Una tarde
por Fernando Parra

Por Borges, no para Borges


 Ingresé al museo con la misma simpleza del viento al escabullirse por los tantos intersticios de la tierra. Alguien me ayudó a encontrar las escaleras que me llevarían al segundo piso, y luego las caminé pausadamente. De fondo, me llegaba el tenue sonido de una suave y profunda -y quizá mitológica- música acerca de cuentos, brújulas, laberintos y salvajes caballos; mientras tanto, con sus ojos profundamente cerrados y varios surcos delatores de una larga vida en su rostro, él sonreía desde la enorme fotografía en blanco, negro y grises, que precedía a otros tantos objetos de su vida.

 Quizá haya salido de mi claustro precisamente por ello: por ser un claustro, y además tan exiguo y austero. Pero no recuerdo haber pensado en eso en ese mismo instante en el cual cerraba la puerta pensando en que nunca volvería a abrirla; sólo necesitaba salir, para tomar aire, para descubrir nuevas imágenes, para vivir la tarde de la manera más antigua y más real: observándola, oliscándola, sintiéndola.
 La noche anterior no había sido de las mejores, o debería decir, de las más tranquilas, porque en efecto no creo haber tenido noches muy buenas en mi vida. Nunca gocé de la reconfortante virtud de poder dormir a esas horas, ni tampoco ahora lo hago; y es por eso que las noches para mí siempre han sido tan extensas, tan execrables, y este modo de expresarlo es apenas un eufemismo: por que las viví despierto, por que las conocí en su lado más oscuro -aún más oscuro-, en el más temible, en el auténtico.
 En fin, otra razón para salir esa tarde también podría haber sido el sueño, o más bien, mis diurnos adormecimientos; en algún momento de mi encierro de seguro hubiese caído rendido a sus pies, entonces, saliendo fuera -quizá haya pensado-, podría vencer al sopor que intentaría subyugarme, y que lo había logrado en incontables ocasiones en el pasado. Sea como fuere, salí; logré alejarme de las habituales y estrechas cuatro paredes que me encarcelaban, y que incluso a veces, hasta me impedían respirar como deseaba al despedir el fétido hedor de las tantas oscuras manchas de humedad, que parecían acrecentarse día a día.
 Una vez en la calle, comencé a caminar con una inefable astenia casi vergonzosa, propia de una vejez que en teoría aún no se me había presentado. Pensaba en nada, en todo, en ella, en el libro que dormía dentro de mi saco, en ese banco clavado en esa plaza tan pintoresca y tan descuidada, en mí mismo, sentado en ese banco, en esa plaza, leyendo el libro ya despierto y abierto en mi regazo, en ella, sentada a mi lado, sintiéndome, en todo, en nada, pensaba.
 La fábula se volvía a repetir en mi imaginación, y me hacía meditar en la posibilidad de regresar a mi desdeñado claustro; claro, cómo podría no ir corriendo a escribirla, después de todo se había mostrado en una forma tan completa e inusualmente nítida, que no era concebible dejarla escapar. Entonces, como el inocente contraventor de una ley propia e inexistente, seguí mi camino, mi lento e incierto camino, con la firme convicción de no retornar a mi vida sedentaria; olvidé la historia, olvidé sus personajes, sus paisajes, sus concisos diálogos, sus cuitas, sus tímidos costados románticos, su trágico final. Miré hacia atrás en mi mente, y ahí la columbré por última vez junto a otras tantas historias premorientes también abandonadas: era un triste pequeño lago ya desequido, extinto. Supe en ese exacto momento que jamás volvería a aparecer, que jamás que me daría la chance de expresarla en un papel, ni en un dibujo, ni en una mera e indescifrable anotación destinada a extraviarse en algún rincón.
 Seguí el trayecto, y luego de castigarme y volverme a felicitar una y otra vez por la decisión tomada, rememoré tantas cosas que ahora no podría recordarlas todas; en tan sólo dos cuadras, se transpusieron en mi mente, en mi memoria, decenas de viejas y perdidas imágenes, que como débiles huellas en una arena ficticia e interminable, perdían su forma lentamente, hasta que el ineluctable e  insensible océano, negro y pantanoso, las barría por última vez, cuando dejaban de ser huellas para ser simple arena, para no ser más que recuerdos que ya nadie recuerda.
 Al cabo de unos pocos minutos me encontré muy cerca del que sería mi destino; destino que por cierto descubrí en ese mismo momento, cuando lo vi. Entonces, disconforme con mis días, algo atribulado y fastidioso, me fui acercando con extrema pasividad, mientras me acometía esa sensación de bulliciosa soledad que nace a pesar de los miles de cuerpos y rostros de todo tipo que ambulan en derredor, indiferentes, ajenos.

 Salí del museo al cabo de no más de una hora. Al principio, me desplazaba con la misma abulia de antes, pero al transcurrir unos minutos, me dominó de repente una energía tan poco común como la tranquilidad que mi cuerpo albergaba en esos momentos. Cavilaba en alguna historia, como siempre, cuando de pronto, comencé a correr; y lo hice a notable velocidad por las dos cuadras que separaban el museo de mi solitaria cárcel de puertas abiertas, ya sin rastro alguno de la aprensión a volverme a enclaustrar.
 En un breve segundo me encontré otra vez con el silencio imperante, casi despótico, con la abrumadora soledad y con el lamentable aspecto del ambiente; me desplomé en el centro cayendo de rodillas, y allí, mirando al lívido techo, comencé a sentir como ese aparentemente vano sentimiento retornaba, galopaba en mi mente, rozaba con suavidad mi imaginación, hasta plagarla de visiones, de fantásticas imágenes que construían lo de siempre: algún mundo nuevo, alguna nueva vida.
 Me senté, y sin realizar ningún análisis de la situación ni de sus consecuencias, comencé a escribir.
 Finalmente, no logré escribir nada interesante esa tarde, pero valió la pena, quizá, no lo sé. Sólo sé que no sé por que salí esa tarde de mi casa; sólo sé que salí, y no quiero saber algo más que eso que ya sé. Quizá salí para inspirarme y escribir esta página, extraña y tal vez sin sentido para usted que tiene la suerte de ser sólo su lector; pero eso ya sería ir muy lejos, y agregar posibles razones al porqué salí esa tarde de mi casa; pero bueno, ya aclaré que ya sé lo que quería saber, que es poco, pero suficiente.

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© Fernando Parra