La terraza de las baldosas gastadas
por Emiliano G. Vuela


La sombra cruzó el portal del conventillo, agazapada, esquivando el farol de la calle. Caminó a lo largo del pasillo, entre macetas y gatos, atrapada por las dos inmensas paredes de los edificios vecinos. Allá arriba pudo ver la luna en el cénit de la noche. Una sensación ajena le cubrió el cuerpo. Apenas podían oírse los ronquidos de algunos inquilinos en las primeras habitaciones. Sus pasos parecían retumbar en toda la ciudad. Esquivó un charco y se detuvo al pie de la escalera. La luz estaba encendida y a través de la cortina pudo ver la figura desnuda de Ana María, tan intimidante y sensual como siempre. Sintió las piernas doblarse. Respiró profundamente y tocando el pasamanos encaró la espiral de la escalera. Cada pisada en los escalones metálicos era un golpe contra su agitado corazón. En la terraza de baldosas rojas, descubrió los eternos malvones -ya secos y mustios- que Ana María se negaba a dejar de regar, quizás porque esas ramitas raquíticas eran las únicas a las cuales le entregaba el escaso amor sincero que podía permitirse. Secándose el sudor de las manos contra la ropa, se paró frente a la doble hoja de la puerta, sin golpear. De adentro oyó las voces discutiendo. Ana María tenía un cliente, debía esperar. La noche era cálida y triste. Siguiendo una hilera gastada de baldosas rojas fue hasta el borde de la terraza, se apoyó contra la oxidada barandilla del balcón y encendió un cigarrillo. Ella le había enseñado a fumar. No podía acordarse el día exacto en que Ana María había llegado al barrio, pero claramente revivía el alboroto que produjo esa tranquila tarde de verano, en que entre gritos, carcajadas y provocaciones había dirigido la penosa mudanza de sus pobres bártulos. Más de una doña había elevado a viva voz una encendida perorata en contra de tal vergonzosa promiscuidad en un barrio que si por algo se destacaba era por el respeto y la tranquilidad de su gente, gente de trabajo, de bien y sobre todo respetuosa, ¡sí, señor!. Pero no era más que un improvisado mitin en el almacén de Manuel, que como la mayoría de todos los hombres agradecía tal llegada y sospechaba que la única diferencia entre esas doñas y la impía pecadora, era que Ana María cobraba. El humo del cigarrillo se le disolvía entre los ojos, desdibujándose las luces del centro. La primera vez que la había visto, cruzaba al venir hacia la plaza, sacudiendo las caderas a la par de los corazones mozos. Era una mujer imponente y segura de que controlaba la situación. Se le había acercado con una sonrisa amplia y apenas reclinada sobre el mostrador del kiosco había pedido cigarrillos. Aún recordaba la voz cortando el aire, vibrando a través de él, hasta entrar en sus oídos inundándolos. A los días habían vuelto a cruzarse y pronto las casualidades se convirtieron en inexpertas excusas justificando improbables encuentros. Ana María parecía una buena persona y así lo fue descubriendo en esas interminables tardes de siestas, en que la figura sensual y chispeante se deshacía de maquillaje, tacones y cueros para ceñirse un desabrido deshabille y contar cadenciosa los amantes perdidos, en extraños caminos de melancolía e infinita tristeza. Desde la habitación oyó las voces elevarse y vio los cuerpos entrelazados defendiéndose y golpeándose. Una de las hojas chilló sobre sus goznes y se abrió. - ¡Puta de mierda! Todas iguales... y vos, pibe: ¿qué mirás? El tipo no esperó respuesta y bajó la escalera mascullando la bronca. - No soy un pibe -murmuró apagando el cigarrillo. Volvió a recorrer las baldosas gastadas y entró a la habitación. El olor a humedad penetró hasta sentirlo en la garganta. - ¿Ana María? -llamó suavemente. Se acercó hasta la cama revuelta y húmeda aún - ¿Ana María? Los sollozos ahogados atravesaron la puerta del baño. Salió corriendo y apoyó la oreja y los labios contra la madera raída. - Ana María, ¿estás bien? - ¿Sos vos? - Sí, ¿estás bien? -la escuchó sonarse la nariz. - Sí, no te preocupes. Alcánzame el deshabille, está sobre la cama. Oyó el agua correr. La imaginó lavarse la cara, refrescarse el pómulo ardiente, acomodarse el pelo mal teñido. La supuso desnuda y se estremeció. Fue hasta la cama embebida en un aroma fuerte y picante. Inexplicablemente envidió al tipo. Tomó la seda gastada y golpeó la puerta del baño. - ¿Sí? - El deshabille - ¿Él ya se fue? - Sí. - ¡Qué suerte! ¡Ese hijo de puta! Pasá, entonces. Abrió la puerta y la vio desnuda sentada sobre la bañadera, prendiendo un cigarrillo, las rodillas juntas, la espalda doblada y el pelo desprolijo tapando la incipiente hinchazón del pómulo. El baño estaba frío. - No te quedes ahí, alcanzame el deshabille. Tímidamente le arrimó la ropa. - ¿Lo viste a ese hijo de puta? Movió la cabeza con la vista clavada en los azulejos. Mirarla le hacía doler el pecho. - Aprendé, los tipos son todos iguales, por diez pesos creen que sos la esposa, que pueden gritar, pegarte... -comenzó a llorar de nuevo- ...ese hijo de puta. Revolvió los bolsillos y le ofreció un pañuelo. Ella se lo agradeció mientras se cubría el cuerpo. Apenas dominando sus piernas se sentó al lado, en el borde de la bañadera. - Me llamó "pibe" -dijo con una sonrisa avergonzada. Ana María también sonrió. - ¡Pibe, por Dios! Por primera vez levantó la vista. Tenía los ojos hinchados, le devolvió el pañuelo sin usar y le acarició tierna la cabeza - También... nunca voy a entender por qué te cortaste el pelo así. Vení, vamos a tomar unos mates. Se levantaron. El deshabille se le había pegado a los muslos transpirados, ahora sentía calor. Estuvo a punto de explicarle las causas de esos tijeretazos descontrolados en su cabeza castaña, pero no pudo. Igual, tarde o temprano, iba a ser una noche de confesiones. - Poné el agua mientras busco los cigarrillos. Sin dejar de observarla calentó el agua. Ya no era una mujer bella para los hombres. No hacía mucho le había dicho, que tan sólo le esperaban cinco, quizás siete años más de profesión. Nadie quiere a las putas viejas. Sólo era una excusa, nadie quiere a las putas. Debería estar cerca de los cuarenta. Era mucho más grande y sin embargo se entendían. En el fondo eran iguales. - ¿Está el agua? Ana María había vuelto fumando un largo cigarrillo importado. - ¿Cómo andás? - Bien. Olía a tabaco y colonia barata. Terminó de preparar el mate. Y fallándole el pulso colocó todo en una bandeja de plástico. - Vamos al patio, acá tengo calor. El patio era la tumba del ruido de la ciudad. Una suave brisa arremolinaba las hojas secas sobre las baldosas gastadas. La madrugada era agradable, adecuada. Ana María descalza caminaba sobre los bordes de la terraza, controlando sus malvones. - Están tan amarillos, les debe faltar agua. Pobrecitos, los voy a regar, vos mientras seguí cebando. En silencio cargaba el mate mirándola recorrer la terraza, como si flotara, casi transparente. La escuchaba y a veces podía descifrar alguna historia sobre los clientes de esa tarde. - ¿Te pasa algo? - No... Ana María se acercó, se le sentó al lado sobre las baldosas y apoyándole una mano sobre la pierna, sonrió. - ¿Querés contarme algo? Levantó los hombros. - ¿Algún problema en el colegio? - No -dijo ocultándose en el ruido del mate. - ¿En tu casa? - Lo de siempre. Ana María mirando fijos sus ojos, con picardía se rió con una fuerte carcajada. - Entonces ya sé. Mal de amores. ¡Ah, sí, sí! El corazoncito adolescente ha comenzado a latir más fuerte ¿o no? ¿Y cómo se llama? ¿Acaso algún conocido del barrio? - No importa. - ¿Cómo no importa? ¡Por favor! Lo que yo daría por... bueno, pero eso es otra cosa. Contame, contame, por favor... Ana María le rozaba el cuerpo y confidente había bajado la voz hasta crear ese clima que estuvo esperando toda la noche. El silencio era insostenible. Esa mirada esperaba una confesión. El cuerpo apenas cubierto por un deshabille, se inclinó descubriendo la piel tan usada. Y su mano temblorosa y segura se extendió hasta acariciar esa curva deseada. Ana María miró primero los ojos vidriosos, casi adultos, luego su seno cubierto por una mano tan blanca como su piel y sólo pudo callar su sonrisa con un beso. La noche ya no avanzaba, quieta prolongaba sus sombras cómplices sobre el beso prohibido de dos mujeres.

Emiliano G. Vuela