Detuvieron su mano justo antes de que la antorcha incendiara las velas
negras del barco, todavía húmedas por el salitre de
Creta. Ocultaron las espadas y las dagas, las fechas y las lanzas. Sumergieron
los gritos de Teseo en vino hasta transformarlos en gimoteos torpes y diez
atenienses vigilaron el letargo alcoholizado del mancebo para que
no insistiera más en buscar a Ariadna, extraviada desde hacía
seis lunas en las selvas de la isla.
Al romper el día la partida fue violenta, los últimos
alaridos roncos del futuro rey ingresaron por el laberinto de piedras labradas,
ramajes y llegaron hasta ella que, oculta, mordía
sus labios hasta la sangre para no gritar más a los héroes
el odio por el asesinato del minotauro, su amante bestia. Ariadna,
Con el pulso acelerado, escondida entre los rosales, escuchaba aliviada
el bogar lejano de la embarcación y ovillaba la venganza del olvido.