Había llegado el momento en que sólo diferenciaba el cambio
de semana por la entrada del distribuidor de agua mineral al edificio.
Cada viernes. Ese día salí, como de costumbre, a recoger
las botellas. Había pasado una noche mala. Quizá mala no
sea el adjetivo adecuado. Una noche inquieta, mi cama sufrió demasiado
con mis sobresaltos. Y mala, sí, también. Debo ser sincero.
Hacia mi dormitorio habían reptado, entre el hechizo y lo insoportable,
los ruidos del departamento de al lado, donde vivía un hombre solo,
desde hacía pocos días, según información del
portero. Un solitario que, por los ruidos, había estado bien acompañado.
Me levanté de pésimo humor, y salí a retirar el
agua. Aún no eran las siete. De repente, la puerta del departamento
de enfrente se abrió y salió una mujer. El vecino la despidió
con un "después te llamo" y cerró la puerta. Yo estaba en
pijama, ella me miró. Una mirada que no cabe en un par de palabras,
ni en diez. Luego sonrío y desapareció en el ascensor, que
no demoró nada en llevársela. Hacía mucho tiempo que
no me dolía la ausencia de una mujer.
Ese viernes, a la noche, después que regresé del laburo,
estuve al acecho, pretendiendo oír una señal de cambio de
ambiente en el departamento de al lado. Nada. Pero al día siguiente,
no pude volver a dormir. Ni el domingo tampoco. No pude dormir hasta que
pasó el martes. La irrupción de aquella mujer me devolvió
la cuenta del tiempo. Por primera vez tuve miedo de envejecer.
A partir de ese fin de semana, en la mañana temprano, tras cada
madrugada de ardores en casa del vecino, me quedaba espiando su salida,
temblando, mirando por el ojo cómplice de mi puerta. Él la
despedía, nunca un beso, o un abrazo, simplemente "después
te llamo".
Yo comencé a soñar con poder llamarla. Comencé
también a observar al vecino. Su forma de vestir, de caminar, de
abrir la puerta del ascensor, de dirigirse al portero. Lo observé
cuando tomaba el colectivo, cuando salía con el paraguas y el piloto
en los días de lluvias. Fui detrás suyo entre las góndolas
del mercado, quería saber qué consumía. Me hice cliente
de los negocios donde compraba su ropa, sus zapatos, todo lo que era su
costumbre. Me aficioné a leer sus diarios y revistas. Logré
saber que programas frecuentaba en su televisor y en la radio. Fue duro
averiguarlo, las orejas se me enrojecían de tanto presionarlas contra
la pared. Me avergonzaba la situación, pero no podía reprimirme.
Era la única forma de saber cuándo ella vendría. Como
una rata hambrienta, rastree en la bolsa de basura del otro para precisar
otros detalles. Me interesaba cualquier cosa que se relacionara con el
vecino. Le calqué su tono de voz, ensayé en mis manos sus
manos.
Mi día de triunfo fue un miércoles. Ese día el
portero me confundió con él.
Las noches que para mi desdicha disfrutaba aquel hombre, aceleraban
el pulso de mis planes. Un detalle me faltaba y la suerte me respaldó
un lunes, cuando hubo una filtración de agua en el departamento
de al lado. Sentí que él protestaba. Vino el portero, hablaron,
después llegó un plomero; al rato, salieron, el vecino lo
acompañaba. ¡La puerta quedó abierta!
Mi vista había adquirido el poder del águila y mi percepción
estaba dilatada, extendida, en la justa medida de mi rapiña. El
ojo de mi puerta era mi cómplice crucial. De inmediato, pasé
al otro lado, la vida de un minuto fue suficiente para tomar unas fotos.
Necesitaba robarme ese ambiente. Y la cama, sobre todo la cama. Al siguiente
fin de semana, pinté mi departamento, lo redecoré, y en el
próximo, cambié el mobiliario.
Ese jueves, cerca de las diez de la noche, aflojé las dos lamparitas
del pasillo. Me sentía nervioso, no soy creyente pero imploré
que la viejita del otro departamento del piso no tuviera la idea de salir.
Ya sabía que en el cuarto departamento no había nadie a esa
hora.
Mis cálculos no me defraudaron. Las orejas me ardían,
pero bien valía el sacrificio. Ella llegó a las diez. El
sonido del ascensor subiendo se me clavó en el corazón, la
sangre me bombeaba enloquecida. No podía fallar. No. Era mi apuesta
al futuro. Cuando salió al pasillo, esperé que el cono de
luz del ascensor la dejara desprotegida. Esperé con las manos ansiosas.
Extendí los brazos, la abracé y la besé. Todo súbitamente.
Abrazándola, le di varias vueltas, para desorientarla respecto a
la puerta que esperaba su entrada, giramos como si estuviéramos
bailando.
-¡Sos loco! ¿Qué celebramos? -dijo. Ella conocía
mi colonia.
Le susurré que no hablara y simplemente seguí besándola.
En tanto, dimos los dos pasos que faltaban. Me apretaba fuerte, era muy
sensual. Entramos, y la amé. Con devoción, con desespero.
Y con agonía, esperando que en un resquicio de mi pasión
ella entendiera que algo no era como lo acostumbrado.
Pero mis temores no se colaron en la cita. Ella me amó como
yo lo había soñado. Para mí fueron los sonidos perturbadores.
¡Para mí y por mi magia! Me la imaginaba enloquecida, después,
ese día o al otro día, buscando explicaciones para un delirio,
que ella no podía conocer. Para animarme, me dije que no hay futuro
sin presente, y el presente se había realizado. Una sola cosa me
dolía, hondo, muy hondo. Me dolía extrañar su mirada.
Esa mirada que me había enamorado. Todo fue al amparo de las sombras,
eso la divirtió. Una única vela derretía sus aromas
en el baño. Mi capricho la había enloquecido, volviéndola
más adorable.
Con la excusa de un engorroso trabajo de urgencia, le pedí que
se fuera antes de las siete. Era invierno, a esa hora todavía las
sombras jugarían a mi favor cuando ella saliera al pasillo. La angosta
ventana doble que da al patio le diría que el día aún
no quería despertar. Yo no hubiera querido, pero el tiempo daba
la alarma. Abrí la puerta, la oscuridad era suave y tuve un deseo
insoportable de abrazarla, de volver a besarla, de decirle que la amaba.
De comenzar la noche de nuevo. De inventar una noche eterna. No lo hice.
Sólo me limité a darle un par de giros, alucinados, riéndome
en su oído, escuchándole, arrobado, decir que la noche había
sido magnífica, rara, sorprendente. Todo susurrado, tibio. Tan reciente
todo.
Ella salió y justo en el instante en que la despedí con
un "después te llamo", tropezó con las botellas de agua.
Maldijo fuerte, y yo cerré la puerta.
La empresa Manantiales de la Fortuna S.A. exhibe una puntualidad asquerosa.
Rosa Elvira Peláez