“Un cuento triste es mejor para el invierno”.
William Shakespeare
-Me voy -dijo él.
Se levantó del silloncito verde de cretona y se alisó
el pantalón de corderoy con las manos.
-¿Qué? -dije.
Yo estaba zurciendo el dobladillo de una cortina para la sala grande.
No entendí de qué me estaba hablando. Creí, al principio,
que le molestaba el olor de la estufa a querosén; no otra cosa.
De la habitación del fondo escuchaba a Cleo cantar “Mañana
campestre”, una y otra vez. Su voz retintinaba en los agudos, y caía
de golpe como un cristal estrellándose contra el piso en los graves.
Mañana campestre; mañana tan feliz, decía la canción.
-Me voy -repitió-. No aguanto más.
Dejé la costura. Fui hacia la ventana que da a Rioja y miré
hacia afuera. Hacía mucho frío y el vidrio estaba empañado.
La verdad es que no me sorprendí completamente. Uno sabe que algo
anda mal pero no sabe qué y el hilo acaba cortándose por
lo más fino. En la calle un hombre con gorra de lana llevaba de
la mano a una nena. Iban a paso muy rápido. Me pregunté adónde
irían. La nena tenía una cola de caballo tiesa debajo de
una gorra de lana idéntica a la del hombre. De pronto pasó
un coche de la policía haciendo sonar la sirena y profanó
mi visión. Cuando el coche pasó, la pareja ya no estaba.
Quién sabe adónde se habrían metido.
El invierno hace que la gente huya de todas partes. Todos los días
estuvieron nublados este último tiempo. Es algo que me pone triste.
Yo dije:
-Ya va a cansarse de cantar, pobre Cleo: estará contenta- lo
dije como si fuera una rareza estar alegre-.
El permaneció mudo. Me corrió un escalofrío y
todo el conocimiento cayó sobre mí como un rayo. Uno sabe
que llegará el día; lo que no sabe es cuándo. Me sentí
desfallecer. Pregunté:
-¿Irte? ¿Cómo, Javier? ¿Así, de
repente? -pero él ya se había ido de la salita hacia un punto
indeterminado de la casa. Durante un instante me avasalló la angustia:
¿cómo habíamos logrado encontrarnos cada día
en esa casa? Nuestro hogar era un sitio increíblemente grande: dos
alas, seis dormitorios, placares enormes como habitaciones, dos baños,
vestíbulos, cocina, una biblioteca, una sala, escaleras, cuarto
de estar, un comedor elegante y un comedor diario. Había sido extraordinario
que pudiéramos juntarnos cada mediodía en la misma mesa y
cada noche en la misma cama sin un mapa de por medio. Nunca debimos alquilar
esta casa. Es un lugar de frío: la frialdad rezuma de las paredes
en invierno.
Si me pongo a recordar, incluso, ni siquiera hemos llegado a tener
un pensionista verdadero que nos durara, y que pagara en término
y no huyera con la mitad de nuestras cosas. Hemos debido comprar sábanas
en cantidades industriales: todos los pensionistas se enamoran de las sábanas
que usan y las llevan de pensión en pensión, como un souvenir.
Las pobres sábanas hacen el camino de las golondrinas. Alguien me
confió una vez, que había visto el bordado con la leyenda
“Pensión Emma M. Ribera” en el cuarto de un muchacho peruano que
residía en Quito. Yo soy Emma Ribera. Bordo las esquinas de las
sábanas con hilo perlé color turquesa: son inconfundibles.
A las letras las hago siguiendo el tipo de las góticas inglesas.
La música de mis pensionistas consiste en hacer sonar alabanzas
acerca del cuidado que le doy a la ropa de cama.
-Sí: así -dijo Javier. Su voz llegó desde lejos.
Yo me sentí incapacitada para atravesar el pasillo hacia su voz.
Yo gemí:
-¿Adónde? –y no era sólo retórica.
Al cabo de media hora, más o menos, fui hacia él, en
el ala donde nosotros vivíamos. Tropecé con la lámpara
de pie. Era de cerámica blanca y medía un metro sesenta de
altura. Yo la odiaba: era bella pero se estaba descascarando. Todas las
tardes había cáscaras de cerámica alrededor del pie:
era como una odalisca ya anciana que se despreciara a sí misma y
no le importara despojarse de los velos.
El metía su ropa en un bolso de nylon. Ahí iban dos pantalones
de pana, un chaleco de lana roja, las medias que yo le había tejido,
ropa interior, una bufanda de angorina comprada a unos coreanos a mitad
de precio y el suéter peludo de cuello alto.
-¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué te hice?
Y él me dijo:
-Conocí a otra persona hace algún tiempo.
-Qué fácil -dije por decir algo.
-Es mejor así, ¿no te parece? Sería peor que te
estuviera mintiendo.
No contesté. Tosí, porque el olor a querosén de
la estufa me estaba matando.
-¿Quién? -pregunté al rato, y volví a toser,
pero esta vez de histeria-. ¿Quién es esa “persona”?
No dijo una sola palabra y se marchó al baño de azulejos
destinado a los pensionistas. Yo lo seguí como me perseguía
mi madre, de chica, con una amenazante chancleta en la mano, cuando le
había dicho alguna mentira. Entonces dije: Es mentira, me estás
mintiendo, no es eso, no es por eso.
Él me miró con asombro. Hacía quince años
que me veía y ahora se sorprendía. Yo estaba parada en el
dintel de la puerta. La cerró de un solo golpe y me quedé
afuera. A él siempre le habían gustado las mujeres de una
manera obsesiva. La lista entre rubias y morochas es infinita. Sin embargo,
se podía sufrir o se podía no sufrir por eso. Yo había
elegido no sufrir. Ya se sabe, para el que está casado, los celos
hacen de sus sábanas campos de ortigas.
Me pareció que yo tenía ganas de llorar, pero no iba a
hacerlo delante suyo. En una revista leí que eso espanta a los hombres.
Me dije que él tendría que caerse muerto antes de verme llorar
a mí, y después me dije que tendría que vigilar atentamente
que él no se llevara el pequeño reloj de péndulo de
caoba que suena tan bonito cuando marca las horas; ni la toallas Cristhian
Dior de pasamanería de seda que nos regalaron cuando nuestro casamiento:
son la única ropa blanca fina que tengo. Al fin y al cabo después
de tantos años de vida en esta casa, él también se
habrá vuelto un poco como un pensionista.
Mi madre tenía una pensión en Santa Fe, cerca de la laguna,
cuando yo era chica. Se llamaba “Pensión familiar santa Catalina
de Siena”, porque era la santa patrona de mi madre. Le rendía pleitesía
de una manera extraña: no permitía, por ejemplo, que la llamaran
Caty: exigía que dijeran su nombre completo: Catalina.
Siempre paraban extranjeros en la casa y gente notable, -mi madre dice
que en el ’47 Perón paró de incógnito en la pensión-
y alababan ellos el fondo, el largo seto de buganvillas, donde, igual que
una herida, solía asomar una achira. La pasión de mi madre
eran las plantas. Teníamos dos gatas blancas como de estuco, estilizadas,
altivas. Una vez se pelearon entre ellas y destrozaron el arriate de camelias.
Mi madre se deshizo de las gatas esa misma noche. Nunca me dijo cómo,
yo tenía apenas ocho años; supongo que las envenenó.
Supongo que las plantas y la gente eran diferentes en aquel entonces.
La gente no robaba como hoy en día, y yo no he tenido suerte con
las plantas. La santa rita de la pared del sur del patio y las macetas
con bocas de león fueron invadidas por las orugas. En menos de dos
meses, terminaron con mi intento de jardín. En aquel tiempo, doña
María todavía vivía con nosotros y dijo, en cambio,
que las plantas fueron comidas por un bicho que volaba de noche y al que
ella escuchaba zumbar desde su pieza. No lo sé. Dijo doña
María, Ya se sabe cómo son los animales a la hora de destruir:
un zorro que tiene un hambre tremenda puede acabar con un bosque.
Mi padre se llamaba Marcelino Ribera. Murió cuando yo tenía
dos años. Era policía: recibió un tiro en la espalda
de un ladrón que huía. No guardo de mi padre ningún
recuerdo. Nos dejó la casa en Santa Fe. Yo me crié sola.
No sé lo que es tener hermanos.
Cuando yo tenía doce años mi madre se enamoró
de un luxemburgués. Su nombre era Jules Dolkin. Lo habían
traído negocios a la Argentina, y los negocios se lo llevaron. Mi
madre lloró mucho cuando él se fue, y ya no se conformó.
Permaneció encerrada en su pieza dos días, sin comer ni tomar
nada, untándose el cuerpo con una colonia importada; salía
solamente para ir al baño.
Yo solía imaginarme que Jules era un espía. Para ese
entonces había visto “El tercer hombre” y leía novelas de
espionaje donde los comunistas eran un mal tan corrosivo como la leucemia.
Una vez le pregunté a Jules cuál era el idioma que se
hablaba en Luxemburgo, y él me respondió: El luxemburgués.
Yo dije: ¿Es como el francés? El dijo: Es parecido. Yo dije:
Es un dialecto. Entonces él empalideció y contestó:
No quiero hablar de dialectos. ¿Qué son los idiomas? Dialectos
triunfantes. No volvió a dirigirme la palabra en mucho tiempo, ofendido.
Para cuando hicimos las paces, él volvía ya a su país.
Fui al baño que usábamos nosotros y me encerré
ahí. Nosotros vivíamos en otra ala de la casa. Yo solía
imaginarme que el nuestro era un castillo como en las películas
viejas, como en Rebeca, una mujer inolvidable. Igual, cualquiera que conociera
las dos alas de la casa, nunca habría pensado que esto se parecía
ni remotamente a un castillo.
Me lavé la cara con agua bien fría. Y mi pensamiento
cayó en los recuerdos. En una perra vieja que nos siguió
toda una tarde por la playa y que al final adoptamos y vivió con
nosotros un par de años más, hasta que se murió. No
tenía nombre: nunca le pusimos nombre a esa perra. Era tan vieja
que supusimos que ya tendría uno. Así que le decíamos,
Hola, hola, aquí, vamos, vamos, y dábamos palmadas para llamar
su atención. Cuando la encontramos llevaba un collar de cuero rojo
muy gastado, y unas letras indescifrables como runas escritas en su interior.
Yo creo que esa perra no se perdió, sino que el dueño la
había abandonado en la playa, y ella se había acostumbrado
a la vida un poco salvaje. Tenía un ladrido agudo, como jocoso.
Mucho después, cuando pusimos calefacción en el ala de los
pensionistas, el sonido de la caldera, durante la noche, nos recordaba
los ladridos de aquella perra.
Hice una lista mental de los nombres con que él me llamaba. Me
hubiera gustado, en ese momento, tener lápiz y papel para anotarlos.
Los motes no respondían a ninguna razón lógica; quizá
alguna broma, un sueño, una película que veíamos lo
desencadenaba. Empezó llamándome chiquita, y rápidamente
pasamos al mi amor, mi negrita, maíz, capullito de alhelí,
pimpollo de rosa, Gaitán, mi vida, sol, gatita, etc. Había
muchos más, pero preferiría no recordarlos ahora.
Fue el 5 de enero de 1994, al día siguiente era Reyes: nunca
voy a olvidar esa fecha. Teníamos una pensionista: Edith Simoncini,
era una chica muy joven, de ojos negros, no castaños, sino negros.
Yo nunca había visto a alguien de ojos negros. Era de Santiago del
Estero, de La Banda, o más adentro. Estaba embarazada. Era de buena
familia, y supongo que no quería que sus padres se enteraran. Mucho
tiempo he pensado en la vida que habría llevado Edith Simoncini.
Parió su hijo, acá a escondidas, el 5 de enero de 1994, y
se marchó dejándonos el bebé. Era una nena. Lloraba
todo el tiempo, y cuando lo hacía, se ponía roja como un
tomate. Nosotros la criamos como una hija. Javier estaba contento. Le pusimos
de nombre Edith, por la madre: habíamos pensado en decirle que no
era hija nuestra cuando ella fuera mayor. Cuando tuvo tres años
se escapó al balcón. Era un día de agosto que parecía
plena primavera: yo había pensado en llevarla a tomar un helado.
Se inclinó demás, y una laja se soltó.
Siempre he creído que el accidente ha sido culpa mía.
La nena amaba más a Javier que a mí; y yo quería ser
mundo entero. Odié a Javier porque la nena lo amaba más:
fue el odio el que atrajo la desgracia. Después que Edith murió,
él y yo ya nunca volvimos a hacer el amor. Es extraño, porque
ella no era hija de nuestra carne, por decirlo así, y sin embargo,
no volvimos a hacer el amor, como si nos dolieran los genitales, como si
hubiéramos temido volver a engendrar.
Y me he preguntado muchas veces si una pareja puede subsistir sin hacer
el amor.
-¡Emma! -gritó él -¡Emma!
Yo me dije que si él se quería ir que se fuera, yo ya
no podría impedir nada. El mal estaba hecho. Hubiera sido bueno
que no dijera nada, que no comentara nada, que se hubiera ido sin una palabra,
pero lo había dicho. Siempre he admirado a aquellos hombres que
tienen el valor de dejar su casa con una excusa tan torpe como la de salir
a comprar cigarrillos. Al menos son personas que aman la aventura. Dejan
detrás de sí la estela del misterio, y la del resentimiento,
claro. ¿Qué ha pasado con ellos?, se pregunta le gente: ¿se
habrán subido a un barco que zarpaba hacia la China?, ¿se
habrán ocultado en la casa de una pelirroja cuya mirada fuera capaz
de hipnotizar como la serpiente a las lauchas? Y otras voces doloridas
arremeten: Ojalá el barco en que naveguen sea hundido por la tormenta,
son las voces de sus mujeres desde el abandono, Ojalá, la pelirroja
lo contamine con sus llagas y sus pústulas, Ojalá, tal como
maldicen los árabes en el desierto, se enamore como yo me he enamorado,
y lo abandonen.
(Si yo, en cambio, hubiera podido desear algo, en ese momento, solamente
habría deseado que mi corazón se rompiera, así de
simple, como se rompe un reloj barato que atrasa las horas estrellándolo
contra el piso: eso o que los muertos revivieran. Que resucitara mi madre,
la pequeña Edith, mi padre, que el luxemburgués volviera...)
Era mejor quedarme en el baño y evitar la escena. Yo odio las despedidas.
-¡Emma! -siguió gritando él, desencajado. Seguro
que no encontraba alguna cosa. Cada vez que perdía algo me echaba
la culpa a mí. Era injusto conmigo. -¡Será posible!
-aulló.
Nunca tuvo el menor respeto por los pensionistas, por eso hemos fracasado
en este negocio. Hubo un tiempo en que a la hora de la siesta practicaba
con su oboe. Así fue como perdimos a Dimitrio, que era un hombre
tan bueno y puntual con su pago. Era sereno en una peletería; únicamente
tenía el día para dormir. Y también se marchó
doña María que era modista. Ella había tenido un hijo
de soltera, que era alcohólico y la despreciaba (uno se entera de
todo estando a cargo de una pensión), y tuvo que irse a la casa
de él. La pobre tenía verdadero miedo de que su hijo le pegara
durante una borrachera. Si un hijo le levanta la mano a una, me dijo, es
lo último: una entonces se convierte en una nada. Pero a Javier
le molestaba que doña María cosiera a máquina en la
mañana temprano. Le daba pesadillas, decía él, el
sonido de la máquina Singer mientras él aún dormía
le daba pesadillas, y le destrozaba los nervios, recalcó.
Acostumbro a contarme cuentos a mí misma. Me digo que mi padre
vive en el extranjero, en una hermosa casa de campo, que colecciona monedas,
que fue un héroe de la Segunda Guerra Mundial. Me cuento estas cosas,
y también que me casé en una iglesia, con vestido de crêpe
color tiza, gran cola, canutillos de adorno y un ramo de azucenas.
Todo es mentira. Son cuentos que me cuento para pasar el invierno.
Al cabo de un rato sentí los lejanos pasos de Javier por la escalera
y el portazo. Abrí de un sopetón la cómoda y ahí
estaban mis toallas finas. Eran amarillas, suaves como la piel de un niño.
Las toqué un instante, y me dio la sensación de que si las
apretaba se desharían. También había en el cajón
unos retazos de rayón que me habían sobrado de la temporada
pasada. (Yo uso rayón viscosa o rayón fibrana, según
el caso, para la mantelería y los pequeños arreglos de las
cortinas: la polilla no ataca el rayón, y es más duradero).
Me quedé sentada un tiempo en el inodoro, oyendo la lenta pérdida
del botón del baño, y luego observé que el techo tenía
manchas de humedad. Unas manchas horribles, alargadas y verdosas, como
algas. Pensé, entonces, que él no iba a estar este verano
para rasquetearlo y pintarlo. Había quedado una lata de pintura
al látex color manteca en el desván. Yo la había guardado.
Todos los veranos él había pintaba los cielorrasos. Se ponía
un mameluco rotoso, se subía a la escalera doble y pintaba parsimoniosamente.
Tardaba mil años en terminar cada techo, pero lo hacía: no
puedo quejarme.
Cuando pensé que alguien, en su lugar, deberá hacerlo
también este verano, sentí que lo iba a extrañar,
que era como si él hubiera prendido fuego a la casa antes de irse,
y yo me hubiera quedado adentro, sentada, aplastada sobre las cenizas viendo
caer los pedazos, y oyendo el tétrico péndulo de mi reloj
de caoba. (Eran las cuatro, cada campanada parecía que me llamaba
lúgubremente por mi nombre: Em-ma. En cambio, antes, cada vez que
Javier lo oía dar las horas decía: Qué bonito, qué
bonito suena ese reloj. Voy a extrañar aquellas palabras suyas).
Para levantarme el ánimo, me dije que habría que comprar
el diario y leer los avisos para buscar un pintor. A veces salen avisos
en los diarios, y en las revistas de compra y venta de objetos de segunda
mano. También está Cleo, la pensionista cuyo hermano Demóstenes
es pintor de brocha en un pueblo cercano. Podría decirle que viniera
a mi casa este verano: él haría los techos, y con eso cubriría
los gastos de su estada. Podría ser buena idea, es cierto. No estoy
segura: un pintor, un pintor es una idea a la que no termino de acostumbrarme.
Patricia Suárez