Lo siento, pero no os puedo dejar una foto porque no la tengo.
Ni siquiera una de esas rápidas de las cabinas instantáneas
con las caras juntas y aplastadas por las mejillas para salir ambos en
el recuadro, y que la luz del flash colorea cambiando los rostros
a un pálido mortecino. Puedo intentar describirla. Alta, de larga
cabellera negra sujeta en la nuca por un coletero,
de ojos grises de bruma matinal, cara ovalada, tez morena, boca grande,
labios carnosos y sonrisa franca. Su voz es dulce, de timbre melodioso
y sus gestos son suaves, pausados, como si con sus movimientos tratara
de no enturbiar el entorno.
La última vez que la vi fue en el circo. La primera vez
también fue allí, pero horas antes, en la cola de las
entradas. Ella esperaba su turno detrás de mí, y yo
me giré torpemente derramando su cartucho de palomitas. Tras un
millón de disculpas por mi parte, ella desplegó su sonrisa
y en ese momento me asaltó imparable el deseo, más
bien la necesidad, de que ella, Marta, fuese la mujer con la que
deseaba compartir el resto de mi vida, aunque en aquel momento me bastaba
con convencerla de que ocupara el asiento de al lado durante el espectáculo.
Lo conseguí.
Sufrimos juntos viendo al domador introducir la cabeza entre
las fauces del león; reímos a la par con las bofetadas
de los payasos; nos angustiamos con el triple salto mortal de los
trapecistas y disfrutamos con lo imposible de los malabaristas y
antipodistas. Más tarde ocupó el centro del escenario el
mago, con su chistera, su capa de seda negra y roja y su varita.
Conejos y palomas surgían de la nada. Naipes y pañuelos
parecían cobrar vida propia. Después mostró
las planchas que luego formarían una gran caja sobre una base separada
del suelo por un plataforma con ruedas. Demostró hasta la saciedad
que nada había dentro, ni fuera, ni detrás y posteriormente
solicitó una colaboración del público. El mago
requería un ayudante para su próximo truco.
Marta se puso en pié, como activada por un resorte. Su carácter
alegre e impulsivo la motivó a presentarse como candidata ideal.
Fue la más rápida y el mago la señaló
y la invitó a saltar a la pista y a acompañarle. El hombre
introdujo a Marta en la caja, la cubrió con una tela negra y tras
unos pases con la varita y unas palabras ininteligibles, el mago
se echó la mano a la
garganta, cayó de rodillas y acabó tendido en el suelo.
El público permaneció en silencio, ante la duda, desconociendo
si se trataba de una parte más del espectáculo. Tras
unos tensos instantes, un empleado del circo se dirigió corriendo
al mago, analizó el estado del hombre tumbado y gritó solicitando
ayuda. “¡¿Hay algún médico entre el público!?”.
Un infarto. El mago falleció en plena actuación.
Yo mismo ayudé a mover su cuerpo para subirlo a la camilla
e intervine en el desmonte de las piezas de su arca mágica.
Pero Marta no estaba. Revolví en todos sus utensilios pero
nada hallé, ni siquiera una pista. Registré su camerino,
en vano. Interrogué a todos los artistas del circo con el
mismo resultado. El público desaparecía en riadas y
yo buscaba su cara conocida en otras que no lo eran. Chillé su nombre.
Pregunté a todos, sin obtener ningún fruto. Días después
el circo recogió su carpa, sus carromatos y sus jaulas y desapareció
dejando una isla de tierra hollada y hierba seca. Ni rastro de Marta.
Meses después contacté con otros magos con la confianza
de que me dieran una solución. Años después,
aun no me la he podido quitar de la cabeza. Pienso en ella, en su sonrisa,
a cada momento.
No sé qué hacer ni a quién recurrir, así
que he decidido hacer público mi dolor y con mi pena expuesta
en este papel solicito la ayuda de todo aquel que lea estas palabras
y que no dude en comunicarme cualquier ocurrencia, que sepa, conozca o
invente, por disparatada que sea que me ayude a encontrar a Marta.
Espero ansioso vuestra inestimable ayuda. Os lo agradezco.
Carlos Egea Alvarez