—¿Por qué será que las mujeres siempre nos
quedamos viudas las primeras, doña Leocadia?
Doña Leocadia se mira el dorso de las manos. Su vecina, doña
Emilia, le hace a veces una preguntas que ella no siempre atina a contestar
con propiedad.
—Será porque a ellos se les estropean los fuelles antes que
a nosotras; como siempre llevaron una vida tan trajinada...
Le parece una tontería, pero sabe que doña Emilia tiene
razón: ellos se marchan y a ellas les toca seguir viviendo, encerradas
en la jaula de su soledad, olvidadas en una casa que se les ha quedado
demasiado grande y que poco a poco se va poblando de fantasmas. Se sobresalta.
—¿A usted no le da miedo tener que ir cerrando habitaciones,
doña Emilia?
A doña Emilia le da mucho miedo, es como si se murieran varias
veces, como si el polvo y las telarañas les ahogaran otra vez poquito
a poco.
—Me asusta tanto sentir cómo la casa se me va enfriando como
si fuera una tumba...
Doña Emilia alza la mano derecha a la altura de la boca, acaricia
los bordes de la taza de porcelana fina con sus labios y bebe un sorbito
de té, sin ruido; después suspira:
—Estas tacitas no se las conocía.
—Ni cuando venían los amigotes de mi difunto las sacaba, pero
¿para qué las voy a dejar pudrirse en el aparador? Que disfrutemos
de lo poco que nos queda por disfrutar.
—Ya, pero parece que no son de mucho luto.
—Va ya para tantos años.
Doña Emilia se queda con la taza a medio camino entre el mantel
y la boca, como si estuviera ida y doña Leocadia trata de levantarle
los ánimos:
—Ande, doña Emilia, olvídese de esas tristezas; ¿le
corto otro trozo de pastel de manzanas?
Doña Emilia bebe otro sorbito de té mientras las frágiles
manos de doña Leocadia manejan con delicadeza el cuchillo de mango
plateado para que no se le desmenuce la tarta al cortarla. Cuando le acerca
el plato a su vecina ésta suplica:
—Por favor, no me ponga tanta...
—¿También el apetito se le está quitando, doña
Emilia?
—Que después se me alarga la digestión y si no cojo el
primer sueño me paso ya toda la noche en vela.
Se escucha, amortiguado por los cortinajes polvorientos, el rumor del
tráfico callejero. El estrépito de un camión hace
temblar las copitas de licor en la vitrina y las lágrimas de la
araña tintinean suavemente. Doña Leocadia alza la vista hacia
la ventana:
—¿Cuánto hace que no pone usted los pies en la calle,
doña Emilia? Algún día tendremos que salir a ventilarnos
un poco.
—¿Y qué íbamos a hacer dos viejecitas solas por
esas calles, con tanto desaprensivo suelto? ¿A usted no le da miedo
salir?
—¿Con mi sobrina, dice? Si a eso lo llama usted salir; de ciento
en viento y siempre corriendo, siempre con prisas, sin tiempo para orearme
un poco. « Anda, tía, que se me está haciendo tarde
»
El motor del ascensor ronronea en el hueco de la escalera y doña
Emilia se queda escuchando.
—Yo diría que se ha parado en el cuarto.
Después frunce los labios:
—Tendríamos que decirle a Faustino que ponga un letrero...
—¿Dónde, doña Emilia?
—En el ascensor, para que no fumen dentro. ¿No ha notado usted
la peste a tabaco que traigo encima?
—¿Pero no se ha bajado usted andando?
—Dos pisos son muchas escaleras para tantos años. Y como además
parece que Faustino no tiene otra cosa que hacer que pasarse el día
sacándole brillo a las baldosas...
—Es verdad, para que nosotras nos desnuquemos un día.
Doña Emilia se empecina:
—¡Qué falta de educación! Me echó todo el
humo del cigarro en las narices.
—¿Y quién era?
—¡Cómo lo voy a saber! Una vive rodeada de desconocidos
hasta en su propia casa.
Doña Leocadia y doña Emilia están ya casi a oscuras.
La penumbra amortigua el brillo de los cubiertos plateados, acelera el
latido del péndulo en la pared. Doña Emilia rebulle en su
butaquita.
—Me parece que ya va siendo hora de que empiece la novela.
—Faustino dice que la televisión nos está comiendo el
coco.
—¿Y cuándo se lo ha dicho?
—Anoche, cuando subió a por el cubo de la basura; yo estaba
con mi programa, ya sabe usted, el de las parejas, y no me levanté
a abrirle hasta que no se supo quién iba a volver esta semana.
—Pero, ¿él no tiene llave?
—Dice que estando yo dentro prefiere esperar a que le abra.
—Faustino es tonto de remate. Que vigile a quién fuma en el
ascensor que es su trabajo y que no ande metiéndose en lo que nosotras
hacemos o dejamos de hacer.
Doña Leocadia baja la voz:
—Como tiene usted tantos...
Doña Emilia sonríe; hacía tiempo que no se la
veía sonreír así, con esa luz.
—Uno en cada habitación con su altarcito de flores artificiales
y su guirnalda de luces multicolores para que la soledad no les amedrente.
—Pero si no le funciona más que uno, doña Emilia!
Doña Emilia suspira y se acomoda en la butaca; se inclina hacia
doña Leocadia y apoya una mano en su brazo:
—¿Usted no ha oído hablar de esas personas que parece
como que están muertas y después resulta que no, y de repente
vuelven a respirar y preguntan qué les ha pasado?
—Si supiera usted el miedo que tengo a que me entierren viva...
—Pues con mis televisores, igual; a lo mejor un día les da por
funcionar.
—¡Qué cosas tiene usted, doña Emilia! A ver si
se me va a poner a comparar a la televisión con las personas.
—Si yo le contara, doña Leocadia.
Doña Emilia se arrepiente; sus ojos rehuyen la mirada de doña
Leocadia, descubren los restos de la merienda olvidados sobre el mantel;
coge la servilleta de hilo con las iniciales de doña Leocadia bordadas
en una esquina y barre las miguitas desparramadas, después no sabe
qué hacer con el montoncito y trata de cambiar de conversación:
—¿Por qué no da la luz, doña Leocadia? estamos
en tinieblas.
—Si vamos a poner la tele, mejor enciendo la pequeña.
Se levanta apoyándose en la mesa que responde con un chasquido
quejumbroso, casi vegetal. La luz de la lamparita dibuja un círculo
amarillo en el techo.
—¿Y qué me quería decir, doña Emilia?
Doña Emilia respira hondo, sus manos vuelven a jugar con las
migajas de pastel de manzanas.
—¿Va usted a poner el concurso? si es así me subo a casa
a ver la novela. Ya sabe usted que a mí esas ordinarieces no me
hacen mucha gracia.
—Los concursos resultan más entretenidos que las novelas —protesta
doña Leocadia acercándose al televisor. Además...
—Además ¿qué?
—Nos vamos a morir nosotras antes de que ellos se casen, doña
Emilia.
Doña Emilia esboza una sonrisa misteriosa, casi de Gioconda.
—Los personajes de las novelas son como las persona, doña Leocadia.
—Que todo es de mentirijillas, doña Emilia; son actores, cosas
de película.
—Bueno, pues los actores. Ellos saben que yo existo, que estoy sentada
en mi butaquita mirándoles sufrir.
—A ver si va a resultar ahora que Faustino llevaba razón.
—¡Qué va a saber ése...! Si yo le contara...
Doña Leocadia se impacienta:
—Me está usted poniendo nerviosa con tanto misterio. Desembuche
de una vez.
Doña Emilia se lleva la mano al corazón como para mostrar
que ella no es ninguna embustera.
—Ayer no pude aguantarme las ganas de orinar y tuve que ir al baño
cuando estaban en lo más emocionante —dice como si desvelara un
misterio.
—¿Eso qué tiene de particular? También me pasa
a mí cuando me hacen reír mucho con tanta payasada.
—Sí, pero...
—¿Pero, qué?
—No habían seguido. Cuando volví del baño pensando
que me había perdido lo mejor, estaban parados en la pantalla esperando
a que yo volviera y me sentara en mi butaquita para terminar.
Doña Leocadia sacude la cabeza como si riñera a un niño
que acaba de decir una palabrota. Se acerca al televisor:
—Venga, que nos vamos a perder el principio.
Como ha llamado tres veces y nadie sale a abrirle, Faustino mete la
llave en la cerradura, empuja la puerta de servicio y adelanta una mano
tanteando hasta dar con el interruptor, mientras rezonga « están
como una tapia estas viejas majaretas ». Saca la bolsa de debajo
del fregadero y antes de marcharse se asoma al pasillo y vocea:
—Doña Leocadia, soy yo, Faustino, a por la basura.
El pasillo está a oscuras, pero de la salita le llega un débil
claridad. Se acerca con la bolsa de la basura en la mano y, al entrar,
ve a doña Emilia sentada en su butaquita con la cabeza caída
hacia un lado; doña Leocadia a su lado se retuerce las manos y llora
con un temblor de idiota. Al verle le mira sorprendida y le muestra la
pantalla del televisor donde los personajes congelados, inmóviles
miran con desconcierto el cadáver de doña Emilia en la butaca.
—Están esperando a que doña Emilia se despierte para
seguir —dice—. Si usted me ayuda, Faustino, quizás podamos despertarla
entre los dos.
Eduardo Jauralde