Su media naranja
por Eduardo Jauralde


 —¿Por qué será que las mujeres siempre nos quedamos viudas las primeras, doña Leocadia?
Doña Leocadia se mira el dorso de las manos. Su vecina, doña Emilia, le hace a veces una preguntas que ella no siempre atina a contestar con propiedad.
—Será porque a ellos se les estropean los fuelles antes que a nosotras; como siempre llevaron una vida tan trajinada...
Le parece una tontería, pero sabe que doña Emilia tiene razón: ellos se marchan y a ellas les toca seguir viviendo, encerradas en la jaula de su soledad, olvidadas en una casa que se les ha quedado demasiado grande y que poco a poco se va poblando de fantasmas. Se sobresalta.
—¿A usted no le da miedo tener que ir cerrando habitaciones, doña Emilia?
A doña Emilia le da mucho miedo, es como si se murieran varias veces, como si el polvo y las telarañas les ahogaran otra vez poquito a poco.
—Me asusta tanto sentir cómo la casa se me va enfriando como si fuera una tumba...
Doña Emilia alza la mano derecha a la altura de la boca, acaricia los bordes de la taza de porcelana fina con sus labios y bebe un sorbito de té, sin ruido; después suspira:
—Estas tacitas no se las conocía.
—Ni cuando venían los amigotes de mi difunto las sacaba, pero ¿para qué las voy a dejar pudrirse en el aparador? Que disfrutemos de lo poco que nos queda por disfrutar.
—Ya, pero parece que no son de mucho luto.
—Va ya para tantos años.
Doña Emilia se queda con la taza a medio camino entre el mantel y la boca, como si estuviera ida y doña Leocadia trata de levantarle los ánimos:
—Ande, doña Emilia, olvídese de esas tristezas; ¿le corto otro trozo de pastel de manzanas?
Doña Emilia bebe otro sorbito de té mientras las frágiles manos de doña Leocadia manejan con delicadeza el cuchillo de mango plateado para que no se le desmenuce la tarta al cortarla. Cuando le acerca el plato a su vecina ésta suplica:
—Por favor, no me ponga tanta...
—¿También el apetito se le está quitando, doña Emilia?
—Que después se me alarga la digestión y si no cojo el primer sueño me paso ya toda la noche en vela.
Se escucha, amortiguado por los cortinajes polvorientos, el rumor del tráfico callejero. El estrépito de un camión hace temblar las copitas de licor en la vitrina y las lágrimas de la araña tintinean suavemente. Doña Leocadia alza la vista hacia la ventana:
—¿Cuánto hace que no pone usted los pies en la calle, doña Emilia? Algún día tendremos que salir a ventilarnos un poco.
—¿Y qué íbamos a hacer dos viejecitas solas por esas calles, con tanto desaprensivo suelto? ¿A usted no le da miedo salir?
—¿Con mi sobrina, dice? Si a eso lo llama usted salir; de ciento en viento y siempre corriendo, siempre con prisas, sin tiempo para orearme un poco. « Anda, tía, que se me está haciendo tarde »
El motor del ascensor ronronea en el hueco de la escalera y doña Emilia se queda escuchando.
—Yo diría que se ha parado en el cuarto.
Después frunce los labios:
—Tendríamos que decirle a Faustino que ponga un letrero...
—¿Dónde, doña Emilia?
—En el ascensor, para que no fumen dentro. ¿No ha notado usted la peste a tabaco que traigo encima?
—¿Pero no se ha bajado usted andando?
—Dos pisos son muchas escaleras para tantos años. Y como además parece que Faustino no tiene otra cosa que hacer que pasarse el día sacándole brillo a las baldosas...
—Es verdad, para que nosotras nos desnuquemos un día.
Doña Emilia se empecina:
—¡Qué falta de educación! Me echó todo el humo del cigarro en las narices.
—¿Y quién era?
—¡Cómo lo voy a saber! Una vive rodeada de desconocidos hasta en su propia casa.
Doña Leocadia y doña Emilia están ya casi a oscuras. La penumbra amortigua el brillo de los cubiertos plateados, acelera el latido del péndulo en la pared. Doña Emilia rebulle en su butaquita.
—Me parece que ya va siendo hora de que empiece la novela.
—Faustino dice que la televisión nos está comiendo el coco.
—¿Y cuándo se lo ha dicho?
—Anoche, cuando subió a por el cubo de la basura; yo estaba con mi programa, ya sabe usted, el de las parejas, y no me levanté a abrirle hasta que no se supo quién iba a volver esta semana.
—Pero, ¿él no tiene llave?
—Dice que estando yo dentro prefiere esperar a que le abra.
—Faustino es tonto de remate. Que vigile a quién fuma en el ascensor que es su trabajo y que no ande metiéndose en lo que nosotras hacemos o dejamos de hacer.
Doña Leocadia baja la voz:
—Como tiene usted tantos...
Doña Emilia sonríe; hacía tiempo que no se la veía sonreír así, con esa luz.
—Uno en cada habitación con su altarcito de flores artificiales y su guirnalda de luces multicolores para que la soledad no les amedrente.
—Pero si no le funciona más que uno, doña Emilia!
Doña Emilia suspira y se acomoda en la butaca; se inclina hacia doña Leocadia y apoya una mano en su brazo:
—¿Usted no ha oído hablar de esas personas que parece como que están muertas y después resulta que no, y de repente vuelven a respirar y preguntan qué les ha pasado?
—Si supiera usted el miedo que tengo a que me entierren viva...
—Pues con mis televisores, igual; a lo mejor un día les da por funcionar.
—¡Qué cosas tiene usted, doña Emilia! A ver si se me va a poner a comparar a la televisión con las personas.
—Si yo le contara, doña Leocadia.
Doña Emilia se arrepiente; sus ojos rehuyen la mirada de doña Leocadia, descubren los restos de la merienda olvidados sobre el mantel; coge la servilleta de hilo con las iniciales de doña Leocadia bordadas en una esquina y barre las miguitas desparramadas, después no sabe qué hacer con el montoncito y trata de cambiar de conversación:
—¿Por qué no da la luz, doña Leocadia? estamos en tinieblas.
—Si vamos a poner la tele, mejor enciendo la pequeña.
Se levanta apoyándose en la mesa que responde con un chasquido quejumbroso, casi vegetal. La luz de la lamparita dibuja un círculo amarillo en el techo.
—¿Y qué me quería decir, doña Emilia?
Doña Emilia respira hondo, sus manos vuelven a jugar con las migajas de pastel de manzanas.
—¿Va usted a poner el concurso? si es así me subo a casa a ver la novela. Ya sabe usted que a mí esas ordinarieces no me hacen mucha gracia.
—Los concursos resultan más entretenidos que las novelas —protesta doña Leocadia acercándose al televisor. Además...
—Además ¿qué?
—Nos vamos a morir nosotras antes de que ellos se casen, doña Emilia.
Doña Emilia esboza una sonrisa misteriosa, casi de Gioconda.
—Los personajes de las novelas son como las persona, doña Leocadia.
—Que todo es de mentirijillas, doña Emilia; son actores, cosas de película.
—Bueno, pues los actores. Ellos saben que yo existo, que estoy sentada en mi butaquita mirándoles sufrir.
—A ver si va a resultar ahora que Faustino llevaba razón.
—¡Qué va a saber ése...! Si yo le contara...
Doña Leocadia se impacienta:
—Me está usted poniendo nerviosa con tanto misterio. Desembuche de una vez.
Doña Emilia se lleva la mano al corazón como para mostrar que ella no es ninguna embustera.
—Ayer no pude aguantarme las ganas de orinar y tuve que ir al baño cuando estaban en lo más emocionante —dice como si desvelara un misterio.
—¿Eso qué tiene de particular? También me pasa a mí cuando me hacen reír mucho con tanta payasada.
—Sí, pero...
—¿Pero, qué?
—No habían seguido. Cuando volví del baño pensando que me había perdido lo mejor, estaban parados en la pantalla esperando a que yo volviera y me sentara en mi butaquita para terminar.
Doña Leocadia sacude la cabeza como si riñera a un niño que acaba de decir una palabrota. Se acerca al televisor:
—Venga, que nos vamos a perder el principio.
Como ha llamado tres veces y nadie sale a abrirle, Faustino mete la llave en la cerradura, empuja la puerta de servicio y adelanta una mano tanteando hasta dar con el interruptor, mientras rezonga « están como una tapia estas viejas majaretas ». Saca la bolsa de debajo del fregadero y antes de marcharse se asoma al pasillo y vocea:
—Doña Leocadia, soy yo, Faustino, a por la basura.
El pasillo está a oscuras, pero de la salita le llega un débil claridad. Se acerca con la bolsa de la basura en la mano y, al entrar, ve a doña Emilia sentada en su butaquita con la cabeza caída hacia un lado; doña Leocadia a su lado se retuerce las manos y llora con un temblor de idiota. Al verle le mira sorprendida y le muestra la pantalla del televisor donde los personajes congelados, inmóviles miran con desconcierto el cadáver de doña Emilia en la butaca.
—Están esperando a que doña Emilia se despierte para seguir —dice—. Si usted me ayuda, Faustino, quizás podamos despertarla entre los dos.

Eduardo Jauralde