Se busca
por Carlos Egea Alvarez


 Lo siento, pero no os puedo dejar una foto porque no la tengo. Ni siquiera  una de esas rápidas de las cabinas instantáneas con las caras juntas y aplastadas por las mejillas para salir ambos en el recuadro, y que la luz del  flash colorea cambiando los rostros a un pálido mortecino. Puedo intentar describirla. Alta, de larga cabellera negra sujeta en la nuca por un coletero,
de ojos grises de bruma matinal, cara ovalada, tez morena, boca grande, labios  carnosos y sonrisa franca. Su voz es dulce, de timbre melodioso y sus gestos  son suaves, pausados, como si con sus movimientos tratara de no enturbiar el  entorno.
 La última vez que la vi fue en el circo. La primera vez también fue allí,  pero horas antes, en la cola de las entradas. Ella esperaba su turno detrás de  mí, y yo me giré torpemente derramando su cartucho de palomitas. Tras un millón de disculpas por mi parte, ella desplegó su sonrisa y en ese momento me  asaltó imparable el deseo, más bien la necesidad, de que ella, Marta, fuese la  mujer con la que deseaba compartir el resto de mi vida, aunque en aquel momento me bastaba con convencerla de que ocupara el asiento de al lado durante el espectáculo.
 Lo conseguí.
 Sufrimos juntos viendo al domador introducir la cabeza entre las fauces del  león; reímos a la par con las bofetadas de los payasos; nos angustiamos con el  triple salto mortal de los trapecistas y disfrutamos con lo imposible de los  malabaristas y antipodistas. Más tarde ocupó el centro del escenario el mago,  con su chistera, su capa de seda negra y roja y su varita. Conejos y palomas  surgían de la nada. Naipes y pañuelos parecían cobrar vida propia. Después  mostró las planchas que luego formarían una gran caja sobre una base separada  del suelo por un plataforma con ruedas. Demostró hasta la saciedad que nada  había dentro, ni fuera, ni detrás y posteriormente solicitó una colaboración  del público. El mago requería un ayudante para su próximo truco.
Marta se puso en pié, como activada por un resorte. Su carácter alegre e impulsivo la motivó a presentarse como candidata ideal. Fue la más rápida y el  mago la señaló y la invitó a saltar a la pista y a acompañarle. El hombre introdujo a Marta en la caja, la cubrió con una tela negra y tras unos pases  con la varita y unas palabras ininteligibles, el mago se echó la mano a la
garganta, cayó de rodillas y acabó tendido en el suelo. El público permaneció  en silencio, ante la duda, desconociendo si se trataba de una parte más del  espectáculo. Tras unos tensos instantes, un empleado del circo se dirigió corriendo al mago, analizó el estado del hombre tumbado y gritó solicitando  ayuda. “¡¿Hay algún médico entre el público!?”.
 Un infarto. El mago falleció en plena actuación. Yo mismo ayudé a mover su  cuerpo para subirlo a la camilla e intervine en el desmonte de las piezas de  su arca mágica. Pero Marta no estaba. Revolví en todos sus utensilios pero  nada hallé, ni siquiera una pista. Registré su camerino, en vano. Interrogué a  todos los artistas del circo con el mismo resultado. El público desaparecía en  riadas y yo buscaba su cara conocida en otras que no lo eran. Chillé su nombre. Pregunté a todos, sin obtener ningún fruto. Días después el circo recogió su carpa, sus carromatos y sus jaulas y desapareció dejando una isla  de tierra hollada y hierba seca. Ni rastro de Marta. Meses después contacté  con otros magos con la confianza de que me dieran una solución. Años después,  aun no me la he podido quitar de la cabeza. Pienso en ella, en su sonrisa, a  cada momento.
 No sé qué hacer ni a quién recurrir, así que he decidido hacer público mi  dolor y con mi pena expuesta en este papel solicito la ayuda de todo aquel que  lea estas palabras y que no dude en comunicarme cualquier ocurrencia, que sepa, conozca o invente, por disparatada que sea que me ayude a encontrar a  Marta.
 Espero ansioso vuestra inestimable ayuda. Os lo agradezco.

Carlos Egea Alvarez