Aceptó, como única alternativa, que el matrimonio solucionaría
el enfermizo problema de su dominante madre. Ella la seguía por
todas partes como lo hace el perro guardián con su amo. Sentía
en su enjuto cuerpo la viscosa presencia de esos ojos que la trastornaban
por completo. Acosada siempre por esa inmensa mirada, le resultaba imposible
la búsqueda de un espacio apropiado para ocultarse de esa inquisidora
guardiana. Ahora, pensaba, al término de sus estudios de normalista,
que encontraría su ansiada libertad.
Pero todo se desvaneció el mismo día de su graduación.
Allí estaban, fijos en su rostro, esos ojos escrutadores, aniquilantes.
Sin embargo, la buena estrella anduvo siempre a su lado. A los pocos meses
de recibir el cartón que la acreditaba como maestra, el gobierno
departamental la vinculó como profesora de tiempo completo en un
destacado colegio de bachillerato de la ciudad. No obstante, su vida interior
crecía en desasosiego, en desesperación. Sentía que
su espacio vital íntimo era violentado por esos profundos y martirizantes
ojos malignos de la madre.
Desesperada, buscó refugio en la universidad. Allí cursó
estudios superiores en Administración Educativa. Cuatro años
de intensos desvelos. Cuatro largos años de ausencias y escapatorias.
Pero nada atenuaba la urticante inquisitoria de aquellos ojos. Recostada
en su cama, pensaba en el suicidio como la respuesta más expedita
para darle un final feliz a su problema.
Una mañana de junio, de resplandeciente sol, apareció
él. La angustiosa desesperación precipitó los acontecimientos.
La boda se celebró a los pocos meses de noviazgo. Fijaron su residencia
en otro municipio del departamento. Sin embargo, la distancia y su nuevo
estado de mujer casada, en nada cambió su tormentoso mundo interior.
El cerco de los celos de la madre la asfixiaban hasta el colmo de la desesperación,
del fastidio.
Justo a los dos años llegó el fruto de la rutina conyugal.
Pero Helena no sufrió cambio alguno en su interioridad. Allí
seguía agazapado ese angustioso sentimiento de dolor, desdicha y
sufrimiento. La madre, con el pretexto del nieto, aprovechaba toda ocasión
para acercarse a su idolatrada hija. Preguntas, comentarios, observaciones,
todo cuanto pudiera dibujar un cuadro de las actividades de su niña
mimada. El nieto crecía inocentemente. Helena, mientras tanto, buscaba
refugio en las juergas de los viernes culturales organizados por sus colegas.
Pronto estallaría lo predecible.
Una noche, mientras cenaban, Helena miraba fijamente a Marcos, su esposo,
quien se sentía incómodo. Él ya presagiaba la tormenta.
Sus relaciones íntimas no funcionaban desde hacía mucho tiempo.
Así permanecieron largos minutos. Silenciosos, abstraídos.
Ella rompió la tensión del momento. Con voz segura, le manifestó
que no la tocase más ni le insinuara nada que tuviera que ver con
la palabra sexo porque sentía asco y hastío. Él, con
exasperante sumisión, asintió mudamente con una inclinación
de cabeza.
En la ciudad, Helena compartía un pequeño apartamento
con otro hombre que la satisfacía como mujer. Las relaciones con
Sergio comenzaron una noche de angustia y desenfreno etílico. Él
llegó hasta ella, se sentó y pidió de beber. Charlaron
y bailaron toda la noche. Ella, por los efectos del licor, soltó
las bridas de su lengua. Él la escuchaba con suma atención.
Pasó el tiempo. Helena abandonó su barra de amigos. Sólo
Sergio la colmaba de mimos y caricias. Desde entonces, su mente había
bloqueado la presencia de los ojos de la madre. Ahora, disfrutaba hasta
el éxtasis el placer del dolor y el goce de la carne.
Aquella mañana despertó intranquila por la tormentosa
pesadilla de un sueño terrorífico. Se levantó y corrió
como loca hacia el aposento de su esposo. Pero, como siempre, había
madrugado a sacar su taxi del garaje. El presentimiento desapareció
como por encanto. Tomó un refrescante baño y desayunó.
Organizó su material de trabajo. Minutos más tarde, ya para
salir con rumbo a sus labores, recibió la fatídica noticia.
Marcos había sido asesinado cuando intentaron robarle su automotor.
Permaneció impertérrita. Cerró la puerta de su
casa y se dirigió a la morgue. Allí reconoció el cadáver
de su esposo. Adelantó todas las diligencias necesarias para el
sepelio. Una vez más, sintió ese desasosiego irritante que
recorría todo su cuerpo.
En los oficios fúnebres, soportó estoicamente la acusadora
mirada de su madre que la contemplaba desde lejos. Ni antes ni después
de la ceremonia se cruzaron palabra alguna. Pero ella percibía en
su interior el desprecio que destilaba su progenitora. Terminado el ritual,
dirigió sus pasos hacia su nido de amor.
Se tiró en la cama. Quiso llorar pero sus ojos se rebelaron.
Repasó mentalmente todos y cada uno de los actos de su vida de soltera
y de casada. Se levantó y escanció una copa de whisky. Sorbió
con fruición el embriagante licor. Encendió un cigarrillo.
Distraídamente miraba cómo las volutas de humo danzaban al
ritmo de la tenue y cálida brisa que se filtraba por una de las
ventanas del apartamento. El reloj marcaba las ocho de la noche. De pronto,
escuchó el sonido de una llave en la cerradura de la puerta.
Era él, con su rostro recién afeitado, su boca sensual,
su copioso bigote, su nariz aguileña, sus ojos de miel y su ensortijada
cabellera. Como jalonada por un invisible resorte, se lanzó a sus
brazos. Buscó ávidamente su boca y desahogó en ella
toda la fuerza volcánica de su dolor. Sergió extrañó
este comportamiento. Luego, ella le contó serenamente lo que había
ocurrido en este trágico día. Hubo un momento de prolongado
silencio. Mudamente se dirigieron a la cama. Fue una noche de desenfrenos
y desinhibiciones sexuales.
El tiempo continuó su inexorable marcha. La gran ciudad no alteró
su ritmo de vida. Helena reanudó su rutinaria labor. Su pasión
por Sergio crecía cada minuto de su vida. Pero no podía apartar
la mirada de la madre. Imposible apartar esos ojos acusadores. Esos ojos
fríos, metálicos. Helena quería correr, gritar, pero
su cuerpo no obedecía en absoluto la orden de su cerebro.
Una tarde, en su apartamento de placer, después de una refrescante
ducha, una extraña llamada telefónica la trastornó
por completo. Sus ojos, estériles para el llanto, lanzaban llamas
de ira y de dolor. Sus manos tiraban con fuerza de sus cabellos rubios.
Daba vueltas y vueltas en el estrecho espacio de su dormitorio. Lenta,
muy lentamente, recobró la calma.
Tomó la botella de whisky y se sirvió un vaso lleno.
Bebió todo su contenido de un solo trago. Repitió la acción,
dos... tres... muchas veces sin parar. Y rodó por el suelo, totalmente
ebria. El sonido de unas lejanas campanas la trajeron de nuevo a la realidad.
Recordó la llamada. ¿Por qué? -gimoteaba entrecortadamente-.
Afuera, llovía torrencialmente con rayos y truenos espantosos.
Trabajosamente se levantó del piso. Trastabillando, tomó
la botella de whisky y se dejó caer en la cama. Buscó bajo
la almohada. Allí estaba, fría y silenciosa. Empinó
la botella y tomó un largo trago. Pensó mucho rato en su
decisión. No encontraba explicaciones válidas para que todo
hubiera terminado en esa forma. ¡Sergio acribillado a balas en un
operativo de la policía!
Levantó nuevamente la botella de whisky... y... ¡Horror!
En el fondo, allá, en lo más profundo...estaban ellos. Eran
los ojos de su madre. Fuera de sí, tomó el revólver...
Un estruendoso trueno acalló la mortal detonación.
Napoleon Mejia Rios