Plaza roja
por Evaristo Rodríguez



 Desde hacía varios días estaban apareciendo cosas raras en la pantalla de mi PC. Primero todo se redujo a numerosas colgadas del sistema, sin ningún motivo aparente, lo que me pareció bastante extraño, ya que mi computadora había venido funcionando muy bien desde hacía meses. Revisé todo lo que mis conocimientos me permitieron, y no pude encontrar nada anormal. Pero esa mañana la cosa se complicó aún más. Por momentos la pantalla viraba al celeste, desapareciendo la tarea que estaba procesando, y se mantenía así por varios minutos. Pasé el resto del día probando todo lo que pude, y consulté a dos de mis amigos sobre las extrañas fallas, sin ningún éxito.
 Ya entrada la noche, cansado por todo lo que había pasado durante el día, y masticando una mezcla de bronca e impotencia frente al problema, comencé a cabecear con los codos apoyados en la mesa de computación.
 Observé detenidamente la pantalla por enésima vez, y pude diferenciar una figura difusa sobre el fondo celeste, que se movía pausadamente. Su tonalidad era algo más oscura que el resto, y me di cuenta de que había comenzado a sentirme fuertemente atraído por lo que estaba viendo. Después de meditar unos segundos, me quité la camisa, el pantalón y los mocasines, y ya en calzoncillos me zambullí en la pantalla del monitor. Extrañamente, aunque era obvio que no podía penetrar en el tubo de imagen, desaparecí detrás de la superficie fluorescente sin que el vidrio se rompiera. Cuando esperaba encontrarme con el cañón electrónico, las paredes plateadas y la peligrosa alta tensión, apareció ante mí un jardín de flores de celuloide de color rojo, en cuyo centro se encontraba una estatua del cangrejo marchaadelante, aquél que fuera expulsado de su pueblo de la bahía de Sanborombón debido a sus costumbres aberrantes, según me enteré después de leer la placa de bronce.
 Preocupado por encontrarme en paños menores, recogí del suelo un saco verde de hojalata litografiada que alguien había dejado olvidado, y me lo puse con sumo cuidado, tratando de no cortarme los dedos. Pero por debajo aún se veía mi slip, por lo que colgué de la parte inferior del saco una cantidad suficiente de flores de celuloide, como para que mi prenda íntima quedara cubierta. Estaba en ésto cuando observé a una cantidad de personas vestidas de negro que caminaba lentamente en círculo a unos cincuenta metros del monumento. En ese momento me di cuenta de que lo que pensaba era un jardín, en realidad se trataba de una plaza, y bastante extraña por cierto. Me acerqué a las personas que se desplazaban en fila, y pude ver que eran mujeres que llevaban una especie de cacerola pintada de blanco con forma de cangrejo sobre sus cabezas, marchando todas en total silencio. Pude observar también que a unos metros de donde me encontraba había un banco solitario, y decidí llegarme hasta él para descansar unos instantes y reponerme de la impresión que me causaba lo que estaba viendo.
 Más tarde seguí caminando hasta llegar al borde de la plaza, y desde allí pude ver un cielo celeste que lo ocupaba todo, incluso hasta la parte de abajo, más allá del cordón de la vereda. No había nada más allí. Es decir que lo único que podía ver a mi alrededor era la plaza con sus flores de celuloide rojo, el monumento al cangrejo, un banco solitario, las mujeres caminando y el inmenso cielo celeste.
 Luego de meditar acerca del lugar en que me hallaba, retorné al monumento y desde allí traté de localizar la parte de adentro de la pantalla del monitor. Inicialmente no tuve éxito, pero al alejarme nuevamente, creí divisar una pequeña parte de cielo cuyo color celeste era más acentuado. Me acerqué, y como lo preveía ese sector tenía la forma y el tamaño de la pantalla. Mirando con detenimiento podía verse a una persona moviéndose del otro lado, cuyos difusos rasgos eran también del mismo color.
Casi sin pensarlo me quité el saco de latón con las colgantes flores de celuloide, y ya nuevamente en calzoncillos me dispuse a atravesar la pantalla en sentido contrario. Me zambullí como lo había hecho antes, pero di con mi cabeza contra la dura superficie de vidrio, lo que me hizo salir un chichón de proporciones. Me acerqué nuevamente y golpeé con mis puños, pero ésto  solamente produjo un ruido sordo, sin ningún resultado.
 Desde aquél entonces vivo solo en la plaza, y me alimento de flores de celuloide rojo. Para distraerme me siento en el banco y miro pasar a las mujeres, las que siguen marchando permanentemente sin contestar a ninguna de mis preguntas. Cada tanto voy hasta el cordón de la vereda a observar la parte de abajo del cielo, y me imagino que ése es un merecido paseo.
 Hace unos días llegué a la conclusión de que el cangrejo marchaadelante ha comenzado a mirarme con ojos pícaros, lo que me está produciendo una sensación de inquietud.

Evaristo Rodríguez