Después de seis años de recorrer el país
con el viejo circo, deambulando permanentemente de un pueblo a otro, de
pintarrajearse la cara y disfrazarse de ridículo pierrot, de ser
el hazmerreir de todos y de hacer tanto de peón como de cocinero,
y para colmo por una paga miserable, ya estaba decididamente hastiado de
su suerte. Cuánto envidiaba a los padres que desde la tribuna reían
a carcajadas junto con sus pequeños, sobre todo cuando pensaba que
él podría haber sido uno de ellos.
Se había unido al grupo al quedarse sin trabajo, y comenzó
ayudando al armado de la carpa cuando el circo llegó al lugar donde
vivía. Lo que en el lenguaje de los desocupados se llamaría
una changa. Sin embargo, cuando la temporada terminó no había
podido conseguir aún una ocupación estable, y fue así
que decidió marcharse junto con el circo. El dueño sólo
pudo ofrecerle comida, una cucheta para dormir y unos pocos pesos por mes.
Al finalizar el primer año, Paquito, uno de los tres payasos
del elenco, cayó de una escalera durante la función y se
lesionó de gravedad. De allí a que esa tarde lo vistieran
con su traje de pierrot, lo maquillaran con sus mismos afeites, y a los
tropezones saliera a divertir a grandes y chicos, sólo hubo un mínimo
trecho. A los pocos días ya actuaba como un profesional, y todos
comenzaron a llamarlo Paquito, lo que le daba la sensación de estar
usurpando un puesto que no era suyo. Dos semanas después el verdadero
Paquito murió, y él, naturalmente, fue su sucesor.
Ese día, poco antes de la primera función, reclamó
nuevamente por su salario al dueño del circo, pero una vez más
debió enfrentarse con su rotunda negativa, esa que a través
del tiempo se había transformado en una actitud que le resultaba
inexplicable. Como no se retiraba de inmediato, el patrón trató
de echarlo de su carromato a los empujones, lo que desató una furia
desconocida en él, tal vez alimentada por tanto tiempo de frustraciones
y atropellos. Se dio vuelta, lo tomó del cuello y comenzó
a zamarrearlo, mientras el otro lo golpeaba en la cara con sus puños.
Lucharon cuerpo a cuerpo por unos instantes, y en el forcejeo todo terminó
cuando el patrón cayó de espaldas violentamente, clavándose
una de las esquinas de su escritorio en la nuca. Cuando lo vio inmóvil
en el suelo, con su cabeza recostada sobre el cesto de papeles, supo que
estaba muerto.
Permaneció unos instantes enjugando su rostro sudoroso,
y cuando bajó sus manos se quedó observando parte del maquillaje
de payaso que había quedado en ellas. Luego de recuperar la calma,
y como si ello fuera lo más natural del mundo, comenzó a
quitarse su traje de pierrot.
Esa tarde participaron de la función sólo dos payasos,
pero el júbilo del público fue el mismo de siempre. Mientras
el comisario del pueblo trataba de desentrañar el misterio del payaso
encontrado muerto en el sillón del dueño del circo, un espectador
muy especial, sentado en lo alto de las gradas, se divertía como
nunca lo había hecho en su vida.