Me acuerdo de la tibia noche de enero, el mismo
día en que mataron a Suárez y le pusieron ramitas en la cabeza,
para burlarse.
Me acuerdo de cómo lo lloré, cómo
lo metí bien profundo en algún rincón de mis recuerdos,
o del corazón, de la cabeza, no sé... no sé dónde
está pero sé que está, si hasta lo veo a veces desde
allá, apuntándome con esos ojos de tristeza que tenía,
esos ojos que te hacían llorar no más que por mirarlo. Te
miraba y hasta parecía que se burlaba de vos, que te estaba gastando
con esos ojos tristes, con la sonrisa tan estúpida en esa cara que
no tenía de que reírse.
Se había casado poco tiempo antes que
lo mataran, se casó como pudo, con apenas unos mangos que consiguió
de algunas changas, con esa guita se mudó a una casa en Berisso,
en la peor parte, donde sólo van los que te lloran con los ojos
y te ríen con el resto de la cara.
Se casó y todos pensamos que iba a
andar mejor, que las cosas iban a mejorar. Pero no. Qué iba a hacer
si no tenía ni para el pan, apenas podía darle de vez en
cuando algo para comer a Graciela que no fuera las sobras de alguna otra
casa. A veces comía mis sobras. Yo le guardaba pedazos de pollo,
o un poco de torta de algún cumpleaños. Me ponía contento
cuando sobraba mucho y se lo podía dar. El otro todavía me
agradecía. Me parece estar viéndolo, el día que la
mujer se cansó y él vino a contarme, mientras rasqueteaba
la mesa del fondo, y de vez en cuando se le quebraba la voz y yo tenía
que mirar la mesa para no correr a abrazarlo y ponerme a llorar con él.
Siempre había querido tener pibes,
y hacía poco había nacido el primero, que vivía en
Ensenada con la madre, y de vez en cuando lo veía. Pero él
lo quería criar, quería verlo todos los días
y levantarlo a la mañana para alzarlo un rato antes de salir a laburar.
Estaba loco por el pibe, ya se lo imaginaba jugando en la primera de San
Lorenzo, metiendo goles en algún clásico, coreando su apellido
en la tribuna. Puede ser que cuando hablaba del pibe se le pusieran los
ojos distintos, puede ser que le dejaran de llorar o que las lágrimas
no me parecieran tan tristes.
Me acuerdo de las manos llenas de callos,
de las uñas blancas, endurecidas de tantos golpes y tanta cal y
cemento. Tenía la piel arrugada, agrietada, a veces me hacía
acordar a la tierra seca, esa que ruega por unas gotas de agua y te muestra
las heridas para que le tengas más compasión. Él no
buscaba compasión, pero igual a mí me daba lástima
y yo le daba una manito de vez en cuando, le tiraba unos mangos, le daba
la comida, cuando algún pantalón se me ponía viejo
se lo daba a él, entonces yo le veía la cara feliz de verdad,
pero igual me seguía pareciendo que lloraba.
Justo el día anterior habíamos
estado juntos, había venido a hacerme un laburito en el techo de
la sala, se había llenado todo el pelo de pintura blanca,
había quedado todo sucio pero no pude ofrecerle la ducha, me dio
vergüenza y se tuvo que ir hasta su casa arrastrando miseria, todo
pintado y pobre. La última vez que lo vi se iba con una bolsa con
un poco de comida que me había sobrado de la noche anterior en una
mano y unos diarios viejos que no sé para qué quería
en la otra. Se iba con esa sonrisa en la cara, pero los ojos igual se me
metían en el medio del alma y me partían de vergüenza.
Así lo vi irse caminando hasta la parada del colectivo y después
no lo vi más. Me contaron que le pegaron un tiro cerca de la casa,
vaya a saber en que carajo estaría metido. Dicen que le pusieron
ramitas en la cabeza, no sé por qué pero se me da por pensar
que fue como una corona, que lo coronaron para burlarse más, y quizás
hasta le metieron unos buenos azotes para que aprenda, y si no lo pudieron
crucificar será porque tenían poco tiempo, si esos tipos
andan siempre corriendo, siempre ocupados. ¡Qué se van a tomar
el trabajo de crucificarlo encima! ¿Para qué?, si a Suárez
le alcanzaba con unas ramitas en la cabeza...