A Carlos Enrique
Para que esa niña se parezca a mí necesita desatarse las
trenzas. Necesita salir del rectángulo de luz en el que está
acuclillada y dejar de sonreír.
La niña es muy niña, en realidad. Se siente incómoda
porque la única trenza que le agrada es la izquierda. La otra no
le parece bien porque tiene mechones deshilachados. Le asombra el color
que toma la trenza izquierda cuando la estira para que le dé de
lleno la luz; es un tono bronce rojizo, salpicado de pintas blancas. La
niña es feliz con el sol que ha atrapado en su trenza y con la humedad
que va llenando la habitación porque viene la noche. Voces que aparecen
desde algún lugar pasan anunciándose. Ese eco de otra posible
realidad, de otra existencia fuera de las trenzas la tientan a incorporarse
y mirar. Pero no se levanta. La ventana está cerrada. Para que esa
niña se parezca a mí necesita...
Estar lista para el desarraigo como un animal crecido. A mis espaldas ondulan partes de mi vida, parecen cabellos desgreñados, reptan , son llamaradas de un ensayo de infierno que ambula conmigo por donde paso. De esto hace tantos años. Es mi riesgo porque nací como una mujer para ser habitada. Todo aquello que ingresa en mi jamás encuentra la salida. Sucede que soy una mujer laberinto con decenas de desaparecidos gritando desde algún lugar de mis túneles. Muchos se han perdido adentro y ya murieron. Otros rebotan entre descascaradas murallas de espejos. Sucede que quisiera abrirme para alumbrar fantasmas y almas que se liberen. Todos los fantasmas vienen hoy conmigo.
Y me presento.
Sobre mis hombros deliberan las circunstancias que me han hecho volver
¿ azar o unos deseos apresurados de ser pródiga con la casa
en que crecí? La observo y en simultáneo se cruzan las imágenes
de dos pasados, el uno, abandonado hace tres días, el otro desteñido
y grumoso, un pasado de reencuentros de cuando yo era fresca para la ternura.
Estoy parada sobre mis pies.
Evitando recordar una historia que empezó hace mucho. Pero,
es verdad que la historia nunca es una sino varias, y la mía se
ha abrazado con esta casa y con los que en ella habitaron. Este es el final,
el inicio de otra historia vendrá luego. En esta terminación
vuelvo por mis pasos.
En la acera de enfrente, la casa de mi niñez me esculca. La
casa de mis seis primeros años era como una mujer embarazada y bulliciosa.
Tenía macetas en todas las ventanas, enloquecidas crecían
la menta y la verbena. Las cuidaba la abuela...
Oliendo a ceniza acaba de entrar al triángulo de luz que atraviesa
la ventana. La niña que se parece a mí abandona la fascinación
de las trenzas para mirarla. La abuela está hecha de papel arrugado,
los años han provocado en su espalda una gran joroba que la hace
ver más pequeñita todavía. La abuela es como una mano
sanadora. En su vestido floreado la niña juega y se duerme. La abuela
tiene los pies un poco torcidos y se balancea al caminar. Alguna vez le
escuchó a alguien decir que la abuela era fea. La niña encuentra
a la abuela como siempre la ha visto, sin fealdad ni belleza. Aunque el
cabello parezca de hierba desteñida, aunque la mirada baja no le
guste mucho. Tampoco le gusta como le ha hecho hoy las trenzas. Para que
la niña se parezca a mí necesita olvidar...
Cada una de las endebles pisadas de la abuela hicieron estremecer el
cascarón de la casa mixta. Sus grititos de pájaro cuando
no encontraba algo que buscaba. El rito de bañar a los diez gatos
todos los viernes por la mañana. Ella es también la casa.
Ella está unida, condenada a recorrer las tablas en un trastabilleo
patuleco.
Y yo vuelo, y miro.
Una sola vista de la casa hubiera sido suficiente. Pero no, espero
leer alguna señal del destino que me aguarda después de todas
las rupturas. Me iría, me salvaría de no ser por aquel letrero
que oscila pesado sobre la puerta del zaguán:
RESIDENCIAL LILA
Cuando mi padre vendió la casa lo hizo como si fuera una mascota
enferma; deprisa y al primero que apareció. La abuela sabía
lo que el comprador pensaba hacer con la casa, lo había oído
entre los inquilinos. Mi padre solo quería irse, quería huir
como yo lo estoy haciendo ahora. A veces lo culpo, quizás, si nos
hubiésemos quedado yo no sentiría la necesidad de cambiar
de sitio, de mover las piezas y ahora, los espantos dormirían, nada
se enroscaría entre mis costillas ni me astillaría el pecho.
Así que esta Lila no es como yo, nada ni nadie permanecen mucho
tiempo en ella.
No lloré cuando la abuela murió, hice como que lloraba
para que la familia creyera que yo era buena. No es cierto, los recuerdos
hacen que en mí viva la maldad. La abuela murió en un asilo,
diminuta y aguada por la pena. Le permitieron conservar dos gatos como
último acto de piedad. Luego ya nadie se acordó de que la
abuela estaba muerta. Mi padre tampoco pudo llorar. En nuestra familia
son pequeñas las tragedias y la muerte de la abuela resultó,
más que una agonía, un reposo. Ya no más visitas al
asilo los sábados en la mañana. Ya no más dinero a
las monjas. Ya no más culpas. No lloré cuando la abuela murió.
El llanto es como una obligación que sigue a la muerte. Por ejemplo,
ahora una parte de mí se muere; pero no lloro.
Afuera de esta historia otra historia empieza.
Nosotros vivíamos en el último piso. La ventana de mi
cuarto continúa cerrada. Mi padre jamás la abrió porque
decía que por las ventanas entraba el polvo. Yo era una niña
limpia de imaginación y de sol. Lo más cercano que tuve al
sol era el abuelo...
Cuando la luz de la ventana a desaparecido la niña se levanta pero esta demasiado oscuro para mirar afuera. La abuela ya no está. No parece haber nadie más en la casa. La niña se está pareciendo a mí ahora, está tan cerca con el llanto regándole la boca, con la oscuridad que le come los ojos. Yo soy la niña que empieza a avanzar pero no ve nada. Recuerda que alguna vez le leyeron que si uno se arrima a las paredes irremediablemente llega al centro del laberinto. Se oprime contra los muros y camina hasta que escucha sonar las teclas de una máquina. Ya sabe donde está. Quitándose la noche entra al cuarto del abuelo el mago, el abuelo loco, el abuelo inútil, el abuelo...
Jamás compartió la mesa con nosotros; ermitaño,
se tomó el trabajo de fabricar a parte una tierra hostil para no
ser molestado. Mi madre iba a dejarle las comidas al cuarto, yo la veía
entrar y perderse y por lo general salía a los pocos segundos con
los platos sucios temblándole en las manos. Caprichos como ese hicieron
que la familia tomara al abuelo como un enloquecido. Él era nuestro
motivo de vergüenza, la razón por la que jamás recibíamos
visitas. Una vez, en mitad de su cumpleaños salió a recibir
baños de sol desnudo a la sala y todos corrieron como mi madre corría
a veces. Para sobrevivir entre los entrometidos parientes que resultábamos
nosotros, el abuelo colocó a la entrada de su habitación
rumos de llantas, maquinarias de carros, y cuanto había sobrado
de la época en que se le ocurrió convertir esa habitación
en una escuela de manejo. De ese grupo le quedaron solo unos tres alumnos
lelos que llegaban a la casa a las horas menos escolares y lo rodeaban
para escucharlo hablar en latín y recitar poemas de Ovidio.
El abuelo tenía seis amantes conocidas y un par de aventuras
todos los años, enamoraba adolescentes escribiéndoles cartas
lánguidas. Era de lo más normal que estas tocaran la puerta
preguntando por él y la abuela saliera vencida a insultarlas y mi
madre me engañaba, me hacía entrar al cuarto siguiendo la
muñequita, la pelotita rosa y cerraba la puerta.
Esta noche estoy en la acera de enfrente, viendo cómo mi casa
se va llenando de parejas oscuras, cómo sirve de refugio para caminantes,
cómo da de comer a los hambrientos. Cómo las bocas se abren,
el concreto se perfora, la madera se apolilla y tras de las puertas se
van grabando gritos orgánicos. Yo soy un borrón en la multitud
que de esta casa ha sacado su historia. Porque mi historia no es la única,
como ya dije. Y me quisieron engañar.
Y pensaron que no sabía nada de la preferencia del abuelo por
la piel desnuda. Me decían que no lo hiciera y yo lo hacía.
Saltaba las pizarras, brincaba las llantas, esquivaba los motores y era
libre como...
La niña que soy yo ha llegado al centro del laberinto. No encuentra el monstruo prometido, solo está un anciano escribiendo a máquina. La luz de una lampara triste le da derecho en las sienes. Ve su pelo blanquísimo. Ve que el viejo se parece a su padre. Para que su padre se parezca al viejo tiene que crecer. Siente temor de ser descubierta. Se quedo quieta casi ni respiro...
Soy un ave negra frente al festín de la carne. El odio se estaba
atrasando pero ya llegó. Ellos no tienen derecho a soltar los perros
del amor en mi terreno. No tienen derecho a crear vida donde hubo muerte
o no hubo nada, porque mi casa no fue como una mujer embarazada y bulliciosa.
Mi casa era un ataúd de guayacán. Y ellos no saben que en
el segundo cuarto hay ratas, no saben que el sexto escalón está
flojo. No saben que si se quedan callados pueden escuchar el chisporroteo
de los carbones. No saben que si abren los ojos todavía existe una
niña en cuclillas jugando en un rectángulo de luz. No saben
de los fantasmas.
Pobres hombres.
Que extraña es esta vigilia. Vine aquí para saber si había olvidado, no para recordar. Hace algunos días que el pasaje de avión está listo. Pobres hombres, sudando agitados en las camas. Yo me libero, suelto a mis almas y vuelo lejos donde el frío es de verdad, donde la vida va a ser una constante evocación, donde evocar va a ser la única manera de vivir. Sería un alivio pensar que el abuelo se fue muriendo, deteriorándose como los tomos de su biblioteca, perdiéndose como la audición de su oído izquierdo. Porque a los ochenta ya nada le quedaba. Ni la visión para escribir las cartas ni las amantes, ni el olor ahumado que salía del cuerpo de la abuela. Estaba solo. Pasaba horas perdido en sus callejones internos, mirando desde su escritorio por la ventana...
Mientras permanecía quieta, él dormía. La niña que soy yo observa como se apaga el resplandor en el cabello del viejo. Está echado sobre su escritorio. La máquina no suena. El latido ha muerto. Quieto está todo. La niña sube las manos a la cara. Necesita huir de allí para no lastimarse con la voz quebrada, corre, hace astillar la madera, incrusta los pies en las tablas y de un desgarrón abre la ventana. Mira la noche, es una noche enferma. Es primera vez que mira la noche por esa ventana. Entonces ella grita.
El abuelo murió, recuerda, murió. El abuelo era diferente.
Mi madre con manos firmes recogiendo el frasco volteado sobre del escritorio.
Mi padre arrancando la nota de la máquina. La abuela llorando, cumpliendo
con su labor. Y yo, con los puños sobre la cara para que no me doliera
tanto el golpe. El abuelo murió, deja de comportarte así,
La gente se muera. La gente se va.
Pobres hombres.
¿ Y si algo que dejamos olvidados nos delatara? ¿ Y si
todavía quedaran vestigios de que una vez indeterminables seres
representaron el papel de una familia? Cosas pequeñas como botones,
algún calendario que no se alcanzó a empacar.
Deberíamos prenderles fuego a las casas que nos pertenecieron.
Deberíamos crear una muerte definitiva para los objetos y las
cosas.
Yo soy una mujer como una casa grande. Una casa con las llaves perdidas.
Soy tan grande que soy laberinto y demasiados recuerdos conversan dentro
de mí, demasiadas voces que aprendí y olvidé sucesivamente.
Pero me persigue más la de una niña. Esa niña le grita
una verdad terrible a cierta noche. Esa noche es una ventana sobre cierta
mujer que se va adonde el frío es de verdad.
Esa mujer, como la casa, tiene todas las ventanas cerradas.