La relación con mi primera novia duró siete semanas, siete
días con la segunda, y siete horas con la tercera. La primera me
dejó alegando que yo era un irresponsable, la segunda por «insensible»,
y la tercera porque ya eran las ocho de la mañana y a las nueve
empezaba su jornada laboral en el Banco (al menos, ésta tenía
un motivo realmente justificado). Mi vida sentimental se resumía
en siete semanas, siete días y siete horas. No estaba mal. Yo era
el hombre de los tres sietes, el “hombre lejía”, el irresponsable
e insensible abandonado por la caprichosa selección de las perfectas
e inmaculadas mujeres. Mi relación con el sexo femenino me iba francamente
mal -de siete a peor-. Y ¿si la siguiente duraba siete minutos?
Entonces me dejaría por eyaculador precoz, lujo que ningún
hombre puede permitirse. Por aquella época yo asediaba a las chicas
con un «¿te gustaría pasar conmigo siete minutos de
pasión?» Ellas se reían tontamente, y acto seguido
me ignoraban. Yo me entregaba en cuerpo y alma, y ellas respondían
«no». Un «no» doloroso, tajante, impúdico,
agresivo, irrespetuoso; diferente al «no» que solemos recibir
a menudo en la vida cotidiana. Aquello me refrescaba los tiempos en que
mis padres me negaban algún capricho. Mi madre me respondía
con un «no» seco, cortante, mientras que mi padre lo adornaba
con un «cuando seas mayor.» Ya era mayor -al menos en edad-,
y, mira por dónde, las mujeres también me respondían
«no.»
Desalentado por mis fracasos como seductor, medio en broma, decidí
poner un anuncio en la sección Contactos del periódico: «Hombre
joven, con buena presencia y nivel cultural alto, busca mujer para compartir
experiencias apasionantes. Abstenerse aquéllas que sean temerosas,
poco imaginativas o insensibles.» No llamó ninguna -eso me
pasa por buscar mujeres que no existen-.
Sabía que mi suerte tenía que cambiar. Siempre he considerado
que si te fías de tus posibilidades acabas por triunfar. Sumergido
en esos pensamientos entré en Atic, una discoteca a dos manzanas
de mi casa. Desde la planta de arriba, contemplamos mi amigo Antonio y
yo a dos hermosas chicas. Bueno, una era hermosa; la otra, eso y mucho
más (¡Menuda obra de arte...!). Me gusta el arte, sobre todo
la pintura, y sé reconocer el talento. Aquélla tenía
dos: uno a la izquierda y otro a la derecha, del mismo tamaño, a
la misma altura, con idéntica intensidad, sin mirarse entre sí
(¿habrían discutido?). Pero no eran sus únicas bazas.
Su pelo, negro azabache, contrastaba con el azul mar embravecido de sus
ojos, que, iluminados maliciosamente, resplandecían en la oscuridad.
Habiéndola observado por delante y por detrás, llegué
a la conclusión de que en ninguna de las paredes de mi casa colgaba
algo parecido. Lo que no me gustaba de ella eran aquellos moscones que
revoloteaban a su alrededor, esos tipos que dan la lata a las chicas para
intentar llevárselas a la cama (gente como yo, vamos...).
-¿Quieres que les diga algo?
-Sí. Dile a la morena que estoy enamorado de ella.
Mi amigo no dudó, y en cuanto tuvo la oportunidad se lo hizo
saber. Ella giró la cabeza hacia mí. Durante dos segundos
me miró fijamente. Dos segundos de gloria, de inmortalidad, de divinidad
…dos segundos orinándome en los pantalones.
Antonio me hizo señas para que bajara. Yo, indeciso, sonreía;
de la misma forma en que sonreía cuando, siendo un crío,
veía a compañeros corretear delante de las vaquillas (yo
era el único del grupo que no saltaba). Quizá fuese un maldito
cobarde, pero era un cobarde vivo, al fin y al cabo.
Ahora en la discoteca, salté al ruedo.
Mi celestina hizo su papel:
-Te voy a presentar a estas chicas.
Las saludé con un par de besos.
La rubia se llamaba Bea, y Rocío era “la obra de arte”. Lo primero
que le dije fue:
-¿Te gustaría pasar conmigo siete minutos de auténtica
pasión? -¿De qué sirve perder el tiempo…?
-¿Siete? ¿Por qué sólo siete minutos?
Mi cerebro se quedó en blanco. Estaba tan acostumbrado al “no”,
que no me había preparado para otro tipo de respuestas.
-Porque estoy muy mal de tiempo -acerté a decir.
-¿Y eso?
-De lunes a viernes trabajo en Correos, por la tarde colaboro en una
productora de vídeo, y los sábados acudo a un cursillo intensivo
de presentador de televisión. Como verás, no me sobra el
tiempo.
-Pues no sé que responder… -dijo sonriendo.
-Aprovecha. Es la oportunidad de tu vida.
-¿Seguro? -Ya era carcajada más que risa.
-¿Lo dudas?
-No. Lo que no entiendo es por qué, habiendo tantas chicas en
este mundo, me has elegido a mí para compartir tu glorioso tiempo.
-No te hagas falsas ideas. Todas las noches se lo pregunto a más
de veinte.
-¿Y qué responden?
-Pues la verdad es que no colaboran lo más mínimo. Creo
que todas las mujeres de este mundo han maquinado un complot contra mí.
Ella continuaba riéndose. A saber si eso era bueno o malo. Después
de unos minutos en que no dejé de decir tonterías, me preguntó:
-¿Me invitas a algo?
-De acuerdo. ¿Qué te pido? -a veces soy todo un caballero.
Me miró a los ojos y me dijo sensualmente:
-Siete minutos de pasión, por favor.
Me sentí paralizado. Miré a la barra y escruté
al camarero, un tipo alto con pelo largo y rubio y unos brazos enormes.
«Como le pida a éste siete minutos de pasión, se le
pueden cruzar los cables y partirme la cara», pensé. Decidí
que lo mejor era jugar el papel de triunfador. La agarré de la mano
para cruzar la pista en dirección a la salida. Éramos Harrison
Ford y Alisson Doody en Indiana Jones, atravesando la jungla, el mismo
calor, las mismas moscas, las mismas fieras acechando la codiciada presa.
Ya en la calle, la besé, volví a cogerla de la mano y aceleramos
el paso. Yo estaba encantado. Rocío era una chica de película,
con títulos de créditos y banda sonora incorporados. Subimos
apresurados a mi apartamento, temiendo no llegar antes de que acabase la
película. No encendí la luz del salón, ni le ofrecí
una copa, ni le enseñé los cuadros. Cuando aprieta, aprieta,
no se puede perder el tiempo con estupideces. El sexo tiene que ser tan
urgente y expeditivo como ir al cuarto de baño cuando sientes retortijones
de estómago. En esos momentos, es lo más importante, lo único…
diría yo. El mayor problema con Siete Meses era su falta de pasión.
Cuando entrábamos en acción y empezaba a bajarle las bragas,
me decía: «Espera un momento». Se levantaba para ir
a la cocina, de donde traía una vela encendida. Apagaba la luz.
Volvíamos a la acción, y, cuando la cosa se volvía
a poner caliente, se levantaba otra vez para conectar el aire acondicionado,
bajar o subir la música, correr las persianas, o regar las macetas,
consiguiendo de esa manera apagarme a mí también. Así
una y otra vez. Creo que conmigo nunca llegó al orgasmo, y, pensándolo
fríamente, me resulta increíble haberlo conseguido yo. Con
Siete Horas fue diferente: con ella todo fue una diarrea sexual de principio
a fin.
Rocío era auténtica pasión. Una vez en la habitación,
no dijo nada sobre velas, ni música, ni aire acondicionado. Sólo
puso una condición, justo cuando acabábamos de desnudarnos.
-¿No falta algo?
-¿Qué?
-El despertador.
-¿Te vas a quedar a dormir aquí?
-No. Me refiero a que deberías programarlo para que suene dentro
de siete minutos. ¿No recuerdas…?
Sorprendido, le hice caso … y el amor.
Recorrí su cuerpo con mis manos temblorosas, de arriba abajo,
saboreando ese «sí» que durante tanto tiempo me fue
negado, recreándome en mi nueva obra de arte: caliente, frágil,
tierna, humana. Puse todo mi corazón en ello; esa ternura que tenía
almacenada en mi interior fue brotando, suavemente, sin prisas, sin agobios,
sin pausas. Durante más de media hora coqueteé con su divina
perfección mientras el impertinente pitido del despertador no cesaba
de sonar, participando del amoroso juego. Cuando se cansó, prefirió
quedarse callado, contemplándonos con una sana envidia. Minutos
más tarde me abracé a ella como se aferra un náufrago
a un tablón de madera, tratando de sobrevivir. Me gustaba besar
aquellos labios que no pronunciaron esa palabra de dos letras que le hacen
sentir a un hombre un ser diminuto.
Más tarde, en la bañera:
-¿Qué impresión te di en el primer instante?
-Que eras un estúpido.
-¿Y después?
-Que eras uno de los hombres más guapos que he visto nunca.
-¿Y ahora?
-Ahora pienso que eres el estúpido más guapo que he visto
en mi vida.
Me dio un beso tierno, y pensé que Siete Minutos era la mujer
de mi vida.
Horas más tarde, se marchó. La despedí con un
beso. Ya en las escaleras, la llamé. Corrí a mi habitación,
de donde cogí un libro que se llamaba “Cómo elegir al perfecto
marido”, escrito por dos psicólogos norteamericanos.
-¿Y esto?
-Léelo. Te gustará.
Me guiñó un ojo y se fue.
¿Volveré a verla? ¿Habrá sido ésta
la primera y última noche? No lo sabía. Lo que sí
sabía era que en la subasta del amor las obras de arte no se compran
con dinero. ¡Ojalá! Durante una semana no hacía otra
cosa que pensar en ella. La incertidumbre de no saber si volvería
a verla me agobiaba y me gustaba al mismo tiempo. Una semana de incógnitas,
de dudas, de esperanzas. Quizás fuese un estúpido y un insensible,
pero sabía que mi felicidad había de estar ligada a una mujer.
La soledad puede aplastar la entereza de un hombre.
Por suerte, el portero automático sonó. Venía
a devolverme el libro.
-Sube.
-De acuerdo. Un momento, y me voy.
Subió. Me besó. Me devolvió el libro, y la vida.
Aquella noche la volvió a pasar en mi cama. Demasiado sencillo,
¿no?… Una llamada al portero automático, abro la puerta y
sube. Hasta ahí, el procedimiento es el mismo que pedir una pizza
-La mejor pizza que he comido nunca.
-¿Te ha gustado el libro?
-Sí. Mucho.
-¿Qué es lo que más te ha atraído de él?
-El dueño.
Se deslizó bajo las sábanas, hasta que llegó a
las yemas de mis dedos, a los que besó uno a uno -inteligente y
extendida conversación sobre Literatura-. Empezó a escalar
posiciones, jugueteando con los pelos de mis piernas, mientras me miraba
con cara de cordero degollado. Apoyada su cabeza sobre mi estómago,
le acaricié el pelo; ni una palabra, ni una mirada, sólo
un sentimiento. Se quedó dormida en mis brazos. Yo era consciente
que, de no haber ido a mi casa, en aquellos instantes yo estaría
en alguna discoteca, atrincherado por la multitud, aturdido por el volumen
de la música, desolado por el rechazo de mis veinte mujeres diarias
-o nocturnas más bien-. Me encontraba feliz por haber conseguido
eludir mi condición de moscón. Por eso, y por todo. Aquella
noche, cuando se marchaba, le di “So natural” de Lisa Stanfield. Lo metió
en su bolso, y me lanzó una mirada cargada de dudas. La tercera
noche le entregué “El perfume” de Patrick Suskind. Siempre le prestaba
algo, que me devolvía en la siguiente cita.
-¿Por qué haces eso?
-No lo sé.
-No mientas.
-De acuerdo, te diré la verdad. La primera vez que subiste a
mi casa pensé que sería la última; quería que
tuvieras un recuerdo mío. Siempre que te vas, me digo a mí
mismo que no voy a volver a verte.
No dijo nada. Supongo que en cierta manera ratifiqué esa idea
que tenía de mí como una persona débil. Durante mucho
tiempo la seguí despidiendo con algunas de mis pertenencias, esperando
que tarde o temprano se quedara con alguna. Semejante felicidad no puede
durar toda la vida; no es que sea pesimista, sino realista. Paulatinamente,
sentí un cambio en mi interior. Nunca le dije que estaba enamorado
de ella: no hacía falta. Le di lo mejor de mí. Sin proponérselo,
consiguió arrancarme sentimientos tan bonitos que ni siquiera yo
sabía que tenía, y se los entregué sin pedir nada
a cambio. Me gustaba pasar horas y horas observándola. Era mi entretenimiento
preferido. Y también me gustaba acariciarla, y tocar su sedoso pelo,
y cogerle la mano, y olerla, y oír su delicada voz, y sobre todo:
sentir, sentir su calor. Calor. Eso era ella, una chimenea de calor en
un mundo frío, muy frío, helado. ¿Dónde había
estado ella durante mis noches de soledad? ¿Por qué tardó
tanto en abrazarme, en darme esa dulzura que yo necesitaba? Ojalá
pudiera prolongar esa llama por mucho tiempo, por toda la vida. Por ello
hubiera empeñado mis libros, mis discos, mi casa, mi perro, mi trabajo.
Siete Minutos me hizo ver lo hermosa que puede ser la vida si la compartes
con la persona que amas. Sentí pena de mí mismo cuando descubrí
lo vacía que había sido mi existencia antes de haberla conocido.
Entonces, comprendí el significado de palabras como “insensible”,
“estúpido”, “irresponsable”, y la trágica soledad que significa
no estar enamorado. ¿Y ella? ¿Qué sentía? ¿Qué
aprendió? ¿Que quería de mí? ¿Sería
el destino tan poco ético como para hacerme perder la cabeza por
alguien que no me correspondía? Maldita sea la irresponsable decisión
de quien creó este mundo de convertir al amor en un sentimiento
tan bonito y necesario como efímero. Y maldita sea la difícil
carrera de obstáculos que tiene que saltar un hombre para hallar
a la mujer de su vida, y que esta misma mujer le encuentre a él.
En este caso, su belleza era el mayor obstáculo. Al principio, solíamos
ir al cine, al teatro, a las discotecas. Había asumido que la cosa
no iba a durar mucho, y disfrutaba de la compañía de semejante
belleza. Me sentía orgulloso cuando mis amigos ensalzaban sus encantos.
Siempre he tenido fama de hombre atractivo, pero mi agradable físico
quedó eclipsado por su espectacular fisonomía. Tan espectacular
como las Cataratas del Niágara, como la Estatua de la Libertad,
como el gol de Maradona a Inglaterra en el Mundial de Méjico; tan
espectacular como para hacerme sentir un monigote a su lado. Durante mucho
tiempo había soñado con una mujer así, y ahora que
lo había conseguido no podía asimilarlo: me atormentaba no
ser capaz de mantenerlo. Sufría viendo los lascivos rostros de cientos,
miles, millones de hombres deseosos de arrebatarme a mi chica. Cada vez
que les veía a ellos me veía a mí mismo antes de conocerla.
Después de varios meses saliendo juntos empecé a sentir el
legítimo derecho a considerarla como algo de mi propiedad. Gustosamente,
hubiera firmado que Siete Minutos no fuese tan bella, tan observada, tan
deseada, a cambio de cierta sensación de estabilidad. Me había
enamorado locamente de ella, de su personalidad, de su frescura y calor
al mismo tiempo. Empecé a sentirme más a gusto cuando quedábamos
directamente en mi casa. Durante un tiempo y a diario, la pizza de la pasión
llamó al timbre de mi casa, caliente, tierna, apetitosa, dispuesta
a ser comida. Allí encontré la felicidad horizontal en un
paraíso de 1.80 por 1.20.
Pero lo bueno no dura eternamente. Una noche me dio plantón
en un pub donde habíamos quedado. Al parecer, se había puesto
enferma. Algo empezaba a fallar. No sabía de qué se trataba,
pues tampoco ella era una persona de muchas palabras. Su segunda ausencia
se produjo quince días después: se había «equivocado
de sitio.» Y dos días más tarde, prefirió quedarse
en casa preparando el examen del carnet de conducir. Con la mosca tras
la oreja, llamé a su casa para comprobar si era verdad que estaba
allí. Llamé a las once, y no estaba. A las once y media,
tampoco. Ni a las doce. Ni a la una. No había nadie para coger el
teléfono. Así que la esperé en la puerta de su casa.
Alrededor de las tres, un coche se detuvo frente a mí. En su interior
pude ver a Siete Minutos y a un tipo moreno. Se besaron durante media hora.
No supe cómo reaccionar, si montar el numerito o irme para casa.
Al final ella se bajó del coche y entró en el portal, no
sin antes despedirse de él con una sonrisa de colegiala enamorada.
Decidí darme un lento paseo para casa, saboreando la amargura de
un fin esperado, prometiéndome no volver a verla. Pero se presentó
en mi casa al día siguiente; había estado estudiando mucho
la noche anterior -al parecer, ahora se le llamaba así-. En más
de una ocasión me entraron ganas de descubrirla y decirle cuatro
verdades, pero, por otra parte, no estaba preparado para vivir sin sus
caricias. En ciertos momentos es mejor estar mal acompañado que
solo. Durante un mes, estuve conviviendo con la mentira, la hipocresía,
el egoísmo, y, lo que es peor, durmiendo con ellos. Después
de algunas indagaciones, personas más o menos allegadas me chivaron
que llevaba con aquel tipo más de dos meses. Supongo que él
sería más flexible que yo en cuanto a compartir su belleza.
Quién sabe, quizás le gustaría exhibirla. No lo sé,
no hablé con ella; no quería perder el tiempo. No conozco
a ninguna mujer que no le eche la culpa de sus infidelidades a su pareja.
Me hubiera dicho que era demasiado bueno o demasiado malo, demasiado alegre
o demasiado serio, demasiado esto o demasiado lo otro. Ese es el problema
de los hombres: somos demasiados. La mejor forma de cortar fue enfriar
la relación. Falta de interés por mi parte, otro tanto por
la suya, y ya está. Durante tres meses pasé mañana
y noche pensando qué había hecho mal. Después caí
en la cuenta de que el único error que había cometido -que
no es poco- fue enamorarme.
Pero la vida no se detiene, y a veces te trae sorpresas.
Encontré un trabajo en la televisión local, dando las
noticias. No era gran cosa, pero al menos me liberó de mi rutina
en Correos. Empecé a sentir el significado de una palabra hasta
ese momento desconocida para mí: “fama”. No era Robert de Niro ni
Bill Cosby, pero mi rostro se fue haciendo popular, y, con el transcurso
del tiempo, fui contratado para presentar programas de mayor duración.
Mi estancia en la televisión me sirvió para darme cuenta
de lo falsa que es la sociedad. A partir de ese momento, todos mis defectos
se convirtieron en virtudes, y me salieron amigos hasta debajo de las piedras.
Y mujeres. Ya no tenía que preocuparme de conquistarlas. Eran ellas
quienes venían a mí, esperando compartir la fama, aspirar
a ella, acostarse con ella. Yo, por supuesto, no decía «no.»
¿Por qué renunciar a ese tipo de placeres? Jamás
imaginé que pudiese ser semejante Casanova. Estuve con toda clase
de mujeres: jóvenes, maduras, rubias, morenas, pelirrojas, blancas,
negras, de fresa, de limón, de chocolate, con nicotina, sin nicotina,
de contrabando, con envase retornable -esto último, requisito imprescindible-.
Todas se iban contentas, felices, de haber estado con alguien medianamente
popular. Seguro que no tardaban veinticuatro horas en contárselo
a sus amigas -a los maridos e hijos no creo… estaría feo-. ¡Con
qué facilidad puede convertirse un hombre sencillo en todo un sex-
simbol! Por eso me río cuando sondean a las mujeres sobre su hombre
perfecto. Al parecer, buscan sinceridad, ternura, atención, fidelidad.
No conozco ningún actor, deportista de elite o millonario que no
reúna esas condiciones. Pero la hipocresía de las mujeres
me encantaba, sobre todo si las conducía hasta mi cama. Muchas de
ellas me preguntaban si yo sentía algo. Claro que sentía
algo: agujetas. No es broma. Quien nunca haya tenido agujetas en la cama
no sabe qué es hacer el amor. Llegué incluso a pedirle al
médico de la compañía, buen amigo mío, que
me diera de baja por unos días.
-¿Por qué, qué te ocurre?
-Agujetas... Me están matando.
-Eso no es motivo para darte de baja.
-Vale…
Él qué sabría, como estaba casado, ya se sabe:
una vez a la semana si hay suerte. Creo que muchos matrimonios apuntan
en su subconsciente las labores de la casa: de lunes a viernes, llevar
los niños al colegio, sábado por la mañana, cortar
el césped, por la noche, hacer el amor, domingo, fútbol.
Y me parece bien, son actividades demasiado importantes en la vida como
para olvidarlas -me refiero a cortar el césped e ir al fútbol-.
Jamás había tenido un comportamiento tan pasota como
en aquella época; época que, confieso, recuerdo con cierta
nostalgia. Yo vivía con mi amigo Carlos en una casa de dos plantas.
Luego llegó un italiano, Fabio, para pasar tres semanas con nosotros
(al final se quedó dos meses). Como la casa era pequeña y
no había ninguna habitación vacía, tenía que
dormir en el sofá del comedor. Un tipo agradable y simpático.
Me gustaba oírle chapurrear en español. Lo que más
gracia me hacia de él eran esos gestos de asombro, cada noche, cuando
abría la puerta del comedor, siempre acompañado de una chica
diferente, para darle las buenas noches antes de irme a la cama. Casi toda
la casa era de madera, por lo que, al parecer, el ajetreo de la cama se
oía abajo. Cada mañana me despedía de él antes
de ir al trabajo. Apenas intercambiábamos palabra alguna, pero el
semblante de su cara era transparente. Apostaría a que noche tras
noche se hacía siempre la misma pregunta: «¿Cómo
lo hace para tener tanto éxito?» Él también
recordará esa época que pasó en España con
mucho cariño -aunque me da la sensación que no hizo demasiado
ruido en el comedor-.
Las cosas se empezaron a torcer cuando me eché a la bebida.
Al principio me tomaba dos copas por noche, luego tres, y más tarde
pasé a cuatro. Últimamente perdía la cuenta, y la
cabeza. Trabajo, copas y mujeres… así era mi vida, loca y desenfrenada,
pero genuina. Ni siquiera me paraba a pensar que algún día
todo cambiaría. Fue el destino quien se encargó de
recordármelo. Y no se le ocurrió mejor fecha que la noche
en que el Real Madrid le ganó la final de la Copa de Europa a la
Juventus. Había bebido más de la cuenta, lo que propició
que cinco minutos después del final del partido me enzarzase en
una pelea con otro individuo en la misma puerta del pub donde lo habíamos
visto. Acabé en Urgencias, con una brecha en un brazo y un diente
menos. A la mañana siguiente, antes de que diera tiempo a recuperarme,
recibí una llamada telefónica de mi madre. Colgué
el teléfono. Me tumbé en la cama, sintiéndome vencido
y, lo que es peor, muerto. De nuevo desolado, aplastado, sin vida, con
frío. Dos días más tarde, una misa de media hora y
un corto recorrido para estar en el momento del adiós me bastó
para saber que mi vida debía de dar un giro radical. Se lo prometí
a mi padre antes de “su último viaje”.
He pasado etapas mejores o peores, pero nunca he estado tan perdido
como en ese momento. No volví a trabajar en televisión; no
me veía con la suficiente entereza. Me encerré en mi habitación,
de la que apenas salía en todo el día. Me dediqué
a pintar, mañana y noche, buscando una soledad que siempre había
intentado evitar. Cualquier contacto con otras personas me horrorizaba,
no imaginaba mejor compañía que la de mis propios cuadros.
De no ser por ellos, creo que nunca hubiera escapado de aquel pozo. Pero
poco a poco empecé a salir de casa, tímidamente. Me permití
el lujo de pasear, observar, oír, desear. Como uno más. Dispuesto
y preparado para decir “presente” cuando la vida pasara lista cada mañana,
con todos los deberes hechos, esperando aprobar y ser readmitido, con exámenes
parciales día a día. Creo que alcancé cierta madurez
que me ayudó mucho. Ahora puedo asegurar que “madurez” es el estado
al que llega el hombre cuando se conforma con dormir, sin soñar.
He vuelto a mi antiguo trabajo en Correos, que nunca debí haber
dejado. Leo, estudio, escribo, sigo pintando. E incluso he recobrado cierta
cordura, la de los cobardes, la misma que me impedía corretear
ante las vaquillas cuando era un crío. Me basta con observar cómo
lo hacen los demás, aquéllos que aún tengan fuerzas.
Yo prefiero reservar las pocas que aún me quedan, suficientes para
soportar mi rutinaria vida, sin pedir nada a cambio; tan sólo conservar
mi trabajo de lunes a viernes, salir el sábado con los amigos a
tomar una copa, e imaginar. Imaginar que aún hay una parte de mí
que se rebela, que quiere luchar, que no tiene miedo, que está dispuesta
a levantarse una y otra vez … que quiere reconvertirme en un estúpido
irresponsable e insensible esperando una mujer que me libere del frío
que me aprisiona, que me engañe y me haga creer durante siete minutos
que aún estoy vivo.
¿Es mucho pedir?
Cáceres
1998