Poseidón
por Pedro Resnik

 

Oscuras manchas informes le cubrían la visión del cielo. Extendió cuanto pudo su cuello hacia atrás, procurando algo de aire. Así, un lejano resplandor caliente bañó sus ojos, apenas entreabiertos.
Entonces, ella supo que sería sujetada, que no se requeriría fuerza y que el tenso arco de su cuerpo, cedería.
Al principio, oyó el eco de los gritos que da el agua al golpear contra los bordes del cajón de una montaña. Luego... duros, macizos, afilados sonidos, una, dos, tres veces, la penetraron. Su cuerpo vibró, desde la entrepierna hasta la base del cráneo. En ese instante, se dejó ir... Se fue.
Los gritos se hicieron murmullos, las aguas, lago.
Hubiese deseado sollozar, pero ocurrió que su atención se concentró en su propia voz, que preguntaba:
- ¿Quién es?, ¿quién es?
Su voz no salía más allá de ella misma. No decía su voz, pero ella podía escucharla.
- ¿Quién es?, ¿quién es?
Primero pensó que, tras el éxtasis, él también la había dejado. Luego comprendió que era a él a quien ella dirigía su pregunta. Él, primero sobre ella, ahora dentro de ella. Él escuchaba su pregunta y sólo él podía contestarla.
Como si fuese su respuesta, sintió como su propio cuerpo se tensaba otra vez, oyó el bramido de aguas que bajaban, más turbulentas, más ansiosas. Y dentro de sí, los sonidos que la recorrían.
De nuevo encontró el goce que no había buscado, el cauce de un torrente de deseo que, recién ahora, ella descubría como propio. Y el goce de él.
Y otra vez el enigma. Y el rezo.
- ¿Quién es?, ¿quién es?
¿Él, que la hace gozar, gozándola? ¿Él, que goza al darle el goce? ¿Él, que abreva en las aguas de su escondido deseo, revelándolo?
La pregunta giró una vez más, alisando las paredes de su cráneo. Ya no quería sollozar. Se veía a sí misma como desde un plano elevado, valerosa, entusiasta y vanamente esforzada. Una niña azuzando a un brioso caballo de calesita.
Sus espasmos la confundieron y no pudo saber si dormía o si ya había despertado. Hasta que llegó la laxitud.
Los sonidos la atravesaron nuevamente, norte a sur, sur a norte, por el eje central de su cuerpo. Su conciencia los advirtió, pero su cuerpo ya no vibró. Aguas agitadas en la superficie, calmas en lo profundo.
Vio cuando las manchas volaron, huyendo de ella en fugitivos círculos concéntricos. Un fantasma sombrío y vacilante consideró la posibilidad de quedarse, pero, finalmente, las acompañó.
Quedó sola con sus jadeos, el tamtam de su corazón, un grito ahogado. Él se había ido, entonces ella dictó al aire su pregunta:
- ¿Quién es?, ¿quién es? Dijo, con voz audible.
- Soy yo... Soy yo.
El teléfono ya no sonaba. Comprendió que había despertado plenamente.
El bip del contestador automático estaba dando paso a la gruesa voz de Schiaffino que vociferaba:
- Soy yo... Soy yo. ¡Atendé! ¡Atendé, Sonia, que es importante!
Pensó... ¡Minga vas a ser vos!.
Segura que vos no sos, mi querido Schiaffino.
Y éste, el que todavía duerme a mi lado, tampoco es.
Resignada, sacó una mano por encima de las sábanas. Boca abajo, fijó su ojo derecho en el crucifijo que pendía de su cuello al costado de la cama. Sin razón aparente y en un gesto inusual, comenzó a chupar su dedo mayor.
Sonia Konel alzó el auricular y fingiendo no haber escuchado, sin interés, ordenó a su voz decir:
¡Hola!, ¿quién es?

Pedro Resnik