-Pena, pena, no me da, tampoco. Por ahí, así fue mejor. Porque supongamos que justo me llamaban a mí. ¿Quién hubiera atendido? Ella. Seguro. Tiene habilidad para atender el teléfono, esté donde esté. Y el llamado siempre es para ella. Siempre. Es raro. Quiero decir, me parece raro. Sospechoso es la palabra, pero en fin. A mí ya no me importa nada de eso. Así que mejor que el teléfono siga sonando. Seguro que era para ella, y esta vez no va a poder atender. Eso es evidente. No se va a levantar de las cenizas para atender el teléfono. Aunque... había un pájaro maravilloso que podía renacer de las cenizas. No me acuerdo ahora cómo se llamaba. No creo que eso le pase a ella, por suerte. Y además, yo tuve una vez un sueño.
El hombre miraba un punto más allá del desierto
de su imaginación. Pensaba, “Para qué voy a saber su sueño.
Esas cosas no nos pertenecen: gracias a Dios que sueño y me olvido.Siempre
me despierto como si no hubiera soñado. Cuando era chico me decían
que había ido a otro mundo, y había peleado con el demonio.
Por eso aparecía al revés. Con los pies arriba de la almohada.
Los armenios creen todas esas cosas: gracias a Dios que no sueño.
Forman parte del reino de la desgracia los sueños. Paso las noches
en blanco, pero a lo mejor no, a lo mejor sueño que me paso las
noches en blanco.”
Cada vez que el hombre pensaba, le parecían que emanaban
de él rayos de luz. Sentía que cualquiera podía leer
su pensamiento. Que era vulnerable a cualquier hombre a fuerza de estar
compuesto sólo de luz, del sol que reflejaba la arena.
Siempre le asombraba -y al fin y al cabo, era la única
maravilla que le habían dejado- que el otro, que la persona a la
que había ido a buscar, en este caso el chico, no notara el resplandor,
o, al menos, cierta iridiscencia de pescado. Siempre era igual: cada uno
estaba sumido en su propio desastre, y el desastre los hacía inmortales.
Pero también era posible que el resplandor del que el
hombre se sentía dueño no existiera, fuese invisible. Tal
vez se trataba de la fosforescnecia de los muertos, lo que la gente llama
“luz mala”. Tal vez era una ficción: en el desierto no se puede
vivir para siempre. A lo mejor el hombre no era más que un muerto
acarreando otro muerto.
-La verdad que la culpa es del teléfono. Ella atendía y hablaba bajito, como si tuviera que ocultarme algo. Como si a mí me importara lo que ella hace o dice. Porque encima se cree importante. Le debe parecer que tengo que estar pendiente de ella todo el día. Que no tengo mejores ideas que perder el tiempo con ella. Empieza con “un día de estos agarro la valija y me voy”. Ojalá se fuera. Ojalá se hubiera ido. Habrá pensado que la iba a extrañar. Antes, era mejor. Digo, cuando papá vivía era más tranquila. Pero desde que él murió -y quién sabe cómo se murió, pero ese es otro tema- yo ya no la soportaba. Me andaba atrás todo el día. Que la ropa, que la limpieza, que la plata, que un presentimiento que la angustiaba, que tenía taquicardia. La paciencia se termina. Un día, es decir la mañana que siguió a la noche que tuve ese sueño, me dí cuenta que ya no la quería. Que la odiaba, que quería que se muriese. Me dí cuenta por esto que le decía antes, que los sueños funcionan al revés, a veces. Y yo había soñado todo lo contrario a odiarla. Era raro, también. Porque, fíjese, ella tenía sus cosas pero no era mala. Pero ese día cuando cortó el teléfono y me dijo “Prepará tus cosas que nos vamos”, me vino el sueño que había tenido, el sueño en que yo la amaba tanto, y me llenó de odio. Le dije: “Andate vos si querés, o te creíste que voy a ser tu esclavo toda la vida”. Y ella me dijo: “Mirá que soy tu madre”.
El hombre dejó de mirar de través. La arena se había
puesto gruesa y roja; se convirtió en una sustancia espesa con la
que podrían construir una casa adonde él se hubiera llevado
al chico, sino hubiera tenido que hacer lo que tenía que hacer.
Al fin y al cabo, para eso había venido de Armenia.
-No hagamos esto más difícil- dijo el hombre -Igual
te vas a tener que ir.
-Ya me fui- contestó el chico casi alegre- me fui, sin
ella. La dejé en la casa, ardiendo. En la casa que yo puse a arder.
-Hay un problema- murmuró el hombre y pensó “¿Cómo
voy a hacer para aguantarlo todo el camino? Ojalá no existiéramos.
Da igual: no existir y no ir a ninguna parte. Es todo lo mismo al final.
La desgracia es más rápida.” Y continuó: -Tenemos
un problema. Y es que no te pudiste escapar del fuego. Ya tendríamos
que haber empezado a andar. Estamos atrasados.
Empezaron a caminar, cada uno con su desaliento, y al principio
dejaban estelas de luz, pero en el horizonte no eran más que polvo
que se arremolinaba.