Carlos nació en una tarde de abril, aunque más parecía agosto. Hacía un tiempo pegajoso y sofocante, y el alquitrán de las calles de Madrid olía a quemado. Numerosos familiares se acercaron hasta el hospital para esperar su nacimiento, como siempre le contaban sus padres, aunque en realidad fueron allí para refugiarse en el aire acondicionado, cosa que él nunca supo ni sospechó. Carlos siempre tuvo el defecto (o virtud) de escuchar con paciencia a todo el mundo, a los que había que escuchar y a los que no, aunque al final vaya usted a saber, porque uno nunca sabe cómo van a salir las cosas, y a lo mejor hay que escuchar a los que no hay que escuchar, o así lo solía explicar él.
Al nacer pesó tres kilos y medio, y mostró al mundo una casi completa cabellera negra, que luego se transformó en rubia y más tarde en pelirroja, tras haber pasado por varias calvicies, cosa que al parecer no es tan sorprendente.
De su infancia hay poco que contar, al menos que sea divertido. Leía bastante, ya desde muy pequeño, y de preferencia novelas largas de tema histórico.
Hacia la adolescencia, empezó a interesarse por novelas que contuvieran escenas eróticas, en especial Cien años de Soledad, y otras obras con similares juegos sexuales en lugares acuáticos. A pesar de lo cual, nunca se interesó por libros de menos de 300 páginas, ni dejó de comentarlos desde un riguroso punto de vista intelectual.
Una tarde, sin embargo, no pudo resistir la tentación, y entreabrió una revista de las que su madre usaba para encender la cocina de carbón, las cuales él con frecuencia había tildado de falsarias y cursis, aunque a decir verdad jamás las había leído, que él pudiera recordar. En la portada, a pesar de tratarse de un número atrasado, un contundente título, informativo a más no poder: “Sofía Loren ha muerto (p. 28)”. Qué raro, pensó, no sólo que hubiera muerto meses atrás, cuando ese número de la revista fue impreso, sin que él se hubiera enterado, sino sobre todo que la noticia no mereciera ni un espacio en la página 2... Al llegar a la página 28, la notoria explicación: “Sofía Loren ha muerto... para uno de sus mejores amigos, que ha decidido no volver a dirigirle la palabra”. Y unos párrafos más abajo: “El magnate afirmó con rotundidad a su más íntimo círculo de amigos: “Sofía Loren ha muerto para mí. Yo ya no pienso dirigirle ni una palabra más... ni una, por el resto de mis días”.
Esta anécdota, claro, carecería de relevancia, excepto que Carlos decidió incluirla en la limitada lista de “grandes anécdotas” que contó durante toda su vida, y que, de algún modo, el pensar continuamente sobre ella, o sobre lo divertido que puede resultar que a uno le mientan, tuvo consecuencias mayores en su biografía, como se verá más adelante, si el paciente lector continúa a través del lento zigzagueo de estas páginas.
A los dieciséis años, Carlos se enamoró por primera vez, aunque luego él solía decir que en aquella ocasión “no se enamoró mucho”, lo cual por supuesto creyeron pocos, siendo verdad universal aceptada por todos que “los amores primeros son muy malos de olvidar”, como dice el romance. El personaje en cuestión se llamaba Anthony, y era un chico medio americano, bastante snob y completamente bilingüe, que solía presumir de sus largas estancias en Washington D.C., aunque en realidad llevaba varios años sin salir de Madrid. Carlos, alertado por algunos amigos al respecto, nunca dio mayor importancia a la falsedad del dato, y sólo dejó de salir con Anthony cuando éste, sin más, le abandonó un día para ponerse a la tarea de seducir a Almudena, una chica pelirroja de Argüelles, tras lo cual los amigos de Carlos, que en cierto modo eran también los amigos de Anthony, aunque no se les notara mucho, decidieron inventar varios chistes sobre la “pelirrojisexualidad” del “madridamericano”, los cuales siguieron sin ser graciosos a lo largo y ancho de los varios años en que fueron contados a diario.
El caso es que Carlos no se enamoró de nuevo hasta los diecinueve, cuando ya estudiaba en la universidad, y que su segunda experiencia “acuática” fuera de los libros le dejó más marca que la primera; no en balde, por la huidiza Anais (nombre auténtico de la chica) lloró en dos ocasiones. Pero tenemos que ir por partes, y antes de esto Carlos se sumergió en sus libros y sus estudios.
Siendo en lo básico un hombre de letras, aunque no incapacitado para lo científico, Carlos decidió cursar estudios de historia, con la idea de especializarse en las migraciones de los pueblos eslavos; sería largo explicar por qué. En realidad, terminó estudiando varias lenguas no eslavas y convirtiéndose en traductor, aunque la de traductor casi nunca fue su ocupación principal.
Entre los dieciocho y los diecinueve años, comenzó a estudiar tantas lenguas, aprovechando la falta de contenido de los ruinosos programas académicos que cursaba en la Complutense, que sus amigos se maravillaron de que tuviera tiempo, entre tanta fonética y sintaxis, no sólo de fijarse en ella, sino hasta de seducir a Anais, o “la francesa esa con la que salías” como fue conocida luego. Por cierto, nadie comentó la aparente “pelinegrisexualidad” de Carlos, aunque Anais era tan morena como Anthony. O quizá lo comentaron, pero nunca cuando estaba yo presente, porque yo siempre fui muy parcial y muy fiel hacia Carlos. Vaya, aquí se ve la sombra del narrador en el cuento y yo no quería hablar de mí mismo, no se volverá a repetir.
Sea ello como fuere, en el verano de su primer año en la universidad, viajando por Italia, Carlos encontró un segundo gran titular falso en un periódico local, cuyo nombre ignoro, lo que acabó de rematar su interés por las noticias falsarias. Junto a una foto en blanco y negro de la ilustre estatua, un sugestivo titular en letras rojas: “¡El David de Miguel Ángel se mueve!”, o como se diga en italiano... Claro está, en la página 13 (oh, mala suerte), el nefasto periódico explicaba que “la estatua creada en el Renacimiento por el inigualable maestro florentino será trasladada en junio a la Piazza della Signoria, para el rodaje de una película documental patrocinada por la cadena japonesa de televisión Fuji, tras lo cual retornará a su habitual refugio dentro del museo bla bla bla, siendo de nuevo sustituida por la réplica realizada en 1921 por Domenico della... lo que sea”. En fin, que, quizá desalentado por la falta de vida del David, el cual ni movió un músculo durante la visita de Carlos al museo, el otoño siguiente cayó en brazos de Anais, cuyas cartas de amor resultaron también, a la postre, harto falsarias.
Sentados en una terraza de París, durante uno de aquellos viajes de una semana sobre los que hablaban y presumían durante varias eternidades, Carlos comentó a uno de sus mejores amigos que, cito textualmente, “hay mentiras tan interesantes que hay que leerlas”.
Anais le había pedido que pusiera sus sentimientos más íntimos por escrito, y aunque él se resistió al principio (ella se lo pidió cuando ya se estaban acostando), al fin no pudo pasar por alto esta invitación a ser leído, cosa siempre difícil de rechazar. No es que Anais viviera en Francia, que tuvieran que cartearse por motivos prácticos; ella era más bien de origen francés y afincada en la Castellana, y leía las cartas en la misma habitación, mientras él, corvado sobre su escritorio, estudiaba su francés, su italiano, su alemán, su árabe... y en sus ratos libres preparaba sus exámenes de historia, en los que siempre sacaba un nueve y medio: eran los años post-Comanechi, y todos los profesores eran contrarios a los dieces, porque “por mucho que digan las juezas búlgaras, la perfección no existe”.
En fin, Anais era un poco rara, por decirlo de manera fina. Cuando más enamorado estaba Carlos de ella, cuando más intensas y pueriles eran las cartas de él (de seguro incluían cosas como “yo creo que no podría vivir sin ti” y “siento que podría morirme en ese mismo instante cuando estoy dentro de tu cuerpo”), menos interesantes y significativas se volvieron las de ella, de las cuales Carlos sí enseñó alguna copia a sus amigos, y de hecho eran bonitas, al menos las primeras. Recuerdo una de las de la “primera época”, que decía, más o menos: “Carlos, yo sé que las palabras no son suficientes para expresar los sentimientos, que todo ha sido escrito antes, que sería suficiente con darte un beso -y luego otro, y luego otro-; pero la verdad es que tiemblo cuando me tocas, tiemblo cuando me hablas, tiemblo cuando pienso en ti y tiemblo cuando te escribo, y ahora mismo estoy temblando y llorando, porque sé que nunca seré más feliz que ahora, y he decidido escribir esto en vez de hacer cualquier otra cosa, porque esto me recuerda lo feliz que soy, y cuando salgas de clase ya te diré lo mismo con los besos y...”. En fin, que la tía sabía escribir. Pero luego vino la época de las malas cartas, y Carlos se hartó de llorar por lo de “necesito un nuevo horizonte y no sé si lo podremos encontrar juntos”, “no me reproches que esté intentando hacer todo lo posible por hacer posible una vida para los dos” y otras cosas similares que por algún motivo, aunque se volvieron huecas y pedantes, Carlos decidió leer y leer y leer, por más meses de los que cualquiera hubiera considerado razonable. Cosas de él. Supongo que cuando uno escribe cartas de amor a diario se pierde la perspectiva, de todos modos.
Pero al fin Anais se fue, y Carlos tenía veintiún años, y el llanto no duró mucho, y hubo cuatro o cinco chicas, casi todas de Ciencias de la Información, que dieron placer a sus noches. Es de suponer que el que fueran periodistas indujo a Carlos a insistir en contar sus anécdotas de tabloide, lo cual acentuó aún más su interés por el periodismo falsario, sobre el cual no tardó en iniciar una colección de recortes en varios volúmenes.
La tercera “gran pieza” de la colección la encontró Carlos en su viaje a Washington D.C., durante el cual asistió a la boda de Anthony. Un tabloide norteamericano exhibía allí un asfixiante titular, “Kennedy fue asesinado por su hermano (p. 31)”, cruzado en diagonal sobre sendas fotos de John y Bobby. Llegado a la página susodicha, Carlos descubrió que el periódico había decidido reimprimir un breve artículo escrito por Robert Kennedy para el Boston Globe en 1965, coincidiendo con el segundo aniversario del asesinato de JFK, el cual llevaba el título de “Tal día como hoy: Kennedy fue asesinado” (por su hermano, Robert Kennedy). En fin, ustedes entienden. La “noticia” alarmó, es decir, deleitó a Carlos. Durante varias semanas estudió la forma de encontrar un paralelismo entre el titular y el viaje, y al final decidió contar la anécdota con este añadido: “Anthony, con Carlos, en la catedral de Washington D.C., hablando ambos sobre su amor eterno y su promesa de fidelidad hasta la muerte”, lo cual escribió como pie de foto a una de las instantáneas que los padres de Anthony tomaron de ambos mientras esperaban a la novia en la puerta de la iglesia. Por desgracia, el chiste no funcionaba del todo bien en inglés, por lo de la diferencia entre his love y their love, así que nunca publicaron la foto en el National Inquirer.
Como podrá verse con claridad, Carlos no fue nunca un hombre pronto a perder el humor. Poco después de acabar su carrera, y de suspender increíblemente unas oposiciones para profesor de instituto, consiguió su primer y último trabajo estable, para el diario El País, en el que se encargaba de hacer traducciones rápidas de teletipos en varios idiomas.
Una vez, para gastarles una broma, les llevó a sus amigos una falsa portada de El País del día siguiente, con el titular “Sardinas por las montañas (p. 24)”, acompañado de una foto en la que se superponían unos peces sobre un monte de pinos; la idea estaba, claro, inspirada en la letra de la canción Vamos a contar mentiras, tralará: “Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas...”. La explicación inventada por Carlos en el falso artículo de su falsa página 24: “En un giro inesperado en las tensas relaciones internacionales que definen el geoescenario estratégico del Oriente Próximo, el premier israelí ofreció a su homólogo sirio, a cambio de los Altos del Golán, una salida al mar Mediterráneo, junto a Haifa, para que los sirios puedan pescar...”; así que querían intercambiar unas sardinas por unas montañas... Por algún motivo, la evidente tontería de la idea no les hizo reírse menos a sus amigos, tan felices de verle feliz y con trabajo estable. Tampoco sabía ninguno de ellos que Siria sí tiene costa, lo cual demuestra que Carlos debía ya andar un poco despistado en aquellos días, porque en general era difícil pillarle a contrapié.
Poco después llegó Carlos-2, así le llamaban, el cual era fotógrafo, aunque no periodista. La madre de Carlos (de Carlos-1, al cual ya conocemos), tuvo un extraño arranque al intentar convencer a su hijo de la inconveniencia de enamorarse de alguien que tuviera el mismo nombre, pero esto surtió poco efecto y ambos acabaron nadando juntos, y desnudos, en el chalet familiar de la sierra, ante la confusión de parientes y vecinos, quienes, al contrario que sus amigos, jamás imaginaron un sistema para distinguir “a Carlos de Carlos”, como hubiera dicho Cortázar.
Carlos-2 era, al menos al principio, el mejor candidato para hacer a Carlos realmente feliz, y los amigos de Carlos le acogieron sin reservas. No sólo no exigía cartas, sino que se le veía cierto brillo en la mirada que uno no podía por menos que tomar en serio. Carlos-2 tenía una perilla, y un pelo rubio que se volvía castaño en el cuello; no que se tiñera, era todo natural, o al menos eso se decía. Poco después de conocer a Carlos, presentó un par de exposiciones de fotos en la ciudad, y viajó por el país con frecuencia para fotografiar o para abrir más exposiciones, y todos estaban entusiasmados de conocer a alguien de su edad que pudiera vivir del arte, y siendo español...
A Carlos le entraron ideas de dejar de tener un trabajo de 10 a 2 y de 5 a 8, las cuales eran también ideas harto raras para un español, pero él siempre había sido muy internacional. A Carlos se le ocurrió, claro, que quería escribir, y vivir de la escritura, y que la traducción era una forma de perder el tiempo. Y se fue del periódico, y viajó con Carlos-2 varias veces, aunque en ocasiones Carlos-2 le decía que un viaje no iba a ser muy entretenido, o que era demasiado breve para disfrutarlo a fondo, y Carlos se quedaba solo en Madrid, y tan contento, escribiendo y pensando en las noches de placer acuático que el futuro le deparaba.
Y nadie se daba cuenta, pero, como debían haber supuesto, un día Carlos-2 resultó ser un hombre casado cuya mujer alemana vivía en Burgos con sus dos hijos, de cinco y siete años.
Así que Carlos se pintó la sonrisa una vez más, y se dijo “pues nada”, y encontró consuelo en un titular de periódico sensacionalista, el Semanario Ilustrado (de Madrid), el cual, en su número 2, publicó nada más y nada menos que lo siguiente: “Marco Polo aún vive en la China”. Ni qué duda cabe que Carlos leyó con fruición la explicación en la página 15: “La leyenda de Marco Polo, el legendario explorador cuya existencia y autenticidad han dudado y afirmado muchos, sigue viva en los recuerdos del pueblo chino”. Aunque la explicación era casi tan falsa como el titular, lo cual iba contra las reglas de la colección, el marcado paralelismo con la noticia del deceso de la Loren pudo más que la falta de calidad técnica, y Carlos recuperó, hablando del hallazgo a diario, todo su sentido del humor, e incluso empezó a hablar de viajar a la China. De hecho, acabó viajando a la China, no sin antes pasar por Burgos para conocer a la esposa de Carlos-2, Brigitte, la cual preparó unos spaghetti con setas chinas para agasajar al nuevo Marco Polo.
En fin, Carlos gastó en su viaje solitario a la China los mil dólares que había ganado jugando a una extraña lotería madrileña: un día, Carlos vio un cupón en el diario El Noticiero de la Comunidad de Madrid, en cuya página 22 se sorteaba un boleto para viajar al extranjero por valor de mil dólares, que es más o menos lo que necesitaba. Cuando Carlos ganó, después de haberles dado la lata a sus amigos por dos semanas con que iba a ganar, y que iba a ganar, y que iba a ganar, parecía difícil de creer, pero, como dijo Aristóteles, “también es verosímil que a veces ocurran cosas inverosímiles”.
Sus amigos nunca supieron mucho del viaje a la China. Para sorpresa de todos, a Carlos no le apetecía mucho hablar de ello cuando regresó un mes más tarde, bastante tostado y, a decir de algunos, más alto, aunque esto debía ser una ilusión óptica causada por el adelgazamiento, porque ya tenía 24 años...
Sospechando que su silencio tenía que ver con Carlos-2 más que con la Gran Muralla, a la cual nunca se vio solazarse desnuda en piscina alguna, uno de sus mejores amigos le preguntó, en privado, si no le vendría mejor llorar, tomar algo de tiempo, dejar de aceptar mentira tras mentira, “posmodernidad tras posmodernidad del espíritu o de la bragueta”, aceptar que las cosas no iban bien, deprimirse. A Carlos le sorprendió el discurso; miró a su amigo en los ojos, y con una amplia sonrisa le juró que estaba bien, le argumentó que las mentiras no son exclusivas de la posmodernidad, que Ulises era un gran mentiroso, que no hay nada nuevo bajo el sol y que su biografía no era en modo alguno miserable, que estaba disfrutando la vida, que las mentiras a veces son más ciertas que las verdades, y a menudo más bellas y más interesantes como experiencias, y que para ser feliz hay que intentarlo. Ante tal avalancha de argumentos, su amigo desistió, aunque al parecer consiguió sembrar una peligrosa sombra de duda en él.
La última “gran pieza” de la colección es un poco complicada de entender, aunque quizá no tanto si uno ha leído con atención todo lo anterior. El trece de diciembre de ese mismo año, el ya mencionado Semanario Ilustrado de Madrid publicó un número en cuya portada se podía leer, al menos en apariencia, el siguiente titular: “El semanario ilustrado... sale a la calle por última vez (p. 12)”. Yendo a la página 12, Carlos podría haber comprobado que en realidad “El semanario ilustrado” era sólo el título de la revista, mientras que “Sale a la calle por última vez” era el título de un artículo sobre un político, bien conocido, que paseaba por Madrid por última vez antes de ingresar en la prisión de Alcalá-Meco. Pero Carlos no abrió la revista, no la compró en realidad, porque aún no sabía que el titular era falso. Así que sólo pudo incorporar el artículo a su colección unas semanas más tarde, cuando lo leyó por casualidad en el chalet de la sierra, durante una semana en que Anais estaba visitándole (ahora vivía en París); por cierto, acabaron acostándose juntos otra vez, en contra de sus mutuas promesas de no hacerlo.
De algún modo, Carlos llegó a deprimirse cuando ella se fue, y más aún cuando las tres siguientes chicas con las que salió, y el chico de la tienda de fotografía en la que trabajaba, se acostaron maquinalmente con él sin decirle una sola mentira. Su vida había entrado en crisis. Algo no funcionaba.
Al mismo tiempo, a Carlos se le había metido en la cabeza que la falsa desaparición del semanario debía tener una correspondencia con su biografía, “como todas las otras grandes falsas noticias”. A veces se ponía pesado hablando de la “muerte aparente” como recurso argumental en las novelas bizantinas, y de otras cosas semejantes, arcanas y de mal gusto.
Un día, Anthony, Carlos-2, Brigitte y Anais recibieron extraños telegramas con el siguiente texto: “Carlos, harto de la vida, decide poner fin a lo que por desgracia comenzó el día de su nacimiento. A partir de hoy, por culpa de cuatro idiotas, Carlos ya no existe”. Horas más tarde, Anthony hizo varias llamadas desde Washington, aunque teniendo cuidado de que su mujer no oyera porque estaba embarazada y no quería que se asustara. Nadie le pudo informar del caso, lo único claro era que Carlos llevaba varios días sin ir a trabajar. Brigitte tiró el papel a la basura, no comprendiendo por qué demonios debía ella recibir tal cosa, después de haber sido tan simpática con el amante de su marido. Carlos-2 lloró por unos minutos y después sintió un vacío muy grande que dio lugar por fin a un gran dolor de estómago. Anais, por su parte, guardó el telegrama junto con todas las otras cartas de Carlos, que con gran esmero guardaba en una gran caja de madera. Ella fue la única que no se inclinó a creer el mensaje, quizá porque había dedicado tanto tiempo a analizar la psicología (y la escritura) de Carlos.
En un par de días, Carlos-2 y Anthony llegaron a la casa de los padres de Carlos a darles el pésame y asumir algún tipo de culpa, aunque Anthony no tenía claro si era culpable o no, y más bien le parecía que de ningún modo. Anais fue la que más tiempo tardó en enterarse del desenlace: Carlos no tenía dinero suficiente para enviar por telegrama la segunda parte del mensaje, es decir, la explicación, así que la envió por correo. En su párrafo sexto, decía: “En declaraciones a la agencia EFE, Carlos indicó que a partir de ahora sería conocido como Jovellanos, y que por siempre y para siempre iba a dejar de escuchar a todos los charlatanes, embusteros, mentirosos y embaucadores, sean guapos o no. ¡Carlos ha muerto, larga vida a Jovellanos!”.
Como tantas otras cosas de Carlos, esta carta tenía un aire de exceso y puerilidad que, de todos modos, todos comprendieron y aceptaron. También se aceptó que, para los restos, su nombre oficial pasara a ser Jovellanos, o Jove, como le llaman, de hecho, hasta en la oficina. De todos modos, no es que le guste la prosa del XVIII, es que es su apellido.
Yo sé muy bien que las bromas no son sólo bromas, que Carlos ha muerto realmente y que nunca volverá de entre esas dos páginas; pero, qué duda cabe, entre Carlos y Jovellanos, a pesar de toda su aparatosidad, Carlos es y será siempre mi favorito, y yo intento leerle en los ojos de Jovellanos siempre que quedamos para tomar café.
José Luis Martín, nacido en Zamora (España) en 1967, vive en la actualidad en Columbus, Ohio (Estados Unidos). Enseña lengua y cultura españolas en Ohio State University, y es co-editor de la revista electrónica Proyecto Sherezade, dedicada a la publicación de cuentos cortos en español (http://home.cc.umanitoba.ca/~fernand4).