“Los soñolientos vigilantes de Cupido
descuidaron el trigo y la vid,
y la fruta puede caer presa de los pájaros rateros”
William Holman Hunt
Londres, 3 de mayo de 1998
Querida Vicki:
Hace dos días que estoy acá e hice todo lo
que papá me dijo que hiciera, pero así no me va mejor, no
te vayas a creer. Yo no sé por qué a papá se le ocurrió
que iba a olvidarme de Felipe en Londres. Igual yo hice todo lo que él
me dijo.
Cuando llegué a la aduana, me dí cuenta
de que andaba con la plata justa. Ahí nomás me subí
a un taxi, y me agarré de él como del último salvavidas
en un naufragio. Le indiqué al chofer Baker Street. Yo creo que
el chofer no me entendió ni jota y no hacía más que
mirarme con los ojos fuera de órbita. He descubierto que mi curso
en la Cultural, el Primero Acelerado no sirve para entenderse con los ingleses.
Por señas me va un poco mejor. El taxista me dejó en un parque
luego de cobrarme lo que hubiera pagado el Zar de Rusia para impedir que
los revolucionarios lo ejecutaran. Me tiró mis bártulos y
así fue como se me arruinó el walkman ese que papá
compró en el Once y que parecía Sony pero que no lo era.
El parque aquel era la muerte en vida, Vicki. Si yo sabía que había
parques así, te juro que nunca le aceptaba a papá la idea
de venir a Londres. Repleto de cipreses, unos cipreses terribles, grises,
ululantes, en medio de un día tìpico londinense, que, en
un parque es como para darte escalofríos: nieblas densas, humedad,
llovizna, fango y suciedad. Comienzo a deambular por el parque en búsqueda
de ayuda, cargando mis bártulos. Repito, Help, help, pero la gente
se alejaba de mí como de la peste amarilla. Consulto el mapa que
me dió papá. En el mapa, Baker Street, la calle donde se
suponía que estaba la pensión, no figuraba. Camino en redondo
alrededor del parque. Te juro que creo que había cuervos encima
de los cipreses, y los cuervos me miraban fijo, y graznaban entre ellos.
Comentaban sobre mí, seguramente, ¿de quién podían
murmurar si no?. En mi desesperación llegué a suponer que
la pensión de la Sra. Sutherland adonde papá me había
reservado una habitación eran fantasías. Para colmo, Vicki,
yo iba calzada con los tacos de diez centímetros que allá
en casa me ponía para alcanzarlo un poco a Felipe. Caminé
así como veinticinco cuadras, girando alrededor del parque. Yo toda,
Can you help me, please?, pero los ingleses, hablaba yo y pasaba un carro.
Me sentí un ungulado del canal de documentales, una gacela infeliz
saltando sobre dos uñitas. Al rato, un tipo con aspecto de desahuciado
(un schlemil, diría la tía Sarita), se me acerca. Emite un
gorgorismo. Yo asiento. Repito, Can you help me...? y etcétera.
El tipo, me dice que se llama John o Jack o Joe. Me dá igual como
se llame. Le explico a cómo-se-llame que quiero alcanzar Baker Street,
la pensión de Mrs. Sutherland adonde papá me reservó
una habitación. Mrs. Mary Sutherland, repito vehemente. A Joe se
le iluminan los ojos, tal vez porque la pensión de Mrs. Sutherland
es más conocida que la ruda, en Londres, y Jack lanza otro gorgorismo.
Corre John o Joe o Jack o como se llamara y para un taxi. Aferra uno de
mis bártulos, justo el que contiene la balanza para pesarme por
si engordo en Inglaterra y el Ekeko boliviano que fuma para la buena suerte.
Me despido de mi buena suerte observando a Jack subirse al taxi con mi
valija. Caracoleamos dentro del taxi un buen rato. John me habla de Londres,
me dice que trabaja en las afueras, Bombury o algo así. Yo inclino
la cabeza, encojo los hombros: a mí me dá igual lo que haga
Joe para ganarse la vida, además, Vicki, tenía un aspecto
del que uno no podía dudar que lo del trabajo era una mentira. Llego
a pensar que lo extraño a Felipe y que no es bueno que me haya separado
de mi marido aunque papá diga que un hombre no puede hacer lo que
hizo Felipe conmigo, pero en fin. En eso noto la suma que marca el taxímetro
y rompo a llorar. El chofer se dá vuelta y pregunta algo, John dice:
She’s mad. Y hace la seña de que me falta un tornillo; después
me alcanza un pañuelo de papel, y yo me sueno la nariz con la fuerza
digna de un elefante. John abre la puerta del taxi y saca mis bártulos,
yo pago y plugo a Dios que no me abandone durante mi estada en Londres.
Jack se mete en una casa pintada de verde claro, y es sabido ya, Vicki,
cómo me marea el verde claro, pero igual sigo llorando y no atino
a decir ni mu. John toca la aldaba y oigo chirriar un postigo que se abre,
y ahí, sí, llega una mujerona que no pudo sino haber sido
una madama de burdel, muy sonriente, con lunares dieciochescos pegados
en las mejillas y mucho polvo blanco estilo arlequín en la cara,
y me dice: Hellou, hellou, I’m Mrs. Sutherland. Pero si ella era Mrs. Sutherland
yo soy Juana de Arco, Vicki, te lo juro. John o Jack dice que él
es John o Jack y escucho por primera vez su apellido que es Belmonte,
y yo no tengo mejor ocurrencia que preguntarle si él no será
de los Belmonte de Friuli que se pusieron el negocio de cueros en Belleville
a los que papá les compra la napa de vestimenta. John se mira con
la farsante Sutherland y se hacen una seña que no comprendo. Después
ella sonríe con su cara dentadura y me hace subir por una escalera
de caracol hasta el cuchitril que osa llamar “mi cuarto”. El cuchitril
huele a moho y a rata muerta décadas atrás, y la farsante
abre los postigos que crujen y veo entonces el típico paisaje londinense
que antes te he descripto -niebla, llovizna, fango y suciedad- a través
de unos visillos de encaje amarillentos. La farsante dá palmas en
el vacío al ver mi cara de consternación, como si festejara.
Miro en derredor, John sigue a mi lado pegado como una lapa. De pronto
intuyo con mi sexto y embotado sentido que John pretende quedarse conmigo
en mi cuarto. Noto extrañamente, Vicki, que John tiene su mano apoyada
sobre mi omóplato. Enseguida siento como un brazo viscoso de pulpo
en mi espalda. La falsaria Sutherland se aleja con aire de acá no
pasó nada, y entonces el monstruoso John se acerca como para besarme.
Yo grito, Vicki, qué voy a hacer. Revoleo el tapado de marta cibelina
que me dió mamá para que luciera en Londres, y con él
toreo a John, hasta que el susodicho John se cansa y se sienta sobre la
cama. De inmediato comienza a llorar. Llora e hipea: es un espectáculo
aberrante, pero curioso a la vez, porque yo nunca ví llorar a un
hombre: Felipe jamás lloró, cuando estaba nervioso únicamente
hacía lo que hacía y por lo que papá me mandó
a Londres, y papá tampoco lloraba nunca ni cuando se murió
la abuela aunque era ya tan vieja que todos esperábamos que la abuela
se muriera como quien espera la paz mundial. Al único que ví
llorar fue a Alejandro como a los tres años y fue porque le rompí
el tren eléctrico de una patada, y lloró como un marrano
la noche entera y papá vino y me pegó de un modo con el cinto
que yo no sé por qué después me viene con lo degenerado
que es Felipe. Yo siempre me pregunté si Alejandro no quedó
tartamudo y asmático porque le aplasté el tren de esa manera,
pero era que yo ya no aguantaba el silbido de ese tren de porquería
que mamá le había regalado. Me quedó culpa con eso,
Vicki. ¿Vos pensás que Alejandro quedó tartamudo por
culpa mía, Vicki? Igual, la tartamudez de Alejandro no me quita
el sueño, porque bien que él se vengó de mí
cuando cumplí quince años y me quemó el vestido de
tul con el encendedor. Y yo quedé desnuda e incinerada delante de
los ciento doce invitados a la fiesta más el tío Alberto
que vino de incógnito porque le debía plata a papá,
¿te acordás, Vicki, de mi fiesta de quince?
Pero vuelvo a esto que me pasó con John en el cuarto de
la falsaria Sutherland, en calle Baker Street apenas unas cuadras arriba
de donde vivía Sherlock Holmes o Conan Doyle, no sé bien:
para mí es lo mismo. John estaba meta llorar y a mí me entró
pena. Yo hice una seña, me señalé el pecho, diciendo:
Yo, Judit, había visto que en Tarzán todo el mundo habla
así y se entiende. John repitió, Judit. Yo agregué
golpeándome el pecho con el tenor del mea culpa, mea culpa: Judit
Zusman. Me senté a su lado, y el tipo sacó un pañuelo
de papel que traía escondido en la camperita, donde se ve que llevaba
como media tonelada de pañuelos. Todos los pañuelos de papel
que él tenía olían a lavanda y a pelo de gato, casi
tuve un ataque alérgico. John se apoyó en mi hombro y lloró
como un niño. A mí ya no me hacía tanta gracia lo
del llanto, así que le pedí que se fuera, pero él
hizo no con la cabeza. Le dije que lo dejaba estar por un rato, y me recosté
en la cama porque también yo estaba muy cansada.
Después me quedé dormida como una santa.
Al despertar noté que John no estaba más a mi lado:
había huido. Una nota a los pies de mi cama garrapateaba algo en
inglés. Yo no entendí ni jota por esto de que los cursos
de la Cultural no sirven. Nunca hagas un curso en la Cultural, Vicki, yo
sé lo que te digo. La falsaria Mrs. Sutherland entró en mi
habitación y trajo té y unas masitas húmedas como
todo el paisaje de Londres -aquello de niebla, llovizna, fango y suciedad-.
Le pregunté por el muchacho, the boy, the boy, the man, the blonde
man, y así hasta que ella reaccionó y me contestó
que el blonde man que me acompañaba se había ido calle abajo
hasta el puente sobre el Támesis. Me encojí de hombros, asentí,
guiñé los ojos, y demás, porque me es fácil
comunicarme por gestos más que por palabras, y además así
hablan en Tarzán y todo el mundo se entiende. Pensé, y sigo
pensando que, tal vez, vos vieras, no era para nada desagradable el tal
John, ¿qué fronteras hubiera podido haber, fin y al cabo,
para nuestro amor?, y hasta quizá yo hubiera podido ayudarlo para
que él dejara de ser mendigo y se dedicara a una ocupación
más decente. Engullí las masitas de sabor venenoso a jenjibre
y sésamo, y me puse a ver el deprimente paisaje de mi primer día
en Londres. Las puestas de sol son horribles, Vicki. ¿Por qué
habrá elegido papá un lugar tan deprimente para mandarme?
¿Cómo se supone que me voy a olvidar a Felipe así?
Por lo menos, cuando fue lo de Alejandro, que lo pescó in fraganti
con aquel muchacho, papá lo mandó a Italia: seguro que Italia
es más bonita: Alejandro siempre liga de papá las mejores
cosas. Y vos misma, Vicki, ¿acaso no te fuiste a Mexico con Estercita
Bloj, y aunque papá sabía que no se iban de trabajo de campo
igual les pagó el viaje y ni siquiera gruñó cuando
vió aquellas fotos de ustedes en mínimas mallas tomando el
sol en Acapulco? (Por cierto Vicki, ¿cómo se atrevió
Estercita a ponerse esa mallita con semejante cuerpo de elefanta que tiene?
Por favor, no vayas a comentárselo, que quede entre nosotras, Vicki,
pero yo, te juro, que yo con ese perímetro de caderas no me asomo
ni a la puerta.) Pero a mí papá tenía que mandarme
a Londres. Aburrimiento enorme. Siempre lo mismo conmigo. Al final, me
entristecí tanto esa noche, que pregunté a la farsante Sutherland
cuál era el camino hacia el Támesis. Y no me quería
decir la muy estúpida. Ponía cara bovina y me indicaba que
era mejor el Palacio de Saint James o la National Gallery, el British Museum...¿Soy
tonta yo acaso? Pero esta mujer no quería comprender que yo quería
una vista del Támesis mi primer atarcedecer en Londres, y quién
sabe, capaz que me volvía a encontrar con John, que fin y al cabo,
era a la única persona que conocía en toda la vasta Inglaterra,
y ojalá llegara yo a tiempo antes de que él se arrojara al
río, porque seguro que iba a tirarse al río, después
de todo lo que lloró en mi cuarto y sus ojos que clamaban al vacío
como dos canicas de vidrio. Yo debería haberme compadecido del pobre
John, sólo que me quedé dormida. Pobre John.
La falsaria Mrs. Sutherland prometió preparar un pollo
frito para la cena, pero hasta hoy no lo he visto. Reapareció cerca
de la medianoche gimiendo no sé qué cosa, y me llamó
por mi nombre y apellido y dijo que alguien me hablaba por teléfono.
Yo pensé: John. Cuando atendí era Felipe. Me dijo que vos
le habías dado la dirección a despecho de que papá
se enterara y que él estaba arrepentido de haberme pegado y que
no lo iba a volver a hacer jamás, y también decía
que iba a cambiar y que estaríamos juntos para siempre y que me
adoraba y todo lo demás. También insistió con que
él me había jurado amor eterno, y yo nada, ni una palabra,
pero lo del amor eterno, como dice Alejandro, era para cuando la gente
tenía un promedio de vida de treinta y cinco años, de resultas
que el amor eterno duraba apenas una década. ¡Pero ahora la
gente vive ochenta años!! Ochenta años o más -acordate,
Vicki, sino de la abuelita Rebeca-. ¿Cuánto debería
durar entonces el amor eterno ahora? Por favor. Bien claro dijo
Felipe que tanto me amaba que si yo le mandaba el pasaje él se venía
a Londres conmigo, sólo que yo ya había notado que me estaba
faltando la tarjeta de crédito. Sí, Vicki: porque se vé
que John o la farsante Sutherland o los taxistas o alguien me la había
sacado, y ¿cómo iba a explicarle a Felipe que me habían
robado la tarjeta? El era capaz de volver a pegarme aunque mediara un océano
entre nosotros. De verdad, Vicki, seguro que se venía a Londres
nada más que para pegarme porque me faltaba la tarjeta de crédito.
Él es un recogedor de basura. A cualquier cosa que hago mal me sale
con reproches antiquísimos del pasado y después se pone como
se pone, y acá estamos, acá estoy, quiero decir. Igual, él
seguía rogándome, y ese llamado desde Argentina estaría
costándole una fortuna. Que hablara nomás entonces: bien
me merezco que el cretino de Felipe invierta algo en mí, ¿no?.
Al final le dije a Felipe que Londres era un lugar hermoso, hasta lleno
de sol le dije que era, y que quería estar sola. No sé por
qué le dije lo de estar sola, porque yo sin Felipe estoy como que
me muero, a pesar de que no tenga fe en el amor eterno ni nada, yo sin
Felipe ni duermo ni respiro, pero le contesté que quería
estar sola para pensar -fijate, Vicki, para pensar, le dije- y creo que
fue de rabia. Después de todo él había tenido esa
aventura con Miriam, la del negocio de pulseritas enchapadas en oro, y
yo me la aguanté calladita y nunca se lo dije a nadie, Vicki, la
cretinada que me había hecho Felipe con la teñidita esa.
Así que ahí nomás le corté la comunicación
a Felipe, y tan enfurecida estaba esa noche que agarré y salí
a caminar, y me fui derechito para donde se supone que está el Támesis,
y caminé y caminé hasta que me dí cuenta de que me
había perdido y el viento frío y londinense me pasaba a través
del tapado de marta cibelina como si nada, porque mamá no se dió
cuenta que estaba todo apolillado el tapado que me prestó. No volví
a ver a John o Jack o Joe o como se llamara: la verdad es que me dá
igual.
Mando un paquete con whiskies para Alejandro y unas novelas
para vos. Por favor alcanzale las botellas a Alejandro al negocio o a casa.
El dice que en el negocio le roban, capaz que es mejor dejárselo
en casa con el cuidado suficiente de que papá no las descubra. No
le digas a papá que te escribí y si pregunta por mí
decile que estoy muerta, que me tiré a las heladas aguas del río
Támesis, y que Mrs. Sutherland es una estafadora de la peor calaña.
Me gustaría que estuvieras acá. Cariños:
Judit.
P.D.: Si Felipe vuelve a preguntar por mí, decile que me va espléndidamente.
Que hay un Duque de Northumberland interesado en mi. Igual no te lo va
a creer, pero intentalo.
Rosario, 25 de junio de 1998
Querida Judit:
Debo decirte que papá se enojó mucho cuando
supo que te habías ido con ese Joe o John o Jack, el extraño
ese, en fin, a conocer París. Tenía toda la cara roja e hinchada
cuando se enteró y con Alejandro creíamos que papá
iba a estallar. Demás está que te diga que Alejandro estaba
contentísimo con toda la situación, porque es un perverso
que disfruta con los escándalos de la gente. Papá tuvo después
un ataque de tos, y entonces Alejandro no se rió más porque
tuvo miedo que en su ira lo quitara de la herencia.
Ester -la verdad, Judit, hablaste injustamente de
ella: la pobre Estercita está haciendo una dieta, y cada vez que
pasa debajo de una puerta se machaca las caderas contra los dinteles a
ver si así se le achican-, decía que ella te envía
sus saludos, pero igual opina que no deberías haberte fugado por
toda Europa con un desconocido, del que ni siquiera sabemos a ciencia cierta
cuál es su nombre, si Joe o John o Jack, y menos, dice Estercita,
deberías haberte instalado con él en Italia, tan sólo
porque él haya dicho que quería volver a ver a sus parientes,
ya que Italia, acota Estercita, es un país de lo más fraudulento.
Eso sí, habrá sido romántico, ¿no? Ella dice
que los italianos son muy vigorosos y tienen un fuerte ascendente sexual.
Mamá también se enojó por lo que
dijiste sobre su tapado de marta cibelina y no piensa volver a hablarte
sino lo traés de regreso sano y salvo tal como te lo prestó.
(Por el tapado de marta cibelina de mamá te pueden dar unos mil
o mil doscientos dólares estima Alejandro, y aconseja que le zurzas
los agujeros para que el animal no se ponga calvo). Respecto de que te
hayas ido por ahí con un hombre (mamá pronuncia “hombre”
con la misma hache de horror, te imaginarás) desconocido tan velozmente,
ella comenta que es un capricho y que siempre fuiste caprichosa de chica,
como cuando te empecinaste en comprar el robot a pilas y después
lo machacaste con un martillo porque no tenía luces en los ojos.
Yo no recuerdo que hayas destruido un robot. Con Alejandro contabilizamos
unas cuantas radios, el grabador, los discos de Elvis Presley y el televisor
blanco y negro: no recordamos que hayas roto otra cosa.
Prometo mandarte avisar cuando todo esté tranquilo,
para que vuelvas. Te quiere,
Vicki.
P.D.: Dice Alejandro que mandes más whisky.