I
La mayoría de los provincianos que emigramos a la Capital, cometemos
una serie de chundeces propias de nuestra estirpe vernácula. Pero
no sólo a los de provincia nos suceden ese tipo de detalles, también
a los capitalinos les acontece lo mismo cuando salen de México.
Yo, por ejemplo, provengo de una "ciudad perdida", ubicada a 500 kilómetros
al norte del Distrito Federal, que se llama Aguascalientes... Cuando emigré
de mi patria chica, era una urbe aún muy pequeña. Más
bien era un pueblo grandote, globero y bicicletero... De hace veinte años
a la fecha, creció 4 o 5 veces más, pues se produjo una gran
inmigración de gente de la capital del país, y de todas partes,
que se ha adaptado al ambiente cálido de provincia, conformando
una cultura representativa de los aguasca-chilangos. Ahora Aguascalientes
es idéntica al Distrito Federal, nada más que sin tanto coche,
sin tanta gente, sin tanto robo ni tanto smog... De a'i en más,
todo es lo mismo, porque con la llegada de los capitalinos se ha impulsando
en gran medida la vida nocturna y el gusto por el esparcimiento mundano.
En los tiempos en que yo viví en mi tierra, por las noches no
existía más diversión que ir a saborear las deliciosas
enchiladas y los suculentos taquitos dorados en las típicas cenadurías.
Y si de beberecua y relajo más fuerte se trataba, pues el único
centro para el desfogue era la "zona de tolerancia", a la cual se le conocía
por diversos nombres: El mar, El Triángulo de las Piernudas, Las
violetas ("Las violentas", por degeneración, me refiero del lenguaje
por supuesto), y múltiples seudónimos más.
Sin embargo, junto con la inmigración de capitalinos, también
se produjo otro éxodo: el de japoneses a consecuencia de las fábricas
niponas que se instalaron en la región. De tal suerte que ésta
sí fue una verdadera invasión, y a raíz de ella la
zona de tolerancia también se vio asediada por los chales, hasta
conocérsele en la actualidad con el apodo de Pearl Harbor... por
aquello de la "invasión de japoneses"...
En fin, retomando el tema de los transterrados, yo arribé a
la ciudad de México un domingo 1º de agosto de 1977 con una
maleta de ropa a cuestas, mi guitarra (pues quería ser compositor)
y dos gallos de pelea. ¡Imagínense nada más! ¡Represéntenselo
mentalmente!: cargando dos gallos de pelea, uno giro y otro colorado...
¡Vaya nivel pajueriano el mío! Sucede que en el rancho de
mi abuelo tenía un criadero de aves finas y al venirme a la capital,
presentí que aquellos animales iban a ser hurtados. Por lo tanto,
decidí traérmelos.
El lugar donde me instalé era una buhardilla ubicada en las
calles de Patriotismo casi esquina con Holbein. Tenía dos zotehuelas
y ahí los pude amarrar. Les daba de comer arroz, tortilla remojada
y sobras de alimentos. En realidad me fascinaba escuchar muy temprano sus
cánticos, que me evocaban mis raíces bucólicas.
Sin embargo, no todos opinaban igual. Compartía aquella pobre
morada estudiantil con Hugo, con David y con Daniel, un cuate carismático
y bohemio, que por cierto era de un pueblo hidrocálido llamado Rincón
de Romos -idéntico a París-, nada más que sin agua
potable ni luz eléctrica... Como seguido se desvelaban platicando
de la novia, estudiando, tocando la guitarra, y los fines de semana agarrando
la milonga, aquel reloj exacto e infalible que eran mis gallos de pelea
no les caía muy en gracia porque los desmañanaba.
Un día fui a visitar a mi nana Celia González (hija de
Tanila, personaje central de mi primera novela), quien a su vez, también
pertenecía a esa diáspora de emigrantes que venimos del campo
o del pueblo a la ciudad. Vivía en Nezahualcóyotl y con ella
y su familia estuve todo un fin de semana. Al regresar, grande fue mi sorpresa
cuando descubrí que ya no estaban los gallos... Intrigado, me pregunté
qué había sucedido. Seguro se soltaron y se perdieron, quizá
los jugaron ¿o acaso los vendieron?; pero ¿dónde y
a quién?
En realidad los muy bribones de mis compañeros se los habían
comido. Era tal nuestra carencia de proteínas, que a la menor oportunidad
que se les presentó tuvieron la malsana ocurrencia de disfrutar
en un delicioso caldo a mis pobres animalitos...
¡Para haberlo sabido! Ante semejante gula, ¡cómo
no tuve la ocurrencia de comprar un pollo de hule y con eso hubiera alcanzado
para hacerles consomé durante meses enteros...!
II
Cuando platico estas anécdotas generalmente mis interlocutores
se ríen al descubrir mi silvi-cultura y la ingenuidad con la cual
arribé a esta inmensa metrópoli hace más de 20 años.
No obstante, para el descargo de mi conciencia les repitiré que
no sólo a los pueblerinos nos suceden ese tipo de cosas. También
a los distritofederalenses que se las dan de muy chichos y fufurufos les
pasan las suyas.
Por lo regular, cuando un capitalino sale al extranjero -a París,
por ejemplo- siempre hecha de ver su najayotería en diversos detalles.
No faltará el naco que en algún restaurante parisino saque
de la bolsa sus chiles enlatados para acompañar el delicioso pollo
à la mù chambré que le sirvieron. ¡Vean nomás
el papelote! O qué decir de aquéllos a los cuales se les
sube el champagne y les da por orinarse en plenos Champs Elisés
o en el Arco del Triunfo (uno de los nuestros apagó la llama perpetua
que arde allí, justo de esa forma, en el Mundial de Futbol de 1998),
sin reparar en que ese tipo de infracciones están muy penadas en
tales países...
O qué decir de los que van a Tokio y en los supermercados se
les ocurre robarse artículos insignificantes en apariencia. Por
muy pequeños que sean, es un delito grave en Japón, pero
la gente en México está acostumbrada a embolsarse como hormigas
arrieras lo que pueden, sin reflexionar que allá los sistemas de
vigilancia son modernos y sofisticados. Detectan todo, hasta en el Metro,
y con eso de que están cisqueados por el gas venenoso que colocaron
unos locos fanáticos, pues descubren hasta las flatulencias que
uno se hecha...
Y los mexicanos del Distrito Federal... ¡Ay Dios mío!:
Acostumbrados al Metro capitalino, que es una verdadera cámara de
gases, ni les importa. ¡Les vale! Acá cuando van en el vagón,
no la despistan, sino al contrario: le empujan con ganas... Pero en el
Metro de Tokio inmediatamente surge una voz así, medio metálica
y gangosa -como quien se está tapando las narices de adeveras- que
les advierte:
"¡Atención, atención, gas no identificado en el
vagón Nº 5! Repito: gas no identificado en el vagón
Nº 5... Nuestras computadoras lo están rastreando para procesarlo
y descubrir que no sea Napal...
Qué va a ser Napal ni que Napal... ¡Es nopal del que tragó
nuestro inconsciente paisano!
Y si aún dudan de las derrapadas que cometen algunos mexicanos
en el extranjero, vean el caso de las mujeres que van a Nueva York. Lo
primero que hacen es llevar sus abrigos de pieles, sin saber que en la
Gran Manzana existen comandos de ecologistas que las rocían con
spray de colores echándoles a perder sus lujosas prendas. Estas
brigadas buscan proteger a toda costa a los animales que están en
peligro de extinción a causa del salvaje comercio de pieles finas.
De tal forma, que no se burlen cuando yo les cuento que vine a la capital
del país cargando con dos gallos de pelea. Quien quite y si llego
en idénticos trances a Nueva York, lo consideren buen detalle y
me congratule con todos ellos al considerarme un activo y resuelto protector
de los animales...
Elías Ruvalcaba