Por Borges, no para Borges
Ingresé al museo con la misma simpleza del viento al escabullirse por los tantos intersticios de la tierra. Alguien me ayudó a encontrar las escaleras que me llevarían al segundo piso, y luego las caminé pausadamente. De fondo, me llegaba el tenue sonido de una suave y profunda -y quizá mitológica- música acerca de cuentos, brújulas, laberintos y salvajes caballos; mientras tanto, con sus ojos profundamente cerrados y varios surcos delatores de una larga vida en su rostro, él sonreía desde la enorme fotografía en blanco, negro y grises, que precedía a otros tantos objetos de su vida.
Quizá haya salido de mi claustro precisamente por ello:
por ser un claustro, y además tan exiguo y austero. Pero no recuerdo
haber pensado en eso en ese mismo instante en el cual cerraba la puerta
pensando en que nunca volvería a abrirla; sólo necesitaba
salir, para tomar aire, para descubrir nuevas imágenes, para vivir
la tarde de la manera más antigua y más real: observándola,
oliscándola, sintiéndola.
La noche anterior no había sido de las mejores, o debería
decir, de las más tranquilas, porque en efecto no creo haber tenido
noches muy buenas en mi vida. Nunca gocé de la reconfortante virtud
de poder dormir a esas horas, ni tampoco ahora lo hago; y es por eso que
las noches para mí siempre han sido tan extensas, tan execrables,
y este modo de expresarlo es apenas un eufemismo: por que las viví
despierto, por que las conocí en su lado más oscuro -aún
más oscuro-, en el más temible, en el auténtico.
En fin, otra razón para salir esa tarde también
podría haber sido el sueño, o más bien, mis diurnos
adormecimientos; en algún momento de mi encierro de seguro hubiese
caído rendido a sus pies, entonces, saliendo fuera -quizá
haya pensado-, podría vencer al sopor que intentaría subyugarme,
y que lo había logrado en incontables ocasiones en el pasado. Sea
como fuere, salí; logré alejarme de las habituales y estrechas
cuatro paredes que me encarcelaban, y que incluso a veces, hasta me impedían
respirar como deseaba al despedir el fétido hedor de las tantas
oscuras manchas de humedad, que parecían acrecentarse día
a día.
Una vez en la calle, comencé a caminar con una inefable
astenia casi vergonzosa, propia de una vejez que en teoría aún
no se me había presentado. Pensaba en nada, en todo, en ella, en
el libro que dormía dentro de mi saco, en ese banco clavado en esa
plaza tan pintoresca y tan descuidada, en mí mismo, sentado en ese
banco, en esa plaza, leyendo el libro ya despierto y abierto en mi regazo,
en ella, sentada a mi lado, sintiéndome, en todo, en nada, pensaba.
La fábula se volvía a repetir en mi imaginación,
y me hacía meditar en la posibilidad de regresar a mi desdeñado
claustro; claro, cómo podría no ir corriendo a escribirla,
después de todo se había mostrado en una forma tan completa
e inusualmente nítida, que no era concebible dejarla escapar. Entonces,
como el inocente contraventor de una ley propia e inexistente, seguí
mi camino, mi lento e incierto camino, con la firme convicción de
no retornar a mi vida sedentaria; olvidé la historia, olvidé
sus personajes, sus paisajes, sus concisos diálogos, sus cuitas,
sus tímidos costados románticos, su trágico final.
Miré hacia atrás en mi mente, y ahí la columbré
por última vez junto a otras tantas historias premorientes también
abandonadas: era un triste pequeño lago ya desequido, extinto. Supe
en ese exacto momento que jamás volvería a aparecer, que
jamás que me daría la chance de expresarla en un papel, ni
en un dibujo, ni en una mera e indescifrable anotación destinada
a extraviarse en algún rincón.
Seguí el trayecto, y luego de castigarme y volverme a
felicitar una y otra vez por la decisión tomada, rememoré
tantas cosas que ahora no podría recordarlas todas; en tan sólo
dos cuadras, se transpusieron en mi mente, en mi memoria, decenas de viejas
y perdidas imágenes, que como débiles huellas en una arena
ficticia e interminable, perdían su forma lentamente, hasta que
el ineluctable e insensible océano, negro y pantanoso, las
barría por última vez, cuando dejaban de ser huellas para
ser simple arena, para no ser más que recuerdos que ya nadie recuerda.
Al cabo de unos pocos minutos me encontré muy cerca del
que sería mi destino; destino que por cierto descubrí en
ese mismo momento, cuando lo vi. Entonces, disconforme con mis días,
algo atribulado y fastidioso, me fui acercando con extrema pasividad, mientras
me acometía esa sensación de bulliciosa soledad que nace
a pesar de los miles de cuerpos y rostros de todo tipo que ambulan en derredor,
indiferentes, ajenos.
Salí del museo al cabo de no más de una hora. Al
principio, me desplazaba con la misma abulia de antes, pero al transcurrir
unos minutos, me dominó de repente una energía tan poco común
como la tranquilidad que mi cuerpo albergaba en esos momentos. Cavilaba
en alguna historia, como siempre, cuando de pronto, comencé a correr;
y lo hice a notable velocidad por las dos cuadras que separaban el museo
de mi solitaria cárcel de puertas abiertas, ya sin rastro alguno
de la aprensión a volverme a enclaustrar.
En un breve segundo me encontré otra vez con el silencio
imperante, casi despótico, con la abrumadora soledad y con el lamentable
aspecto del ambiente; me desplomé en el centro cayendo de rodillas,
y allí, mirando al lívido techo, comencé a sentir
como ese aparentemente vano sentimiento retornaba, galopaba en mi mente,
rozaba con suavidad mi imaginación, hasta plagarla de visiones,
de fantásticas imágenes que construían lo de siempre:
algún mundo nuevo, alguna nueva vida.
Me senté, y sin realizar ningún análisis
de la situación ni de sus consecuencias, comencé a escribir.
Finalmente, no logré escribir nada interesante esa tarde,
pero valió la pena, quizá, no lo sé. Sólo sé
que no sé por que salí esa tarde de mi casa; sólo
sé que salí, y no quiero saber algo más que eso que
ya sé. Quizá salí para inspirarme y escribir esta
página, extraña y tal vez sin sentido para usted que tiene
la suerte de ser sólo su lector; pero eso ya sería ir muy
lejos, y agregar posibles razones al porqué salí esa tarde
de mi casa; pero bueno, ya aclaré que ya sé lo que quería
saber, que es poco, pero suficiente.
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Registro Nacional de Propiedad intelectual
© Fernando Parra