Ella, yo y el otro
por Rosa Elvira Peláez

 


Había llegado el momento en que sólo diferenciaba el cambio de semana por la entrada del distribuidor de agua mineral al edificio. Cada viernes. Ese día salí, como de costumbre, a recoger las botellas. Había pasado una noche mala. Quizá mala no sea el adjetivo adecuado. Una noche inquieta, mi cama sufrió demasiado con mis sobresaltos. Y mala, sí, también. Debo ser sincero. Hacia mi dormitorio habían reptado, entre el hechizo y lo insoportable, los ruidos del departamento de al lado, donde vivía un hombre solo, desde hacía pocos días, según información del portero. Un solitario que, por los ruidos, había estado bien acompañado.
Me levanté de pésimo humor, y salí a retirar el agua. Aún no eran las siete. De repente, la puerta del departamento de enfrente se abrió y salió una mujer. El vecino la despidió con un "después te llamo" y cerró la puerta. Yo estaba en pijama, ella me miró. Una mirada que no cabe en un par de palabras, ni en diez. Luego sonrío y desapareció en el ascensor, que no demoró nada en llevársela. Hacía mucho tiempo que no me dolía la ausencia de una mujer.
Ese viernes, a la noche, después que regresé del laburo, estuve al acecho, pretendiendo oír una señal de cambio de ambiente en el departamento de al lado. Nada. Pero al día siguiente, no pude volver a dormir. Ni el domingo tampoco. No pude dormir hasta que pasó el martes. La irrupción de aquella mujer me devolvió la cuenta del tiempo. Por primera vez tuve miedo de envejecer.
A partir de ese fin de semana, en la mañana temprano, tras cada madrugada de ardores en casa del vecino, me quedaba espiando su salida, temblando, mirando por el ojo cómplice de mi puerta. Él la despedía, nunca un beso, o un abrazo, simplemente "después te llamo".
Yo comencé a soñar con poder llamarla. Comencé también a observar al vecino. Su forma de vestir, de caminar, de abrir la puerta del ascensor, de dirigirse al portero. Lo observé cuando tomaba el colectivo, cuando salía con el paraguas y el piloto en los días de lluvias. Fui detrás suyo entre las góndolas del mercado, quería saber qué consumía. Me hice cliente de los negocios donde compraba su ropa, sus zapatos, todo lo que era su costumbre. Me aficioné a leer sus diarios y revistas. Logré saber que programas frecuentaba en su televisor y en la radio. Fue duro averiguarlo, las orejas se me enrojecían de tanto presionarlas contra la pared. Me avergonzaba la situación, pero no podía reprimirme. Era la única forma de saber cuándo ella vendría. Como una rata hambrienta, rastree en la bolsa de basura del otro para precisar otros detalles. Me interesaba cualquier cosa que se relacionara con el vecino. Le calqué su tono de voz, ensayé en mis manos sus manos.
Mi día de triunfo fue un miércoles. Ese día el portero me confundió con él.
Las noches que para mi desdicha disfrutaba aquel hombre, aceleraban el pulso de mis planes. Un detalle me faltaba y la suerte me respaldó un lunes, cuando hubo una filtración de agua en el departamento de al lado. Sentí que él protestaba. Vino el portero, hablaron, después llegó un plomero; al rato, salieron, el vecino lo acompañaba. ¡La puerta quedó abierta!
Mi vista había adquirido el poder del águila y mi percepción estaba dilatada, extendida, en la justa medida de mi rapiña. El ojo de mi puerta era mi cómplice crucial. De inmediato, pasé al otro lado, la vida de un minuto fue suficiente para tomar unas fotos. Necesitaba robarme ese ambiente. Y la cama, sobre todo la cama. Al siguiente fin de semana, pinté mi departamento, lo redecoré, y en el próximo, cambié el mobiliario.
Ese jueves, cerca de las diez de la noche, aflojé las dos lamparitas del pasillo. Me sentía nervioso, no soy creyente pero imploré que la viejita del otro departamento del piso no tuviera la idea de salir. Ya sabía que en el cuarto departamento no había nadie a esa hora.
Mis cálculos no me defraudaron. Las orejas me ardían, pero bien valía el sacrificio. Ella llegó a las diez. El sonido del ascensor subiendo se me clavó en el corazón, la sangre me bombeaba enloquecida. No podía fallar. No. Era mi apuesta al futuro. Cuando salió al pasillo, esperé que el cono de luz del ascensor la dejara desprotegida. Esperé con las manos ansiosas. Extendí los brazos, la abracé y la besé. Todo súbitamente. Abrazándola, le di varias vueltas, para desorientarla respecto a la puerta que esperaba su entrada, giramos como si estuviéramos bailando.
-¡Sos loco! ¿Qué celebramos? -dijo. Ella conocía mi colonia.
Le susurré que no hablara y simplemente seguí besándola. En tanto, dimos los dos pasos que faltaban. Me apretaba fuerte, era muy sensual. Entramos, y la amé. Con devoción, con desespero. Y con agonía, esperando que en un resquicio de mi pasión ella entendiera que algo no era como lo acostumbrado.
Pero mis temores no se colaron en la cita. Ella me amó como yo lo había soñado. Para mí fueron los sonidos perturbadores. ¡Para mí y por mi magia! Me la imaginaba enloquecida, después, ese día o al otro día, buscando explicaciones para un delirio, que ella no podía conocer. Para animarme, me dije que no hay futuro sin presente, y el presente se había realizado. Una sola cosa me dolía, hondo, muy hondo. Me dolía extrañar su mirada. Esa mirada que me había enamorado. Todo fue al amparo de las sombras, eso la divirtió. Una única vela derretía sus aromas en el baño. Mi capricho la había enloquecido, volviéndola más adorable.
Con la excusa de un engorroso trabajo de urgencia, le pedí que se fuera antes de las siete. Era invierno, a esa hora todavía las sombras jugarían a mi favor cuando ella saliera al pasillo. La angosta ventana doble que da al patio le diría que el día aún no quería despertar. Yo no hubiera querido, pero el tiempo daba la alarma. Abrí la puerta, la oscuridad era suave y tuve un deseo insoportable de abrazarla, de volver a besarla, de decirle que la amaba. De comenzar la noche de nuevo. De inventar una noche eterna. No lo hice. Sólo me limité a darle un par de giros, alucinados, riéndome en su oído, escuchándole, arrobado, decir que la noche había sido magnífica, rara, sorprendente. Todo susurrado, tibio. Tan reciente todo.
Ella salió y justo en el instante en que la despedí con un "después te llamo", tropezó con las botellas de agua. Maldijo fuerte, y yo cerré la puerta.
La empresa Manantiales de la Fortuna S.A. exhibe una puntualidad asquerosa.

Rosa Elvira Peláez