Desde hacía varios días estaban apareciendo cosas
raras en la pantalla de mi PC. Primero todo se redujo a numerosas colgadas
del sistema, sin ningún motivo aparente, lo que me pareció
bastante extraño, ya que mi computadora había venido funcionando
muy bien desde hacía meses. Revisé todo lo que mis conocimientos
me permitieron, y no pude encontrar nada anormal. Pero esa mañana
la cosa se complicó aún más. Por momentos la pantalla
viraba al celeste, desapareciendo la tarea que estaba procesando, y se
mantenía así por varios minutos. Pasé el resto del
día probando todo lo que pude, y consulté a dos de mis amigos
sobre las extrañas fallas, sin ningún éxito.
Ya entrada la noche, cansado por todo lo que había pasado
durante el día, y masticando una mezcla de bronca e impotencia frente
al problema, comencé a cabecear con los codos apoyados en la mesa
de computación.
Observé detenidamente la pantalla por enésima vez,
y pude diferenciar una figura difusa sobre el fondo celeste, que se movía
pausadamente. Su tonalidad era algo más oscura que el resto, y me
di cuenta de que había comenzado a sentirme fuertemente atraído
por lo que estaba viendo. Después de meditar unos segundos, me quité
la camisa, el pantalón y los mocasines, y ya en calzoncillos me
zambullí en la pantalla del monitor. Extrañamente, aunque
era obvio que no podía penetrar en el tubo de imagen, desaparecí
detrás de la superficie fluorescente sin que el vidrio se rompiera.
Cuando esperaba encontrarme con el cañón electrónico,
las paredes plateadas y la peligrosa alta tensión, apareció
ante mí un jardín de flores de celuloide de color rojo, en
cuyo centro se encontraba una estatua del cangrejo marchaadelante, aquél
que fuera expulsado de su pueblo de la bahía de Sanborombón
debido a sus costumbres aberrantes, según me enteré después
de leer la placa de bronce.
Preocupado por encontrarme en paños menores, recogí
del suelo un saco verde de hojalata litografiada que alguien había
dejado olvidado, y me lo puse con sumo cuidado, tratando de no cortarme
los dedos. Pero por debajo aún se veía mi slip, por lo que
colgué de la parte inferior del saco una cantidad suficiente de
flores de celuloide, como para que mi prenda íntima quedara cubierta.
Estaba en ésto cuando observé a una cantidad de personas
vestidas de negro que caminaba lentamente en círculo a unos cincuenta
metros del monumento. En ese momento me di cuenta de que lo que pensaba
era un jardín, en realidad se trataba de una plaza, y bastante extraña
por cierto. Me acerqué a las personas que se desplazaban en fila,
y pude ver que eran mujeres que llevaban una especie de cacerola pintada
de blanco con forma de cangrejo sobre sus cabezas, marchando todas en total
silencio. Pude observar también que a unos metros de donde me encontraba
había un banco solitario, y decidí llegarme hasta él
para descansar unos instantes y reponerme de la impresión que me
causaba lo que estaba viendo.
Más tarde seguí caminando hasta llegar al borde
de la plaza, y desde allí pude ver un cielo celeste que lo ocupaba
todo, incluso hasta la parte de abajo, más allá del cordón
de la vereda. No había nada más allí. Es decir que
lo único que podía ver a mi alrededor era la plaza con sus
flores de celuloide rojo, el monumento al cangrejo, un banco solitario,
las mujeres caminando y el inmenso cielo celeste.
Luego de meditar acerca del lugar en que me hallaba, retorné
al monumento y desde allí traté de localizar la parte de
adentro de la pantalla del monitor. Inicialmente no tuve éxito,
pero al alejarme nuevamente, creí divisar una pequeña parte
de cielo cuyo color celeste era más acentuado. Me acerqué,
y como lo preveía ese sector tenía la forma y el tamaño
de la pantalla. Mirando con detenimiento podía verse a una persona
moviéndose del otro lado, cuyos difusos rasgos eran también
del mismo color.
Casi sin pensarlo me quité el saco de latón con las colgantes
flores de celuloide, y ya nuevamente en calzoncillos me dispuse a atravesar
la pantalla en sentido contrario. Me zambullí como lo había
hecho antes, pero di con mi cabeza contra la dura superficie de vidrio,
lo que me hizo salir un chichón de proporciones. Me acerqué
nuevamente y golpeé con mis puños, pero ésto
solamente produjo un ruido sordo, sin ningún resultado.
Desde aquél entonces vivo solo en la plaza, y me alimento
de flores de celuloide rojo. Para distraerme me siento en el banco y miro
pasar a las mujeres, las que siguen marchando permanentemente sin contestar
a ninguna de mis preguntas. Cada tanto voy hasta el cordón de la
vereda a observar la parte de abajo del cielo, y me imagino que ése
es un merecido paseo.
Hace unos días llegué a la conclusión de
que el cangrejo marchaadelante ha comenzado a mirarme con ojos pícaros,
lo que me está produciendo una sensación de inquietud.