canción de Paul Anka. Tomé el camino a casa. Estaba nublado y no hacía frío; el aire era muy caliente. Era una noche realmente asquerosa.

Bob T. Morrison